Samuel y David se pelearon fiero por los higos. Por los higos de una higuera que había crecido al borde del camino, justo en el linde de sus propiedades.
Como era nueva, no era muy grande la higuera. Pero, eso sí, se la veía lozana, lustrosas las hojas, medio blancuzco el tronco. Nació guacha, sembrada por los pájaros seguramente, y creció ligero, tal vez a causa de alguna veta de humedad que corría muy abajo en el suelo. En el suelo donde el sol pegaba tan fuerte de día, rebotando en brillazones que fingían charcos a la distancia.
Al costado del camino estaba la higuera. Piedra y polvo el camino. Al costado del camino por donde las muchachas bajaban a buscar agua, por donde los hombres subían a cosechar, por donde discurrían lentas caravanas abigarradas y malolientes. Caravanas con cargamentos de pimienta, de sándalo, de púrpura.
Al costado del camino y justo en el linde de las propiedades de Samuel y de David arraigó la higuera. Y tan justo en el linde que mismamente a la mitad del tronco venía a morir una pirquita que dividía las charcas.
Mientras la higuera fue chica no pasó nada entre los linderos. Ni se fijaron en el arbolito gaucho, que había empezado a crecer allá donde moría la pirquita que dividía sus charcas, junto al camino. Pero bastó que la planta ganara altura para que tuvieran principio las diferencias.
Ya daba sombra la higuera cuando, un día de bruto solazo, Samuel se sentó al reparo, de paso para el poblado. Lo ve David y le dice:
Buenas, vecino. ¿Vio qué linda la sombrita de mi higuera?
¿Cómo de su higuera, paisano? –Contestó Samuel –De la mía estará diciendo.
El debate resultó interminable y acalorado. Pese al mucho regateo, pese a los halagos y amenazas intercambiadas, pese a la gesticulación abundante y a las parrafadas cadenciosas, los hombres no se pusieron de acuerdo y se separaron bramando.
Si grande fue el altercado por la sombra de la higuerita, más grande se hizo cuando aparecieron las primeras brevas. Brevas inútiles, agrias, que, sin embargo, generaron encontronazos bravísimos entre los vecinos, que ya se habían cortado el saludo y, ahora, se maldecían de lo peor.
En su momento oportuno, la higuera dio buenos higos. Higos dulces, la pulpa un puro azúcar. Mil indiadas se hicieron David y Samuel para arrebatarse los higos. Hasta de noche se arrimaban a bajar el fruto recién maduro. Y, si se venían a encontrar al pie del árbol, ahí mismo se agarraban.
Eso sucedió el primer año que la higuera dio higos. Al segundo, para que David no pudiera ni probarlos, Samuel los cortó verdes y ninguno de los dos comió higos ese verano. La primavera siguiente, David le devolvió el gesto a Samuel, cortando verdes los higos: tampoco ese verano comieron higos David ni Samuel.
No era tiempo de higos cuando acertó a pasar por el camino un Hombre – el Hijo del Hombre- que recorría el país dando noticias de su Padre. Un Hombre que arrebataba los corazones, sanaba los leprosos, daba vista a los ciegos y hablaba con bellas parábolas.
Ese Hombre venía cumpliendo larga jornada bajo el sol tremendo. Ni tiempo de comer le había dado la multitud que dejara atrás. Y se acercó a la higuera buscando higos.
Hojas nomás tenía la higuera. Higo ninguno, porque no era tiempo de higos. Pero, cuando el Hijo del Hombre se acerca pidiendo frutos, no cabe alegar que, llega tarde o que espere: si busca higos no acepta hojas. Por eso el Hijo del Hombre dijo a la higuera:
- Que nunca jamás coma nadie ya fruto de ti.
Al día siguiente, la higuera estaba seca.
Y dicen que, seca la higuera, con el tiempo se amigaron David y Samuel.