La pileta estaba cerca del Templo y se podía llegar a ella por cualquiera de las cinso puerta que la rodeaban. Aunque pocas ganas daban de llegar a la pileta.
El lugar era como para dispararle. Entre otras cosas porque olía mal, pues en ella se lavaban las reses destinadas a los sacrificios del Templo. Ovejas en su mayoría, por eso la llamaban pileta ovejera o piscina probática. No muchas ovejas llegaban limpias hasta el agua sino todo la contrario. Allí les quitaban la cascarria, lavaban el vellón pringoso de suarda. Y algún vacuno también llevaban, ofrenda de ricos. Y los chivos que olían a chivo. Pero lo peor no era la hacienda.
Sucede que a la pileta, de cuando en vez, bajaba un Angel de Dios y removía el agua. Cuando esto ocurría era como si un relámpago iluminara el lugar, purificándolo, deslumbrando a los circunstantes. Por varios días desaparecían los malos olores y un dulce aroma misterioso los remplazaba.
El primer enfermo que se metía al agua, después que ésta había sido agitada por el Angel de Dios, quedaba curado de sus males. De manera que la pileta estaba orillada por una multitud de infieles, que padecían dolencias de todas clases. Rengos y mancos, paralíticos, ciegos, pobre gente que exhibía llagas y tumores, malformaciones y mutilaciones, terrible muestrario del dolor físico en la antigüedad.
Y aquella presencia numerosa de los enfermos, con su dolor, con sus harapos, con sus desesperaciones y abandono, contribuía poderosamente a hacer de la piscina probática un lugar que muchos procuraban evitar, absteniéndose de franquear ninguna de sus cinco puertas.
Para peor, la pileta era teatro de luchas implacables; luchas por alcanzar el agua en primer término, luego que el Angel de Dios la removiera. Entonces, tanto los propios enfermos como aquellos que les acompañaban, trabábanse en feroz contienda durante la cual todo recurso era válido para prevalecer.
Eleazar era paralítico y estaba solo en la vida. Casi viejo ya, treinta y ocho años de su existencia los había pasado a la ver de la pileta, con la esperanza de alcanzar curación. Pero, impedido él y sin ayuda ajena, jamás llegaba en primer lugar al agua recién agitada. Ese día, Eleazar estaba particularmente abatido.
El abatimiento del paralítico se explica al saber que, aquella mañana, un oficial romano bien intencionado había vencido su repugnancia y, llevado por el espíritu de equidad propio del pueblo al que pertenecía, intentó ordenar el caos que circundaba la piscina, poner fin a las pavorosas luchas que allí se desataban en procura de salud. Quiso el romano establecer una prelación, un turno, un procedimiento razonable para que, conforme a un lista que propuso confeccionar, fueran los enfermos entrando al agua luego que le Angel la removiera. Ante esa posibilidad, Eleazar se regocijó, esperanzado.
Pero fracasó el romano. Un coro de protestas se elevó a raíz de su propuesta. Chillaron y se agitaron los dolientes, indignados ante la presencia del intruso, habituados al bullir vocinglero que por lo común daba marco a sus vidas. El oficial se encogió de hombros y se marchó por fin; allá ellos, se dijo. La decepción abatióse sobre Eleazar. Inenerrable decepción por cierto.
Fue entonces cuando se allegó a la piscina probática aquel Nazareno que recorría el país curando las almas y los cuerpos, anunciando el Reino. Preguntó el Nazareno a Eleazar: ¿ Quieres ser sanado? Luego, imperativo y misericordioso, agregaría: levántate, toma tu camilla y anda.