Esa no era misión para un soldado baqueteado en mil combates. Estar de centinela en un perdido huerto palestino, guardando el sepulcro de un ajusticiado, no parecía tarea digna para un centurión de la Legión augusta que, bajo las águilas romanas, guerreara en todas las fronteras del Imperio.
Descendían las constelaciones en el cielo oriental y los perfumes del huerto empujaban hacia la niñez lejana los recuerdos de Quinto, el centurión. Hijo de labradores en el dulce Lacio, había cultivado la tierra desde temprano, con la precoz sabiduría que una larga tradición agraria depositara en su sangre. Había visto crecer viñas y sementeras, sabía de siembras, de injertos, de trillas y vendimias.
Chico respetuoso, había honrado los dioses patrios, aunque cierto impulso ascendente, cierta apetencia de absoluto, ya sembraban dudas y angustia en su espíritu recto.
Un día, Quinto cambió el arado por la espada. Dejó atrás las viñas y sementeras del Lacio, sumando su paso al de otros legionarios cuyo rítmico avance conmovió las carreteras imperiales.
En los brumosos bosques de Germanía halló Quinto otras divinidades que, con nombres y figuras diversos a los dioses patrios, sublimaban las fuerzas de la naturaleza. Y aumentaron las dudas y la angustia en el espíritu de Quinto, requerido hacia alturas mayores que las ofrecidas por aquellas oscuras teogonías que hallaba en su camino de soldado.
Entre marchas y batallas, en guardias y campamentos, supo el centurión de terribles toros alados y de moloques sangrientos. Encontró blancas representaciones de gentiles diosas a al orilla del Egeo y observó junto al Nilo el perfil de animales metafísicos. Pero, ni sus domésticas divinidades, ni las turbias concreciones de las fuerzas naturales, ni los toros voladores, ni las diosas gentiles, ni los perfilados animales metafísicos, aplacaban el perplejo impulso ascendente del alma de Quinto.
Varias cicatrices testimoniaban el arrojo del centurión y cruzaban su cuerpo vigoroso. Las aceptaba como inevitable tributo debido a la guerra. Había sin embargo una herida que no aceptaba, contra la cual se sublevaba aún. En un confuso encuentro con rebeldes galileos había perdido el ojo derecho, de modo que su visión era turbia; tan turbia la visión de sus ojos, como la visión de su alma llena de dudas.
Al llegar a Judea atrajo a Quinto ese Dios Uno, ese Dios Creador, Omnipotente, que adoraba el pueblo sojuzgado. Pero, al mismo tiempo, lo rechazaba el culto hipócrita, casuista y leguleyo, que le rendían sus sacerdotes. Tal atracción y tal rechazo tironeaban su espíritu ya escéptico.
Descendían las constelaciones sobre el huerto, sobre el sepulcro del ajusticiado cuya guarda encomendaban a Quinto. Casi indigna misión para un centurión veterano. Misión para un soldado tuerto.
Sólo una vez y de lejos Quinto había visto al ajusticiado. Fue cuando, entre el delirio de la multitud, entrara a la ciudad montando un burro joven. Su dignidad le había impresionado. Luego, franco de servicio, no intervino en le proceso que culminara con la cruz. Aunque por su amigo Longinos, se enteró de ciertos sucesos asombrosos que habían rodeado la muerte del condenado.
Descendían las constelaciones sobre el huerto y ascendían en el alma del centurión las viejas dudas, las viejas angustias. Su mirada herida apenas le permitía ver las constelaciones; su espíritu herido apenas le permitía perseguir la verdad.
Una vaga claridad comenzaba a lavar el oriente cuando sobrevino el prodigio. Fue una explosión de luz que tomó traslúcidas las piedras del sepulcro. Fue un acorde formidable, armónico sin embargo, que conjugó todas las voces de la naturaleza. Fue una fuerza centrípeta que atrajo todo hacia el Cuerpo Resplandeciente, que se alzaba triunfal.
Quinto, el centurión, clara otra vez la visión de sus ojos, clara por fin la visión de su espíritu, vio y creyó.