La vida se le iba yendo, como se seca un patio baldeado en pleno verano: sin que uno lo advierta pero rápidamente, con imperceptible velocidad.
Todavía no era decididamente viejo, aunque hacía mucho que dejara de ser joven. El término otoñal, tan recurrido en casos como éste, resulta sin embargo casi imprescindible para ilustrar respecto a la edad de nuestro hombre. Aunque, curiosamente, su memoria a través de los siglos quedaría asociada con la juventud.
Ni buena ni mala, opaca, había sido su existencia. Confortable y apacible, prevista y previsible. Sin penas grandes ni grandes exaltaciones. Sin gozo y sin dolor. Sin angustia ni aventura. Triste.
Hombre de posibles, jamás la estrechez golpeo su puerta. Pero esa cómoda situación nunca le requirió lucha ni esfuerzo: apenas si, con alguna prudencia, se limitó a conservar la hacienda heredada, a administrarla sin mayores aciertos y sin yerros desmedidos. La extensión de sus tierras no aumentó pero tampoco mermó. El número de sus majadas creció a resultas de la fecundidad de carneros y ovejas, pero no en virtud del éxito de sus transacciones. Disminuyó en cambio el caudal del vino producido por sus viñas, ya que las vides viejas se fueron secando sin que otras nuevas ocuparan su lugar.
No tenía hijos. Y si no se había procurado descendencia en las esclavas de su mujer quizá fuera por mero desgano. En todo caso, ello no se debía al excluyente amor que pudiera ligarlo a su esposa, con la cual se casara por conveniencia, arrastrando una relación fundada en cierta rutinaria armonización de egoísmos complementarios.
Leves achaques comprometían su salud discreta: cristalitos reumáticos punzaban a veces sus coyunturas; largos insomnios prolongaban las horas de sus noches; esporádicas inapetencias o sobresaltos digestivos perturbaban su vecindad con la mesa, siempre bien provista; el resuello se le alteraba de cuando en vez.
Como corolario inevitable de esa vida opaca, el hombre se aburría sin remedio. La lenta melaza del tedio envolvía sus días. El sopor del hastío resaltaba brillo a sus mañanas y atenuaba el fulgor de sus ocasos. Sin pasado y ya sin futuro, sin ilusiones y sin ambiciones, sin amor y sin odio, dejaba transcurrir la vida sin ganas de vivir pero con miedo de morir.
Sólo un recuerdo tornaba, repetido, a su memoria. El recuerdo de unos ojos y de unas palabras que, indelebles quedaran grabadas en su mente. Esos ojos y esas palabras lo habían acompañado desde su juventud, como una invitación al amor y a la aventura. Como una invitación al amor y a la aventura que El Joven Rico rechazó porque tenía muchos bienes.