El gallinero estaba en el segundo patio de una casa blanca, en Jerusalén. Lo habían ido haciendo medio al descuido, a medida que aumentaba la cantidad de gallinas; un reparito formado con pedazos de tela de carpa fuera de uso, el cerco eran cuatro tablas locas, se apoyaba en dos tapias medianeras asentadas en greda así nomás; una tuna chumbera daba algo de sombra y oficiaba de bebedero el fondo de un cántaro roto.
Un gallo colorado, grandote, reinaba en el gallinero. Puro espolón el gallo, medio caída la mitad de la cresta, delateaba viejas contiendas de su pasado pendenciero. De ese pasado que no era difícil imaginar para quien lo viera caminar con aire de mosquetero veterano, algo abiertas las alas como sacando pecho, tirado atrás el cogote, alerta el ojo amarillo.
Unánimes respetaban las gallinas al gallo colorado, al veterano mosquetero de los corrales de ese barrio de Jerusalén, muchos de los cuales había invadido de un vuelo, para medir fuerzas con otros gallos que resultaron menos gallos que este gallo. Bravo y grandote el gallo, temibles sus espolones, mismamente una clarinada su canto madrugador .
Porque al gallo colorado no le respetaban tan sólo por las victorias logradas en su pasado pendenciero sino, muy especialmente, por ese canto suyo, vibrante y sostenido, que anunciaba la proximidad del alba a todo el vecindario. Unánimes respetaban las gallinas al gallo colorado, pendenciero y cantor. También lo respetaba el gallito bataraz. No era para menos.
Pichón todavía lo habían echado a ese corral al gallito bataraz. Y acataba la indiscutida supremacía del gallo colorado casi con el mismo respeto con que la atacaban las gallinas.
Pero, paulatinamente, a medida que el gallito dejó de ser pichón, sintió crecer en la profundidad de sus entretelas una chispita de emulación, un cierto afán de competencia que el gallo colorado no pareció advertir y, si lo advirtió, menospreció con suficiencia inconmovible.
Descartado por obvias razones de prudencia el enfrentamiento directo, el gallito se propuso contener con el patrón del gallinero en el terreno del canto. Terreno que ofrecía riesgos menores, aunque tampoco le resultaba favorable, pues apenas si podía oponer un modesto quiquiriqui de principiante a la diana sonora y sostenida del viejo mosquetero.
Pero, como uno suele valorar en exceso los méritos propios y minimizar los ajenos, el gallito terminó por armarse de valor, y humilde y bienhablado, le pidió permiso al gallo grande para anunciar el amanecer del día siguiente.
El colorado lo escuchó al bataracito pensando que estaba loco. Le hizo sentir todo el peso del desprecio mirándolo desde la altura de su prestigio. Y ya lo iba a sacar chairando al insolente cuando advirtió que con darle una oportunidad nada se perdería; total, la comparación de los dos cantos sólo serviría para destacar el suyo con ventaja clara. Fue así que permitió al gallito cantar esa madrugada.
Toda la tarde anduvo alborotado el gallinero. Toda la tarde y buena parte de la noche, a la espera del momento en que el gallito bataraz, suplantando al gallo colorado, hiciera oír su canto anunciador de la mañana.
Por dos veces contó el gallito. Con una sola hubiera bastado para darle razón al cálculo del colorado. Pues, en efecto, el modesto quiquiriqui del principiante no tuvo nada que hacer con la diana sonora y sostenida del otro. Ni llegó a cantar por tercera vez. Triunfante y protector le dijo el gallo grande el gallo chico:
Vea mozo, de su canto no se va a acordar nadie.
En eso se equivocó el gallo viejo. Porque Pedro jamás olvidaría los dos cantos del gallito. Que también quedarían registrados en letras que perdurarán hasta el fin de los siglos.