Todo empezó una tarde cuando avisaste a tu mujer que volverías de madrugada, requerido por una importante reunión del Sanedrín, previsiblemente extensa. Y volviste de madrugada. Pero esa noche no hubo reunión del Sanedrín. Así comenzaste a visitar cierta casa de un barrio de Jerusalén donde los levitas procuran no hacerse ver. Una y otra vez adjudicaste reuniones del Sanedrín que jamás se llevaron a cabo para volver con las primeras luces del día, reemplazada tu falsa alegría nocturna por la amargura que ocultabas con altivez hipócrita. Podemos hablar de eso, levita.
También podemos hablar de otras cosas. Hablar de un rico comerciante ante quien se inclinan los poderosos de la ciudad. Tu fortuna, mercader, está fundada en pesas alteradas y en medidas tramposas. ¿Recuerdas aquel cargamento de púrpura que traficaste? ¿Recuerdas aquel cargamento de púrpura que no era púrpura cuya verdadera naturaleza recién habrá sido advertida del otro lado del mar, ya arruinados los tejidos que hubieron de ser teñidos con tal tintura? Tampoco habrás olvidado el monto de los intereses que exiges al deudor sin posibilidad de opción, ni el modo como algunas garantías pasan a tu patrimonio. Podemos hablar de eso, mercader.
¿Y tu, ---? Quizá hayas venido hasta aquí arrepentido. Arrepentido de esa voracidad tuya, que te ha llevado a devorar la hacienda de las viudas y a tomar de las ofrendas aquello que no te está permitido tomar, pues corresponde a Dios y sólo a Dios. Arrepentido de las intrigas y tapujos en que has intervenido para ganar el mejor lugar en los convites. Arrepentido de la vanidad que te carcome cuando paseas por las plazas, al
argada hasta el extremo la extensión de las filacterias que luces. Podemos hablar de eso. Fariseo.
Anciano del pueblo de Israel, a ti me refiero. No me engaña tu aspecto venerable, la blancura de tus barbas floridas, claras como la lana de las ovejas que apacentara el Rey David en su tierna juventud. Si el Rey Pastor se alzara de su tumba te pediría cuentas por los sobornos que aceptaste con fingida dignidad. Por la demora de tus ojos en las muchachas que cruzaron tu camino. Por la cobardía de tu corazón que has hecho pasar por mansedumbre. Podemos hablar de eso, anciano.
Hubieras hecho mejor en no venir hasta aquí, cantor. Hubieras hecho mejor pasando inadvertido, cantor oficial de tu tierra. Estás hinchado de vanagloria, paladeando el homenaje que se rinde a tu talento. A ese talento alimentado con acciones de mala ley. Pues usas el genio ajeno, haciendo pasar como tuya la inspiración de otros. De otros que componen aquello que cantas, pues ellos están condenados al silencio para que tu voz única resuene en el ámbito de la nación toda. Podemos hablar de eso cantor.
Jesús dejó de escribir con el dedo en la arena suelta. Uno a uno, empezando por los más viejos, se habían ido retirando todos los que allí llegaran para lapidar a la mujer adúltera.