CHESTERTON Y LA CULTURA ARGENTINA
Apunte para mi intervención en el congreso sobre Chesterton, a realizarse en la UCA
entre el 21 y el 26 de septiembre del 2005.
A partir de la invitación que se me hiciera para participar en este congreso he estado inquieto, pensando qué podía decir un simple lector de Chesterton en una reunión de especialistas. Haré de tripas corazón, no obstante, y procuraré cumplir mi cometido del modo más decoroso posible.
Aunque para mí el término panel quiere decir otra cosa, parece que así le dicen al terceto que conformamos hoy con Eduardo Allegri y Juan Manuel Medrano, actuando Rosa Penna en calidad de bastonero. Y celebro el modo como quedó conformado el mismo, ya que la erudición de mis compañeros compensará mi dilettantismo , y el afecto que nos vincula me pondrá a cubierto de preguntas arteras por su parte.
Dije que soy un simple lector de Chesterton. Aunque un lector fervoroso y contumaz. Pero la participación en este encuentro me llevó a leer de nuevo varias de sus obras y a repasar las alternativas de su vida, cosa que me permitió apreciar a aquéllas y a ésta desde una perspectiva diferente, como es la que se ofrece desde la altura de una edad decididamente más avanzada que la que tenía cuando inicié mi relación con Gilbert.
Intentaré entonces desgranar ante ustedes, sintéticamente, ciertas impresiones suscitadas por la relectura de Chesterton, vinculándolas de algún modo con la cultura argentina, a fin de no apartarme demasiado del temario fijado para esta comisión.
La primera de tales impresiones consiste en la admiración que me produjo corroborar la libertad de espíritu con que se expresaba nuestro autor. Pero no sólo él: me impresionó también la libertad de espíritu de muchos de quienes discreparon con sus opiniones y la de los medios en que unos y otros escribían.
Todos ellos, en efecto, salvo contadas excepciones, se despacharon a gusto, con soltura y aparentemente sin mayores condicionamientos. Chesterton decía lo que le daba la gana, Bernard Shaw, Belloc, Wells, decían lo que les daba la gana. Y lo decían lindamente, sin medias palabras, sin giros elusivos, sin condicionales precavidos. Libertad de espíritu y de expresión que no podemos menos que envidiar en los tiempos que corren.
Creo que no es necesario acreditar lo que señalo, pues estoy seguro de que mis oyentes no ignoran las arduas dificultades con que tropezará aquel que, aquí (y presumo que en cualquier otra parte), procure difundir ideas discrepantes con lo políticamente correcto en disciplinas tan dispares como la política propiamente dicha, la economía, la literatura o la religión. Chocará con la descalificación o el silencio, viéndose reducido a la condición de marginal del pensamiento
Situación ésta que obsta el debate esclarecedor o diluye sensiblemente su interés. Cosa que no ocurría o al menos no siempre ocurría en tiempos de Gilbert, aunque tanto se hable ahora de la hipocresía victoriana , aún instalada por entonces en Gran Bretaña.
II
El segundo aspecto que quiero poner de relieve está estrechamente vinculado con el primero. Y se refiere a la caudalosa bondad de Chesterton que, trasladada a su actuación literaria y, sobre todo, periodística, se plasmó no sólo en la consideración sino en el sincero afecto que profesó hacia aquellos con los cuales se trenzaba en chisporroteantes controversias.
Controversias en las que nuestro autor no se andaba con chiquitas pero que, invariablemente, soslayaban el golpe bajo y la estocada tramposa o aparecían suavizados por el óleo misericordioso del buen humor.
También en este aspecto deja que desear la situación que vivimos. Pues, cuando no se acallan las expresiones discordantes, la referencia ellas no suele ser bondadosa, ni siquiera ecuánime. Procediéndose a descalificar al adversario mediante procedimientos de mala uva, que no desdeñan la incursión en la vida privada del eventual infractor.
Y no es que Chesterton dedicara su talento a exquisiteces inocuas ni a frivolidades de buen tono, poco adecuadas para encender los ánimos. De ningún modo. Su pluma aguerrida incursionaba en los temas capitales del alma y de la mente, metiéndose con la religión oficial del imperio, con la defensa del realismo filosófico, con la descalificación del sistema económico establecido, con la denuncia estentórea de negociados cometidos desde la función pública. Y, sin embargo, pese a tratarse de discrepancias que invitaban al agravio y la invectiva, Gilbert las ventiló con la indulgencia propia de un hombre bueno. De un hombre bueno, en el buen sentido de la palabra bueno , como diría Machado.
