Era un pez grande, flor de pescado. Pescado sin nombre científico pues, por entonces, no había nombres científicos. Además, esos nombres suelen ser latinos y a los pescadores del Mar de Tiberíades que no les vinieran con palabras latinas. En cuanto al nombre hebreo, se perdió con el paso de los años, de modo que al pez grande le diremos pescado grande nomás.
Y si nombrar estamos hablando, llamarlo mar al Mar de Tiberíades es una desmesura. Apenas si da para lago, con buena voluntad. Por eso los judíos más discretos le decían Lago de Genesareth, que cuadar mejor al caso. Claro que, mar venido a menos o lago venido a más, peligrosas se vuelven sus aguas cuando alguna tormenta las encrespa. Y allí las tormentas se arman de golpe, pudiendo tomar desprevenido al navegante mejor ataviado.
Fue una de esas tormentas súbitas la que cierta vez hiciera zozobrar un velerito que venía cruzando el lago. Traía el velero un cargamento variado, digamos el cargamento que podía traer un velero que cruzara el Mar de Tiberíades a fines del siglo primero antes de Cristo: tinajas de aceite, vigas de ébano o Cedro del Líbano, tragacanto, mirra, telas tintas en púrpura, olivas. Todo eso y algo más tría el velerito. Algo más pues, en efecto, disimulada dentro de un fardo de telas, viajaba una pequeña talega curtida en cuero. Dentro de la talega varias monedas, obtenidas por el patrón del barco en un negocio algo turbio con mercaderes persas. Creyó el patrón oportuno esconder así las monedas, pues no estaban los tiempos para andar con plata encima y menos cuando un ventarrón podía obligar a maniobrar ligero de ropa. Lo cierto es que el ventarrón sobrevino, el velero se fue a pique y la plata al fondo del mar.
El pescado del cuento era un pescado inquisidor y aventurero. Como buen pez grande, e comía al chico, pues también era tragón. Recorría incansable el ámbito cristalino de aquel mar venido a menos o de aquel lago venido a más. Le gustaba nadar cerca de la superficie, en la ancha franja que el sol pintaba de azul y verde; o arrimarse a la costa para explorar cuevas y recovecos; o deslizarse por las profundidades, donde la penumbra emponchaba de misterio las formas sumergidas.
Una mañana de esas andaba el pescado grande recorriendo el fondo del mar. Se veía poco pues la hondura era mucha. Divisó sin embargo un bulto largo recostado en un limpión de arena. Escorado, tronchado el mástil, barbudo de algas y condecorado con crustáceos, dormía el velerito su sueño náufrago de casi medio siglo. Se metió el pescado entre cuadernas quebradas, rodeó tinajas rotas, atisbó fardos deshechos. Y, junto a una talega transformada en harapo, advirtió un vivo reflejo. Glotón como era, de un envión se tragó el pescado esa moneda que había brillado por un capricho de refracción. Que se la tragó es un decir pues, en rigor, se le quedó atravesada en el garganta.
Perturbado por el atoro, suponiendo acaso que un nuevo bocado le ayudaría en su trance, mordió el pez aquel anzuelo tirado por Pedro. Tirado por Pedro, siguiendo la instrucción recibida de Jesús para pagar el tributo del templo: “...echa el anzuelo y toma el primer pez que pique, ábrele la boca y en ella hallarás una moneda de cuatro dracmas...”.