Mal le pintaban las cosas a la viuda. Quedarse viuda nomás ya era mala cosa por entonces. También ahora es cosa mala, por la tristeza de perder al finado y por lo difícil de salir adelante. Pero antes era más peor porque no había pensión ni Ayuda Social ninguna. Y, de yapa, esta viuda era enteramente pobre y había enviudado entes de criar los hijos, dos muchachos y una niña.
Vivía al reparo de las fortificaciones que rodeaban la ciudad. Contra las piedras enormes que formaban la muralla, asentadas sin argamasa, la viuda había armado su real con algunas ramas, un par de matras, cuatro tablas locas. Eso sí, tenía limpito el lugar, baldeado y barrido, cada cosa en su sitio.
Nada le había dejado el finado. Jornalero en vendimias y cosechas, changuista en lo que se presentara, apenas si arrimaba lo justo para el día, cuando podía arrimarlo.
Hombre bueno y de linda estampa, trabajador y respetuoso, se habían querido como se quieren los que se quieren y, por el cariño que se tenían, él le pasó por alto a ella algún pronto de su carácter y ella le pasó por alto a él algún vino con sus amigos.
Nada le dejó el finado a la viuda, fuera de su recuerdo y sus tres hijos. Bueno, nada es un decir. Porque, a más de su recuerdo y los tres hijos, el finado había dejado a su viuda una ollita, una como palanganita de metal que hallara enterrada, mientras cavaba para plantar cierta viña nueva. En esa ollita hacía la viuda las comidas, cuando tenía algo para echarle adentro. Y, mientras revolvía el puchero, soñaba a ratos, recordando al finado.
Pero las cosas habían llegado al extremo.
Iba para dos días que nada podía allegar la mujer para cocinar en la ollita. Reclamaban de comer los chicos y ya no era cuestión de conformarlos con algún yuyo hervido y agua caliente. Sólo le quedaba un camino; vender la ollita. Aunque la ollita fuera la herencia única que recibiera del finado.
Y marchó la viuda para lo de don Abraham, que compraba y vendía de todo en su tienda, cerca del Templo. Oyó don Abraham su demanda y, no bien tomó la ollita, llegó un cliente grande que requirió su atención. Le ofreció dos monedas de cobre a la viuda y se fue a atender al cliente grande. Desencantada, tomó la viuda las monedas y se volvió, cruzando el playón de enfrente al Templo.
Mientras cruzaba, observó la gente que depositaba en el Templo sus ofrendas, cumpliendo la ley, cumpliendo alguna promesa, cumpliendo el Homenaje debido a Dios. Bueyes y corderos llevaban, dejaban monedas de oro y plata. Sólo tenía la viuda sus dos moneditas de cobre. Pero quiso hacer su ofrenda a Dios. Ella, que nada poseía, quiso agradecer a Dios la vida, los hijos sanos, la luz del sol y el azul del cielo, el recuerdo limpio del finado. Y en un arranque, se llegó hasta el gazofilacio y dejo allí las dos moneditas de cobre. Las dos: no se quedó con ninguna, que cuando de entregar se trata, a veces hay que entregarlo todo.
Al darse vuelta sintió sobre sí una mirada que le llegó al alma, encendiéndole el corazón e inundándola de paz y alegría. Allá, bajo los arcos, un Hombre alto clavaba en ella sus ojos inolvidables y, señalándola, decía algo a quienes lo rodeaban.
Llena de una extraña felicidad llegó la viuda a su albergue, al realcito que se apoyaba en las fortificaciones. Y allí tuvo la sorpresa de encontrarlo a Abraham que la esperaba.
-Señora –dijo don Abraham- yo no quise estafarla. Fue culpa del apuro. La ollita que me vendió es de oro fino. Aquí le traigo el precio cabal.
Y la viuda azorada, se encontró con una fortuna en sus manos.