III
Juan Manuel Medrano nos ilustrará respecto a los vínculos que existieron entre Chesterton y los Cursos de Cultura Católica. Pero lo que yo no tengo aún en claro es cuántos argentinos lo trataron o, al menos, lo vieron físicamente. Lo que sí sé es que uno de ellos fue el Padre Leonardo Castellani, nombre fundamental de nuestra cultura que, amén de presentar numerosas analogías con el gran escritor inglés, asistió a una conferencia suya en Roma, a fines de 1929. Y así relató aquella experiencia:
“Uno de los grandes escritores de Europa” ¿Dónde he oído yo poco ha esta frase? En el Vaticano, en el gran vuelo de escaleras color de hielo que circuyendo el Cortile de San Dámaso me llevaba a la sala del consistorio a oír el decreto Tuto procedi de los 136 mártires ingleses (8 de diciembre de 1929). Un camarlengo de la corte pontificia decía a un suizo de la guardia a mi lado: “Ese… es uno de los más grandes escritores de Europa” . Miré curioso a un gigantesco gentleman , corpulento y leonino que subía delante de mí, casi levantando en vilo a una anciana, delgada, distinguida señora de negro, tan evidentemente inglesa como un tarro de pikles . ¿Dónde he visto yo esta melena blanca y estos bigotes caídos, esta carota radiante y jovial y estos hombros cuadrados? Señor, en el dibujo de Barnes que tengo sobre mi mesa, regalo del padre Furlong, con los perfiles del más popular y pintoresco de los escritores católicos de hoy: Gilbert Keith Chesterton.
Cabe destacar esta aptitud digamos “definitoria” de Chesterton. Castellani tenía su retrato sobre el escritorio, regalo de otro hombre bien definido: el padre Furlong. Un amigo de Medrano y mío, que murió joven, nos contó que, viviendo en los Estados Unidos, se acercó al catolicismo a través de los escritos de Chesterton. Cuando, hace ya años, un grupo de muchachos acometimos la empresa de editar nuestra primera publicación, incluimos en sus páginas el poema Parábola de un cruzado , dedicado a Chesterton por Miguel Ángel Etcheverrigaray. En la biblioteca del primer departamento que tuve en mi vida quise colocar un retrato de Chesterton: como no lo conseguí opté por copiarlo, a plumín, de la tapa de su autobiografía. Chesterton Fernández se llama uno de los personajes de mi última novela, de sesgo futurista. El primer tomo de la colección Aproximaciones que pergenié para la editorial de la UCA tuvo por autor a Eduardo Allegri y su título fue: Aproximación a Chesterton .
Capacidad definitoria que no contradice el hecho de que las definiciones deducidas a partir de la obra y la figura de nuestro autor presenten matices diferentes, tal como acaba de observar Eduardo Allegri.
Pero, volviendo a Castellani, recordemos que castellanizó el nombre de Chesterton, transformándolo en Gilberto, y que acriolló al Padre Brown, transformándolo en el Padre Metri. Y que tuvo el acierto, original sin duda, de compararlo con Don Bosco cuando escribió: Dichoso aquel que ha recibido de Dios la habilidad de malabarista y prestidigitador, de saber contar chistes... Así Don Bosco un día, santo hombre, enseñó catecismo en su terruño.
IV
Tal vez porque está de moda denigrar a los militares, tal vez porque últimamente han estallado guerras que nada tienen de justas, tal vez por otra razón, un pacifismo irrestricto ha sentado plaza en el cine, el teatro y la literatura. El oficio de las armas es presentado como una profesión poco menos que indigna y la guerra como el peor de los flagelos que puedan azotar a la humanidad. Olvidando que, como decía Martín Fierro, las armas son necesarias pero naides sabe cuando. Que en otros siglos hubo santos que convocaron a la pelea. Y que Jesucristo no le echó en cara al centurión su calidad de oficial de infantería.
¿Y por qué traigo a colación este asunto? Porque me parece oportuno destacar un par de cosas referidas a Chesterton y la guerra, claramente diferentes a aquel pacifismo irrestricto que acabo de mencionar.
