Era un burro como tantos burros. Era un burro como tantos burros aunque tenía un abuelo ilustre. Eso lo sabía por su madre burra. Por su madre burra este burro sabía que su abuelo había sido el más afortunado de todos los burros. Sucede que aquel burro, abuelo de este burro, se hallaba en un pesebre cierta noche, cierta Buena Noche que fue la primera Noche Buena.
Un buey lo acompañaba y, así, les tocó representar al reino animal esa Buenanoche, esa Nochebuena, cuando floreció en la tierra un Niño que quiso hacerse llamar Hijo del Hombre, aunque no era hijo de hombre.
Pero no es ésta la historia de aquel burro, sino la historia de este burro, un burro como tantos. Y vamos a esta historia, que no es aquella historia.
Era muy joven nuestro burro. Joven y bien plantado, sobrio y trabajador. Gris el pelaje, enteramente gris. En lo gris del pelaje residía la principal aflicción del burro, porque tan enteramente gris era su pelaje que resultaba monótono, y aburrido. Y también traía inconvenientes ese pelaje parejo del burro pues, cuando alguien lo señalaba, no podía referirse a ese burro gris de la pata blanca, ni a ese burro gris de las crines negras, ni a ese burro gris de la panza clara, ni a ese burro gris del lomo oscuro; apenas si podía hablar del burro gris y como hay muchos burros grises podía estar nombrando cualquier burro en lugar de nombrar a nuestro burro.
Fuera del asunto del pelaje –pelaje tan común que lo hacía único y pelaje tan único que lo hacía común- no tenía el burro motivo grande de queja. Bien cuidado estaba el burro, con comido suficiente y palos pocos. Además no lo habían separado todavía de su madre y pertenecían ambos al mismo dueño. Eso sí, este burro trabajaba como un burro.
Burro de noria era este burro. Un día y otro día lo ataban al malacate y allí se las pasaba, vueltas y más vueltas. Dado que aceptaba su destino de burro, nuestro burro cumplía a gusto su trabajo; un trabajo que no le envidiaban otros burros.
Como una música le sonaba al joven burro el barullo de la noria, los saltitos isócronos de la rueda despareja, el chirriar de los ejes de madera, el chaporeo del balde en el profundo espejo circular del agua, aquella voz cristalina en las canaletas... Y olía satisfecho el perfume fértil de la tierra mojada. Hasta asumía cierta dignidad planetaria al recorrer con exactitud su órbita repetida, marcada en el suelo a pura uña, perfecta circunferencia.
Y eso no era todo. También disfrutaba el burro al comprobar los beneficios que reportaba su labor bien hecha. Disfrutaba cuando las mujeres llenaban sus cántaros y cuando los viajeros mataban la sed a su vera cuando se abrían las flores regadas con el agua de la noria.
Recién desenganchaban al burro del malacate y, a estaca, ramoneaban con su madre cerca del camino. Levantó las orejas cuando oyó la pueblada que se acercaba. Envuelta en la polvareda venía la gente. Mucha gente. Gente entusiasmada que levantaba ramas de olivo y ramas de terebinto y ramas de laurel y palmas. Gente que gritaba diciendo: ¡hosanna al Hijo de David! Y entre la gente venía el Hijo de David, que no era Hijo de David.
Alguno desató al burro y a su madre cumpliendo la indicación de Aquel que tenía autoridad para ordenar desatar burros ajenos y para mucho más. Y tuvo este burro su día de gloria. Sentado sobre él entró a la ciudad el que llamaban Hijo de David, aunque Hijo de David no era. Sentado sobre el burro, entre los vítores y las alabanzas de la gente, entró a la ciudad Aquel al que querían ungir rey en este mundo, pese a que su Reino no es de este mundo.
Un sobrepaso rítmico y alegre llevaba el burro, orgulloso de su destino de burro: cuatro campanitas parecían sus cascos al repicar sobre las piedras del pavimento, ya entrando a la ciudad.
Al caer la tarde, cuando el dueño del burro se volvió a juntar con su burro, con ese burro enteramente gris que tenía, advirtió sorprendido un cambio en el animal: el burro ya no era enteramente gris pues, en la frente, tenía una estrella blanca.