Corrieron los días luego de la resurrección. Jesús de reunió muchas veces con sus discípulos, una de ellas en un cerro, próximo al lago Genesaret. Los discípulos sabían ya con certeza que el Señor vivía. Pero seguían sin entender cabalmente la naturaleza de su misión. Todavía esperaban que se proclamara rey y, poniéndose al frente del pueblo judío, expulsara a los romanos de Israel.
Jesús insistía en enseñarles, comunicándoles no obstante que recién terminarían de comprenderlo cuando recibieran al Espíritu Santo, que les enviaría más tarde.
En una oportunidad se dirigió a Pedro y le preguntó:
-Pedro ¿me querés?
Respondió Pedro:
-Señor, sabés bien que te quiero.
Dijo Jesús:
-Apacentá mis ovejas.
Por tres veces se repitió el diálogo. Fue como si Pedro hubiera podido borrar con esa triple afirmación su negación triple en el patio de la casa de Caifás. Y quedó confirmado como cabeza de la Iglesia, como el primero de los Papas que, a lo largo de los siglos, la han dirigido en su carácter de representantes de cristo en la tierra.
Por fin, no sabemos si de mañana o por la tarde, Jesús se encamino con sus apóstoles a una montaña, cerca de Jerusalén, llamada Monte Olivete.
Les hizo allí algunas recomendaciones, prometiéndoles nuevamente mandarles el Espíritu Santo.
Subió a una piedra y los bendijo y empezó a levantarse levemente hacia el cielo.
Los apóstoles lo miraban alejarse con pena. Jesús subía y subía, navegando en el aire transparente. De pronto, una nuble blanca oculto ocultó su figura, disminuida por la distancia.
Nadie hablaba, fija la vista en las alturas. Fue entonces cuando dos ángeles se hicieron presentes. Dijo uno de ellos:
-¿Qué están mirando? Jesús, al que acaban de ver subiendo al cielo, volverá un día del mismo modo.
Había que cubrir la vacante dejada por judas, el traidor, en el conjunto de los doce apóstoles o Colegio Apostólico. Rezaron éstos y sacaron a la suerte entre los candidatos que había, resultado elegido Matías.
Reconstituido el Colegio Apostólico, los discípulos hacían oración unidos a María Santísima, esperando que el Señor les enviara el Espíritu Santo.
Se celebra la fiesta de Pentecostés, con la cual los judíos agradecen el fin de la cosecha y recuerdan el momento en que Dios entregara a Moisés las Tablas de la Ley, en la cumbre del Sinaí. Los discípulos y Santa María estaban reunidos, probablemente en el Cenáculo, aquel ligar donde tuviera lugar la Última Cena.
No dejaban de orar.
Repentinamente se oyó un bramido como de viento huracanado y bajó el Espíritu Santo, en forma de llamas que se asentaron sobre las cabezas de los presentes. Se les abrió de inmediato la inteligencia para entender las cosas de Dios y ardieron de amor sus corazones, fortaleciéndose sus voluntades.
Aquel ruido como de huracán se oyó en toda Jerusalén y una multitud se fue juntando frente al Cenáculo. Entre la multitud había gente venida de muchos lados para la fiesta de Pentecostés: partos, medos, elamitas, los que habitaban la Mesopotamia, Judea, Capadocia, el Ponto y Asia, Frigia y Panfilia, Egipto y los extremos de Libia que lindan con Cirene, forasteros de Roma, cretenses y árabes.
Podríamos decir que allí se reunieron habitantes de Israel, Siria y Jordania, griegos, turcos, rusos, armenios, polacos, italianos, austríacos, franceses, españoles, holandeses, británicos y sudafricanos, ciudadanos de Kenya y Nigeria, de Madagascar, australianos, chinos y japoneses, indonesios, pobladores de Alaska, Canadá y los Estados Unidos, mexicanos, hondureños, cubanos, nicaragüenses, colombianos y venezolanos, hombres, mujeres y chicos de Ecuador, Chile, Bolivia y Perú, paraguayos, brasileños, uruguayos y argentinos. Gente de todas partes, sin excluir ninguna, del norte y del sur, del este y del oeste.
Al observar tal muchedumbre, los apóstoles, inflamados por el fuego del Espíritu Santo, comenzaron a hablar de las grandezas de Dios, a difundir el Evangelio sin temor alguno, a gritos, arrebatados elocuentes. Y, milagrosamente cada uno de ellos los oía hablar en su propia lengua, aunque sus idiomas eran distintos.
Pedro pronunció un largo e inspirado discurso. Luego, tres mil personas se hicieron bautizar.
El Evangelio se difundía y los apóstoles eran muy respetados. Pero los enemigos de Jesús seguían dispuestos a silenciar sus enseñanzas. Entre ellos se contaba Saulo de Tarso.
Saulo pertenecía a la sexta de los fariseos. La persecución contra los apóstoles y discípulos se hizo más intensa. A raíz de ella, un diácono llamado Esteban fue muerto a pedradas. Es el primer mártir. Entre los que cuidaban la ropa de aquellos que lo apedrearon estaba Saulo.
Un día, comisionado por los judíos. Saulo marchó a Damasco con una partida de soldados, para meter presos a los seguidores de Cristo que descubriera allí. Pero Jesús le habló en el camino en medio de un gran resplandor. Saulo cayó del caballo, ciego. Fue instruido en la Fe, recuperó la vista y llegó a ser el Último de los apóstoles, con el nombre de Pablo.
Pronto los bautizados pasaron a llamarse cristianos. Y, velozmente, con el ritmo vivo que Dios desea, los apóstoles llevaron el Evangelio por todos los rumbos del mundo conocido. Desde la India hasta España, desde las costas del África a las brumosas selvas de Germania. Pedro se aposentó en Roma, que es desde entonces sede de la cristiandad.
Y hubo cristianos en el palacio del César y en las naves que comerciaban por toda la vuelta del Mediterráneo, en las termas y en el foro, en las caravanas que cruzaban los desiertos, en los cuarteles que albergaban las legiones, entre los que tejían carpas en Galicia y entre los que traficaban la púrpura, en las minas de mercurio de Almadén y en las escuelas de retórica cartaginesas.
Cada cristiano formaba nuevos cristianos. Entre sus amigos, sus parientes, sus compañeros de oficio, sus conocidos ocasionales. Era la suya una labor esforzada, tenaz, fundada en la amistad y la confidencia. El Evangelio fue empapando la trama del tejido social, difundiéndose hasta transformarlas costumbre, influir sobre el Derecho, modificar los usos de la guerra, dignificar la condición de la mujer, cambiar el arte. Empeñosa labor que la sangre de los mártires contribuyó a hacer fecunda
Apenas transcurrieron algo más de tres siglos y Constantino, emperador romano, abrazó el cristianismo.
Sin embargo, la difusión del Evangelio no ha concluido. En tantas y tantas partes hay gente que aún espera conocerle. En otras, muchas necesitan recordarlo. Los cristianos de hoy tienen la misma misión de apóstoles que aquellos primeros doce:
Lograr que Cristo sea levantado sobre la tierra y atraiga todo hacia Sí. |