PRESENTACIÓN SEGUNDA EDICIÓN DE “SU MAJESTAD DULCINEA”
EN XIII EXPOSICIÓN DEL LIBRO CATÓLICO - 6 DE SEPTIEMBRE DEL 2001
Apenas era yo un adolescente cuando vi, por primera vez, al Padre Leonardo Castellani. Fue en la parroquia de mi pueblo, Pirovano, durante una misa dominical, a la cual asistió el sacerdote como simple feligrés, ya que estaba suspendido por entonces y no podía celebrar.
Se hallaba pasando una temporada en la estancia “Cume Co”, invitado por mi tío Ignacio Pirovano. El cual me informaría, años después, que durante esa temporada Castellani había escrito allí “Su Majestad Dulcinea”. De lo cual dejé constancia en una biografía de mi bisabuelo Pirovano que publiqué más tarde.
Traigo a colación la anécdota, pues parece oportuna para esta presentación. Pero ocurre sin embargo que las fechas en que el autor dice haber compuesto el libro no coinciden con mis recuerdos. De donde cabe inferir que se equivocó mi tío y era otra la obra que escribió el cura en “Cume Co” o que, cosa que no debe descartarse, las fechas consignadas por él no sean exactas y su inclusión obedezca a una de sus tantas travesuras.
De todos modos, de ser cierto lo declarado por el autor, habría que destacar su formidable capacidad de abstracción pues, en octubre de 1946, al concluir la primera parte del libro, se hallaba en pleno trámite la crisis con su orden que estalló a raíz de haberse presentado Castellani como candidato a diputado nacional por la Alianza Libertadora en febrero de ese año. Y, en noviembre de 1955, cuando manifiesta haber escrito la segunda y tercera parte, todos aquellos que teníamos uso de razón política estábamos absorbidos por el enfrentamiento entre nacionalistas y liberales que culminó, el 13 de ese mes, con el derrocamiento del general Lonardi.
En fin, fuere cual fuere el momento exacto en que se escribió “Su Majestad Dulcinea”, es indudable que apareció en letra impresa el día de Pascua del año 1956, según reza el colofón respectivo. O sea que han transcurrido 45 años desde entonces. Circunstancia relevante bajo dos aspectos: porque otorga particular importancia a esta segunda edición de una obra que se había tornado inhallable y porque permite valorar con la perspectiva debida sus aciertos anticipatorios.
Creo que no vale la pena detenerse en el análisis menudo de dichos aciertos anticipatorios. Porque los hay, y muchos. Pero también hay errores proféticos, si vamos a ver. Como ser el estallido de la Tercera Guerra Mundial o la figura de algunos Papas, posteriores a la aparición del libro y acomodadas a las profecías de San Malaquías. Pero sería ridículo juzgar la obra como si se tratara de esos vaticinios que los astrólogos formulan al comenzar cada año. De lo que se trata es de valorar la intuición general de Castellani respecto a los grandes ejes del drama que aqueja al mundo actual, a cuyo respecto los aciertos son evidentes y, si reparamos en las fechas en que fueron asentados, verdaderamente asombrosos.
Porque ocurre que Castellani sitúa con estremecedora precisión el núcleo de la crisis que nos aflige hoy, centrándola en dos aspectos que, según su visión, se confunden en uno solo: el enfrentamiento entre un catolicismo cifrado en clave sobrenatural y escatológica, por un lado, y por otro lo que él denomina neo-catolicismo o vital cristianismo. Oposición que traslada al plano temporal, encarnada en la lucha que libran los seguidores de Dulcinea, es decir de los argentinos que ven en ella la encarnación de la Patria, contra el poder hegemónico de la potencia que gobierna esta parte del planeta a través del Virrey de los Estados Unidos de Norteamérica en el Río de la Plata.
Y digo que Castellani funde ambas confrontaciones en una sola pues, mientras la jerarquía eclesiástica apoya el estado de cosas imperante, preocupada por el mantenimiento de la paz a todo trance y por el cobro de los subsidios destinados al culto, los argentinos resistentes aparecen como viejos católicos o “cristóbales”, haciendo de su crispada postura una aleación de patriotismo y religión que le otorga dimensión sobrenatural, lo cual confiere al libro una profundidad que impide comentrarlo con frases de compromiso, aptas sólo para salir del paso elegantemente.
