Cuando Moisés iba de vuela a Egipto se encontró en medio de la huella con su hermano Aarón. Se abrazaron, Moisés le contó sus aventuras y los dos fueron a reclamarle al Faraón que les dejara a los judíos volver a su país.
El faraón les dijo que estaban locos; que necesitaba a los judíos, pues hacían los trabajos más duros en Egipto.
Moisés le hizo saber que era voluntad de Dios que permitiera salir a los israelitas. El faraón le contestó que él no creía en el Dios de los judíos y los sacó carpiendo. Mejor no lo hubiera hecho.
Para que el faraón aflojara. Dios mandó diez plagas sobre Egipto. Primero, el agua se convirtió en sangre. Después hubo una invasión de ranas, ranas que parecían escuerzos, pegajosas y llenas de granos.
Enseguida vino otra invasión, de moscas esta vez. Y, detrás de las moscas, una de mosquitos que picaban sin asco a los egipcios.
Con eso pareció que el Faraón cedía, pero no. Se arrepintió de haber vacilado y siguió en sus trece. Todos los animales de los egipcios se enfermaron, como si les hubiera dado la fiebre aftosa. Mas tarde empezó a granizar, granizo tupido.
Y, cuando paró la granizada, en lugar de aclarar se puso más oscuro y durante 3 días tinieblas cubrieron toda la región. Pese a eso, el Faraón seguía emperrado. Faltaba sin embargo la última plaga, que sería la peor.
Dios les indicó a los judíos que se prepararan para emprender el viaje. Que cada familia matara a un cordero y, si alcanzaba para que compartiera el asado con sus vecinos israelitas. Y que con la sangre del cordero, hicieran una señal en la puerta de cada casa, porque mandaría un ángel para matar al hijo mayor de las familias que vivieran en casas que no tuvieran la puerta marcada aquella señal.
Por la noche pasó el Ángel Exterminador y cumplió las órdenes que traía. No entró en las casas que tenían la marca en sus puertas. La sangre del cordero -figura de Jesucristo- había salvado a los israelitas.
El hijo mayor del Faraón murió esa noche.
Su padre aflojó y permitió que los judíos abandonaran Egipto. Estos emprendieron la marcha, llevándose todo lo que tenían. Formaron una larga columna. Al frente de ella se puso Dios en forma de nube. Durante el día, la nube brindaba sombra; al caer la tarde, se volvía luminosa y alumbraba el campamento.
Llevaban varias jornadas de viaje cuando el Faraón cambió de idea nuevamente y envió su ejército para que persiguiera a los judíos, trayéndolos de vuelta.
Los israelitas alcanzaron la orilla del Mar Rojo y ahí se dieron cuenta de que los soldados egipcios se acercaban. Detrás de él se escuchaba el galope de la caballada y el ruido que hacían al rodar los carros de combate. Al frente tenían las olas que se extendían hasta el horizonte. Aparentemente estaban perdidos.
Moisés se plantó en la playa y levantó su bastón. El mar se dividió al medio, dejando un camino seco para que pasaran los judíos a los costados del camino, el agua formaba como paredes transparentes donde nadaban los pescados.
Los judíos habían avanzado bastante cuando llegaron a la orilla los egipcios. Dudaron estos antes de largarse a perseguirlos, pero al fin se largaron.
Cuando los judíos alcanzaban la otra orilla, tenían los soldados sobre los talones.
Y no bien pisó la playa opuesta el último israelita, se cerró el mar sobre los egipcios, sus caballos y sus carros de combate. No se salvó ni uno.
El pueblo judío se internó en el desierto, siempre con la nube a su frente.
Pronto escaseó el agua. La caravana llegó hasta un charco que resultó que el agua estaba abombada. Moisés tiró un pedazo de madera dentro de él y el agua mejoró enseguida.
Después se acabaron las provisiones y empezaron los rezonguillos de los israelitas que eran muy agradecidos. Pese a eso, Dios mandó una comida extraordinaria, que caía del cielo durante moche y a la cual uno le sentía el gusto que prefería, le pusieron por nombre MANÁ.
Faltó el agua otra vez. Y vuelta a protestar los judíos, que ya maldecían: mejor nos hubiéramos quedado en Egipto. Moisés golpeó una piedra con su bastón y se formó una fuente, fresca y abundante.
Más tarde los israelitas extrañaron los asados y los pucheros de gallina que comían en Egipto. Y, para no perder la costumbre, se pusieron a rezongar. Con infinita paciencia. Dios hizo que aparecieran grandes bandadas de perdices copetonas, que caían redondas sobre el campamento, de modo que los judíos tuvieron carne que comer.
Pero no fueron felices porque comieran perdices, ya que siempre andaban rezongando y nada les venía bien. Una banda enemiga los atacó. Moisés nombró a Josué para que la combatiera. Mientras los judíos peleaban a las órdenes de Josué, Moisés rezaba con los brazos abiertos para que Dios les diera el triunfo.
Cuando Moisés bajaba los brazos, los judíos retrocedían; cuando volvía a levantar, avanzaban. Moisés estaba cansadísimo. De modo que, entre dos, le sostuvieron los brazos levantados y Josué ganó la batalla.
Objetivo
Destacar que el maná es símbolo de otro alimento maravilloso venido del cielo: la Eucaristía. |