Informo, por lo pronto, que cuando Chesterton inició su viaje de luna de miel se detuvo en una tienda para comprar un revólver y en otra para adquirir las balas correspondientes al arma recién adquirida. ¿Para qué compró Gilbert ese revólver? Pues, como explica Maisie Ward, para defender a la novia de posibles peligros. Por otra parte, así como Lugones habitualmente llevaba cuchillo a la cintura, uno de los bastones que utilizaba Chesterton albergaba la afilada hoja de un estoque.
Nuestro escritor, en efecto, era un hombre pacífico pero no un pacifista a todo trance. Dibujaba castillos y guerreros, describía fantásticos combates, era hermano de Cecil, que murió en el frente ocupando una plaza que pudo haber eludido, y era íntimo amigo de Belloc, un experto en temas bélicos. Y cabe recordar por último que la más famosa de sus poesías está dedicada a la batalla de Lepanto, donde se jugó con fortuna el destino de la Europa Cristiana, se comprobó la eficacia del rosario y se añadió una invocación a las Letanías Lauretanas: Auxilium Christianorum.
Chesterton estuvo del lado de Inglaterra cuando la Primera Guerra Mundial y, en vísperas de la segunda, consideró necesario enfrentar a Alemania o, según su opinión, a Prusia y al prusianismo, que no le gustaban nada.
Pero, en cambio, se pronunció enérgicamente contra la guerra emprendida por Gran Bretaña contra los boers. De donde infiero yo que, en 1982, no habría estado de acuerdo con Margaret Thatcher y lo hubiéramos tenido de nuestro lado en la Guerra de las Malvinas. Que aquí es donde quería llegar al referirme a las posiciones de Chesterton ante esa instancia tremenda que es el combate.
V
Durante los años en que escribí semanalmente en La Prensa toqué múltiples temas, asumiendo muchas veces posturas discordantes con las mayoritariamente aceptadas. Pese a ello, fueron escasos los contradictores que me salieron al cruce y muy pocas las polémicas que debí sostener con motivo de afirmaciones contenidas en mi columna. Hubo un tema, sin embargo, que me valió réplicas airadas y un diluvio de cartas adversas.
El tema que desató el escándalo era, a primera vista, inofensivo. Por lo menos así lo consideré yo cuando resolví abordarlo. Pero me equivoqué al suponerlo trivial. ¿Cuál fue aquel tema? Una tímida defensa de los fumadores.
Yo fumaba por entonces y reivindiqué mi derecho a hacerlo. Señalando que los fumadores no éramos parias ni delincuentes irrescatables. Pero mis encabritados lectores no lo entendieron así y, como dije, pusieron el grito en el cielo.
Eso ocurrió a fines de los ochenta o a principios de los noventa. Y, desde entonces, el apostolado antinicotínico se ha exacerbado, llegando al punto que, en algunas partes del mundo, ya no se puede fumar ni en la propia casa.
Esta manía puritana me pone de mal humor, aunque haya dejado de fumar. De manera que se pueden imaginar la satisfacción que me reporta saber que Chesterton era un fumador empedernido. Más aún, un hombre justo que combinaba armónicamente su piedad con su gusto por el tabaco. Pues, en los últimos tramos de su vida, a modo de bendición o jaculatoria, solía trazar una cruz en el aire con el humo del cigarro.
Tal vez consideren ustedes excesivo llamar manía puritana a la lucha emprendida contra el hábito de fumar. Pero ocurre que la misma tiene, como dije, un cierto cariz desmesurado y apostólico que me parece intolerable. Sobre todo si observamos con qué indulgencia se juzga al consumo de drogas, de efectos morales y sociales enormemente más dañinos que la costumbre de fumar.
¿Qué tiene que ver esta afición con el tema de nuestro panel ? Muy poco, desde luego. Si bien, para justificar su introducción aquí, podría aducir que Etcheverrigaray, en el poema ya aludido, citando a Mario Mendióroz lo definió a Chesterton como un San Agustín con pipa. Definición sin duda atractiva, aunque suponga yo que Gilbert estuvo más cerca de Santo Tomás que de San Agustín, por realista y por gordo. Cosa que no dejó de advertir el mismo autor cuando dijo de él:
Trocó la lanza, que es estorbo, por pluma en ristre y tinta en pluma. pues se acordaba de otro gordo que a pluma de ave hizo la Suma.
Y así concluyo, ya que se agotó el tiempo previsto para mi intervención.