Cuando acepté presentar esta reedición, no sabía en el berenjenal en que me metía. Porque, aunque había olvidado casi por completo la obra, leída hace casi medio siglo y en circunstancias muy distintas, como admirador de Castellani pensé que bastaría, para cumplir mi cometido, con pronunciar un encendido elogio y hacer votos por que, algún día, Su Majestad Dulcinea impere finalmente en la Argentina.
Pero no se trata de eso. Pues hablar de esta novela, supuesto sea una novela, obliga a tomar partido, a comprometerese con ella, a adoptar posición a su respecto. Y, en conciencia, estimo que no cabe hacerlo sin salvedades y aclaraciones. De manera que paso a tomar partido, pero también a interponer las salvedades que el caso impone.
Se trata a mi entender de un libro desesperado. Opinión que no sorprendería al autor, quien declara en algún momento que “la desesperación y la esperanza andan siempre juntas en el pecho de un hombre religioso”, vinculando así la actitud de Judas con la de Pedro en el tironeo que sufre la experiencia del creyente.
De un libro desesperado y desesperante. Desesperante porque la insoportable honestidad intelectual de Castellani lo lleva a no admitir concesiones, a escribir lo que sería prudente callar y a no aceptar medias tintas contemporizadoras, adecuadas para tranquilizar el espíritu y la inteligencia del lector. Deseperante por la honradez con que plantea las razones opuestas a lo que parece ser su propia tesitura, como sucede con las opiniones del Tigre de Cayastá, del capitán Uriarte, del coronel Jauretche, del padre del pescador Mándel, o del jesuita norteamericano. Desesperante por las libertades literarias que se toma el autor, con motivo o sin motivo. Desesperante porque el final feliz no se da en esta vida, ya que consiste en que el amor imposible de Dulcinea y Edmundo sólo se haga realidad en la vecindad de sus tumbas.
Y desesperante también por la humilde soberbia de Castellani, al colocarse a sí mismo, de modo transparente, en el papel de héroe del relato, cosa chocante aunque quizá la hagamos todos los autores de novelas pero de modo menos obvio. Y desesperante, finalmente, por la dolorida insolencia con que pinta una iglesia demasiado parecida a la que conocemos y hemos de amar a pesar de los pesares.
Por una infidencia sé que el cardenal Quarracino, gran admirador de Castellani, le habría aconsejado no publicar este libro. Y yo me pregunto si Castellani se equivocó o acertó al no llevarle el apunte a Quarracino. Ya que se trata de una obra que no vacilo en calificar de extraordinaria, que ha de contarse entre las más destacadas de esta época, incluidas otras aparentemente más sesudas del propio autor. Pero cuya lectura no se me escapa que puede hacer mucho bien y mucho mal. Mucho bien al alertar lúcidamente sobre esa suerte de vaciamiento de las verdades al que asistimos y padecemos. Mucho mal porque podría inducir a aquella desesperación que he comentado, al deferir a la segunda venida de Cristo la solución de las calamidades que han hecho presa del mundo moderno.
Mucho mal porque los sarcasmos de Castellani llegan a alcanzar a la devoción a la Virgen de Luján y mucho bien porque sirve para recordar el componente dramático de nuestra Fe. Y para arrimar argumentos en favor de la virtud del patriotismo, tan alicaído hoy por hoy, hasta el punto de discutirse se trate efectivamente de una virtud. Tan mal estamos.
Mucho mal porque advertiremos similitudes manifiestas entre prelados conocidos y los monseñores Panchampla, Papávero y Fleurette que pinta Castellani. Y sucede que a los prelados, cuando no podemos admirarlos, hemos de sobrellevarlos con resignación, disimulando sus miserias como se disimula la mala conducta de miembros de nuestras familias. Y mucho bien porque Castellani deja a salvo la necesaria sumisión al Papa verdadero, aunque en el argumento aparezca también otro, usurpador de su solio.
