Todos los años José y María subían de Nazaret a Jerusalén, para adorar a Dios en el templo al celebrarse la fiesta de Pascua, que recordaba la salida de Egipto del pueblo judío. Y llevaban al niño con ellos.
Jesús ya tenía doce años. Era un chico alto y fuerte, despierto, observador y bien educado. Ayudaba a Jesús y tenía muchos amigos en el barrio.
Al aproximarse la Pascua se encaminaron a Jerusalén. Como eran muchos los que hacían lo mismo que ellos, Jesús, María y José se sumaron a la nutrida caravana que iba hacia la capital. Parientes y conocidos viajaban con ellos, charlando entre sí y compartiendo las provisiones que llevaba cada cual, los chicos formaban rancho aparte, numerosos y bullangueros, disfrutando aquel programa que interrumpía anualmente la monotonía de la vida en los pueblos de Israel.
Llegados a la ciudad cumplieron con lo que tenían que cumplir y, a los pocos días pegaron la vuelta.
María y José marchaban con los mayores, comentando de las novedades de las que se habían enterado durante su estadía en Jerusalén. Y pensaron que el niño vendría más atrás, con los demás muchachos.
Al caer la noche acampo la caravana y se formaron ruedas alrededor de los fogones recién encendidos. Fue entonces cuando sus padres buscaron al niño y no lo hallaron. Fue inútil que preguntaran.
Angustiados María y José regresaron a Jerusalén al clarear el día. Caminaban con el corazón oprimido y apretando el paso. Atardecía cuando entraron de nuevo a la ciudad. Se dirigieron a la casa que habían ocupado. Recorrieron calles y plazas. Interrogaban a cualquiera que se les cruzara:
-¿No ha visto usted a un chico de una altura así, morenito él, vestido con una túnica sin costuras sujetas con un cinto de cuero?
-No lo he visto.
Pasó ese día y la noche siguiente. María y José no dormían y apenas si comían. Resolvieron por fin recorrer cuidadosamente el templo. Allí se arremolinaba la gente, trajinaban los sacerdotes, mugían y balaban los animales destinados al sacrificio. Los cambistas ofrecían monedas murmurando cotizaciones por lo bajo. Y, al abrigo de un pórtico, observaron una reunión de gente tranquila, que hablaba despaciosamente. Se acercaron a ella.
Doctores y ancianos componían el grupo, hombres sabios de Israel. Muchos curiosos los rodeaban, escuchando lo que allí se decía. Y, ocupando un lugar destacado entre los presentes el Niño Jesús hacia preguntas y contestaba la que dirigían los doctores y ancianos. Todos estaban asombrados por su inteligencia y conocimientos. Maria se abrió paso entre la concurrencia, preguntándole:
-Hijo ¿Por qué nos has hecho esto? Te hemos andando buscando durante tres días sin hallarte.
Y contesto Jesús:
-¿Por qué me buscaban? ¿No sabían que tengo que ocuparme de las cosas de mi padre?
Jesús se refería a Dios, su padre del cielo. Pero María y José no entendieron bien la respuesta. Enseguida Jesús se les unió, volvieron a Nazaret y él, que era hijo de Dios estuvo sujeto a María y a José, mientras crecía en sabiduría, en edad y en gracia.
El Evangelio no recoge suceso alguno referido a la sagrada familia desde que volvió a Nazaret –luego de hallado el Niño en el templo-, hasta que Jesús cumplió unos treinta años. Y el hecho de que nada se haya escrito respecto a ese largo periodo demuestra que nada extraordinario sucedió durante el mismo. Indica que Jesús, María y José llevaron una vida normal, corriente e igual a la que llevaban tantas familias modestas de su tiempo.
Jesús ya no era un chico sino un mozo de buena presencia, con una mirada difícil de olvidar, cara tostada por el sol, fortalecidos los brazos en el trabajo manual, que hablaba con el acento propio de la gente de galilea: un acento comparable al que los porteños advertimos en riojanos o cordobeses, y a cordobeses y riojanos advierten en los porteños.
María iría para los cuarenta, su belleza habría madurado, alguna cana matizaría la mata de su pelo y se conservaría encendido el brillo de sus grandes ojos. José pisaría el medio siglo, se mantendría derecho y tendría la barba un poco gris. Aunque quizá su vista no fuera la de antes y los trabajos dedicados los tuviera que realizar Jesús que, por otra parte, era tan buen carpintero como su padre.
En la casa nunca sobraba un peso. Pero tampoco faltaba lo necesario. Reinaba allí una armonía completa, bajo la autoridad de José. Autoridad ésta cuyo ejercicio resultaba todo un compromiso para él, ya que era su deber no abdicarla pero, al mismo tiempo se le haría cuesta arriba mandar en un hogar formado por el hijo de Dios y la mujer más perfecta que el Altísimo haya creado.
Padre e Hijo conversarían apaciblemente en las noches largas del invierno, frente al fuego. Recordarían la dilatada historia del pueblo de Israel y comentarían anécdotas menudas de la jornada.
No resultaba aquél, sin embargo, un hogar cerrado sobre sí mismo, pues, Jesús, María y José no eran indiferentes a cuanto los rodeaba. Todo lo contrario. Tendría buena relación con sus vecinos, concurrirían a las celebraciones sociales de parientes y amigos, festejarían también ellos con alguna reunión los acontecimientos que se estilaba festejar entonces, abriendo las puertas de su casa y convidando a los concurrentes con vino y empanadas. Los sábados irían a la sinagoga, del mismo modo que cualquier familia asiste a misa los domingos, en la parroquia del barrio.
Eso sí, durante aquellos años en que transcurrió la vida oculta de Jesús, todo se haría con la mayor perfección posible en el hogar de Nazaret, ofreciendo a Dios cada tarea, terminando con esmero cada labor, recibiendo amablemente a los visitantes inoportunos, dando una mano a los demás cuando a los demás les hiciera falta.
Y se interesarían por los sucesos que afectaban a su país, por el cual sentían todo el amor que se ha de sentir por la patria de uno.
En algún momento que no es posible precisar moriría José. Como muere un santo, que ha cumplido su deber año tras año, hora tras hora, minuto tras minuto, amando los designios de Dios a su respecto. Moriría asistido por Jesús y por María, subiendo enseguida su alma al cielo para seguir velando desde allí por aquel hogar que quedaba a cargo de Jesús. Dado que es el más grande de los santos, después de María Santísima, conviene dirigirse a él dándole el título de San José, nuestro Padre y Señor.
Objetivo:
Destacar que, durante treinta años de los treinta y tres que pasó en la tierra, el Hijo de Dios llevó una vida corriente, en el ámbito de un familia común, ejerciendo un oficio como tantos. Enseñándonos así a santificar la vida ordinaria. |