La primavera madura al borde del camino reseco. Por esos pagos la primavera es una primavera sobria, frugal, pero así y todo pinta con discretas pinceladas verdes la vegetación escasa. Y salpica con gotitas de esmalte los yuyos y fachinales. Y entona el fondo del aire. Y repica un poco en la sangre.
Viborea el camino entre matos y lomas, puro polvo y brillazones. Algún remolinito baila y se va.
Son dos los viajeros, dos los caminantes que caminan por el camino reseco. Son dos los viajeros, son dos los amigos. Y, aunque la primavera pinta de verde la vegetación escasa, aunque salpica con gotitas de esmalte los yuyos y fachinales, aunque entona el fondo del aire y repica un poco en la sangre, tristes caminan los caminantes.
Tristes y desorientados marchan los viajeros. Comentan sucesos tristes que les entristecen el alma. Comentan sucesos tristes que han conmovido la ciudad de la cual se alejan. A ratos callan.
Trechos largos de silencio. Silencio acompasado por el ritmo lento de los pasos. Silencio que por momentos borda el canto de un pájaro. Silencio donde silba algún remolino que baila y se va.
Baja el sol hacia el horizonte ondulando en colinas. Madura la primavera al borde del camino. Del camino por donde caminan dos caminantes silenciosos. Callados caminan los caminantes, de modo que oyen otros pasos que se acercan. Los pasos de un tercer viajero que viene de la ciudad. Hay tres hombres en la tarde. Tres hombres en la primavera. Tres hombres en el ocaso.
El silencio se quiebra. Hablan los tres hombres en el ocaso. Los sucesos que conmovieron a toda la ciudad remontan las palabras hasta presagios que se pierden en la noche del tiempo. El tercer viajero hilvana los viejos augurios, desentraña el sentido de los signos, interpreta anuncios inmemorables. Habla con autoridad. Su voz es cálida y profunda.
Caminan los tres hombres en el ocaso. Ya el horizonte muerde la base de aquel disco púrpura que incendia la tarde. Y, mientras se incendia la tarde, se incendia el corazón de esos caminantes que caminaban tristes. Que caminaban tristes hasta que una voz cálida y profunda hilvanó para ellos viejos augurios, desentrañó el sentido de los signos, interpretó los anuncios inmemorables. Arde la tarde en el ocaso y arde el corazón en el pecho de los caminantes que ya no están tristes, que ya no están solos en el camino reseco.
El sol ha bajado tras las colinas. En el cielo limpio apenas si cuelga una nubecita, madeja de sangre y oro en el incendio de la tarde. Un suspiro violeta, una sombra leve se acuesta al final el camino. Del camino que se bifurca, del camino donde confluye un sendero que lleva hacia la aldea próxima. Hacia la aldea próxima que se llama Emaús.
El sol ha bajado tras las colinas. Los dos primeros caminantes bajarán a Emaús. El tercer caminante hace además de seguir camino adelante. Le dicen: “quédate con nosotros, Señor, porque es tarde y cae el día”. Un bello ruego para repetir cuando crece la sombra. Cuando crece la sombra del dolor, la sombra de la edad, la sombra de la tristeza. Un bello ruego para no sentirse solo.
Quédate con nosotros, Señor, porque es tarde y cae el día.