Una gran pregunta queda flotando cuando terminamos el libro. ¿Realmente será la resistencia desesperada el único camino que quede abierto para intentar revertir el orden de cosas perverso que describe Castellani, tan parecido al que impera en el mundo actual? ¿Se llegará al punto en que los auténticos católicos, abandonados incluso por sus pastores, deban volver a las catacumbas y eventualmente tomar las armas para no ser borrados de la faz de la tierra? ¿ O, por el contrario, una difusión paciente de la buena doctrina, ejercitada a la par del cumplimiento de los deberes cotidianos, mancomunada con la acción de la Providencia y el buen sentido que aún alienta en el fondo de muchos corazones, permitirá recobrar el terreno perdido?
Que cada cual dé su respuesta a este interrogante crucial. Personalmente me siento alternativamente solicitado para adeherir a una respuesta u otra. Aunque tengo claro que no ha de optarse por la primera mientras subsista alguna posibilidad de acudir a la segunda.
Plantear interrogantes de este tipo es una virtud que sólo poseen los grandes libros. Como, por encima de reservas y salvedades, lo es sin duda “Su Majestad Dulcinea”.
¿Qué es, en definitiva, “Su Majestad Dulcinea”? Recién puse en duda que fuera una novela. Sin embargo, lo es. En ellan pasan cosas, muchas cosas, el interés de su lectura se mantiene sostenido, los caracteres de los protagonistas están bien trazados, cuenta con un argumento desarrollado con coherencia. Pero, aunque soy de los que respetan decididamente el género, no sería justo encerrar esta obra en el casillero excluyente de la novela. Porque le queda chico. Ya que, a la vez que una novela, se trata de una profecía desgarradora, de un ensayo agudísimo, de una implacable sátira de costumbres, de un estudio social, de un tratadito político y de un abordaje teológico. Todo lo cual explica las dificultades que entraña referirse a ella en una exposición de media hora. Y sin poseer, conjuntamente, conocimientos literarios, escriturísticos, sociológicos, políticos y teológicos.
Incluso los dos poemas contenidos en el libro me obligan a rectificar un juicio que he repetido respecto a Castellani. Porque, sin tener presentes estos poemas, muchas veces he dicho que Castellani no era buen poeta y que, pese a conocer bien las reglas que rigen el arte de componer versos, carecía del sentido musical que define al vate. Y debo retirar lo dicho. Ya que estos dos poemas, el dedicado a Jauja y el dedicado al sacrificio de Abraham, son excelentes. Forzada quizá la búsqueda de rimas difíciles pero excelentes. Perdón entonces por mi anterior juicio, precipitado.
Y no quiero terminar estas palabras sin hacer una referencia explícita a otro acierto de Castellani en el presente trabajo. Me refiero a la genialidad que implica haber encarnado la Patria en la figura subyugante y atroz de Dulcinea. Haberla representado como una mujer irresistiblemente seductora y bellísima a la distancia, pero horrible, deforme y pestilente vista de cerca. Porque eso, efectivamente, es nuestra Argentina. Y quizá, perdón por la osadía, nuestra Iglesia. Repulsivas cuando se conocen sus miserias y lacras. Hermosísimas cuando se posee la entereza necesaria para sublimarlas, quedándose tan sólo con su realidad ontológica, más allá de miserias y lacras. Y que obligan, ocioso es aclararlo, a profesarles rendida devoción y acatamiento, negándose si fuera preciso a admitir evidencias palpables. Eso es lo que ha de hacer un buen argentino y un buen cristiano, aunque tal actitud, en algunos casos, requiera del heroísmo para ponerla en práctica.
Cuando vi por primera vez a Leonardo Castellani, en la parroquia de Pirovano, mi padre se hizo el desentendido pues no quiso saludar a un sacerdote al cual se le había prohibido ejercer su ministerio. No critico a mi padre, ya que la prevención que motivó su actitud era, en última instancia, saludable.
Por mi parte, luego de haberlo frecuentado, resolví años después que fuera el Padre Castellani quien bautizara a mi hijo mayor, hoy también sacerdote.
Se me ocurre que, para leer “Su Majestade Dulcinea” con las disposiciones debidas, sería bueno combinar, armónicamente, las reservas de mi padre y mi adhesión solidaria.