El visitante atracó directamente en el muelle de la espléndida villa. Aunque, al partir, el mar estaba medio picado, habíase apaciguado con el avance de la tarde.
Rápidamente advertido, salió el propio dueño de casa a recibir al recién llegado y juntos, se sentaron en una explanada que dominaba el golfo. La vista que desde allí se ofrecía era de una belleza admirable. A partir del pequeño muro que la limitaba se extendía el azul del agua, el azul incomparable del Mediterráneo, hasta la costa cuyo perfil coronaba la silueta difuminada del Vesubio. Las velas de algunas embarcaciones se hinchaban al sol y multitud de flores animaba los mármoles, pintando cuadriláteros en el pavimento, ocultando la base de columnas sucesivas.
Diligentes servidores pusieron frente a los dos hombres varias fuentes con frutas y racimos. El vino oficiaba de prisma que rompía la luz en astillas rojas. Y la brisa tría el canto de los pájaros.
Era un viejo amigo el que visitaba al antiguo funcionario, retirado hacía mucho de los variados menesteres que el Imperio le confiaba a lo largo de su carrera. Era un viejo amigo, funcionario retirado también, el que arribara a la villa esa tarde, para disfrutar los encantos del lugar, beber unos tragos de vino y recordar tiempos idos.
La trayectoria del dueño de casa había sido más brillante que la de su colega y, por ende, habíale dado oportunidad de participar en acontecimientos que alcanzaron mayor resonancia, suscitando interés más marcado. Era natural, entonces, que a ella se refirieran los amigos en su conversación.
En fin, para ser más precisos, era el visitante quien repasaba la carrera de su anfitrión, citando lauros obtenidos, rememorando intrigas en que se viera envuelto, apuntando realizaciones que la jalonaran. Así, durante el transcurso de esa charla que más bien era sosegado monólogo, aparecieron nombres de gente y lugares, menciones de censos y batallas, de plebiscitos y acueductos, de legiones, requisitorias, marchas, aclamaciones y revueltas. Las figuras de tribunos, bandoleros, bellas mujeres, pleitistas, soldados, como así también la alta personalidad de Cesar Augusto, desfilaron en las evocaciones del visitante.
Pero, pese a aquel tropel de recuerdos ofrecidos a su vanagloria, el dueño de casa seguía silencioso y triste.
Seguía envuelto en el silencio y la tristeza que habían signado el final de su carrera y que acompañaban su retiro insular.
Ni lauros, ni intrigas, ni realizaciones de su pasado, conmovían al funcionario retirado. Ni nombres de gente y lugares. Ni censos, ni batallas, ni plebiscitos, ni acueductos, ni aclamaciones, ni revueltas. Ni la evocación de los tribunos, bandoleros, bellas mujeres, pleitistas y soldados.
Ni siquiera la memoria de Cesar conmovía al funcionario retirado. Sólo recordaba un nombre y un lugar, un nombre y un proceso. En su retiro insular, Poncio Pilato se seguía preguntando qué es la verdad. Y no tenía el valor de responderse esa pregunta.