Sadoc era agricultor. Eso es lo que era. Del campo sacaba para vivir decentemente con la familia y hasta para ir formando un capitalito.
Como era hombre prudente, Sadoc tenía los cultivos repartidos, cosa de no jugarse a una solo cosecha y errarle. Unas cuantas hileras de viña, viñas de buena cepa, carpidas y podadas, que daban una uva grande, lustrosa, de color parejo. Y de las uvas sacaba Sadoc un vino dulce y ágil; ágil para subirse a la cabeza pues se dejaba tomar fácil, de dulce que era.
A más de la viña había en la chacra un cuadro que, si no estaba sembrado con trigo, la cebada tenía sembrada. Para conservar el rinde, Sadoc hacía descansar la tierra, que quedaba así en barbecho cada tanto. De modo que el cereal adelantaba mucho en la parcela y daba gusto ver amarillear las espigas para el verano, hamacándose si se alzaba viento. Los pájaros los alejaba Sadoc a cascotazos.
También, en una rinconada, crecían varios olivos, plateaba la hoja, verde clarito la aceituna. La aceituna que Sadoc conservaba en salmuera por todo el año. Unas palmera daban dátiles y tampoco faltaban en la chacra plantas de mostaza.
No hay agricultor que no conozca el tiempo. El mismo oficio los lleva a predecirlo con bastante acierto, a palpitar con relativo éxito cómo ha de ser el día siguiente y cómo pinterá la estación.
Pero, a conocedor del tiempo, Sadoc no tenía rival que se le pudiera comparar en leguas a la redonda. Jamás se equivacaba el hombre. Cuando secía mañana hay viento, pógale la firma que el viento había. Si decía que el invierno vendría se seca, fija que escasearía el agua. Si decía que habría neblina, más valía no salir de viaje.
Todos en la zona respetaban el talento meteorológico de Sadoc. Si se preparaba una fiesta, allá iba el dueño de casa a preguntarle cómo lo trataría el tiempo, si se la podía llevar a cabo o convenía postergarla. Lo mismo para las siembras y podas, para carneadas o cacerías.
Una especie de sexto sentido asistía al labrador para formular sus profecías climáticas. Su certera intuición se asentaba en le temple del aire, en los ecos de la tarde, en el sabor de la intemperie. Pero, además y fundamentalmente, se asentaba en la observación rigurosa, en la correcta interpretación de los signos, reforzaba por la experiencia.
Así conocía el chacarero la significación precisa de cada formación de nubes; el mensaje que transmiten las brisas según el cuadrante desde donde soplen; los alcances del plenilunio y de la luna nueva; la cadencia cíclica de chaparrones y sequías; la clave que oculta el colorido del ocaso.
Además de lo dicho, Sadoc no ignoraba el sentido augural de las vueltas que da el perro antes de echarse; del canto nocturno de algunos pájaros; de la trasudación que humedece ésta o aquel metal.
Y, para anunciar lluvia al día siguiente, nuestro agricultor contaba con un procedimiento secreto e inefable. A lo largo de sus observaciones había establecido que, cuando en la tarde se nublaba la cima de una montaña próxima, llovía seguro.
Una vez bajó Sadoc hasta el pueblo, pues había feria. Mucha gente estaba reunida, gente conocedora de las habilidades de Sadoc para anunciar el tiempo. Gente que paró la oreja cuando uno le preguntó a Sadoc:
¿ Lloverá mañana?
El interrogado miró con disimulo la punta de la montaña, que estaba nublada, y tomándose su tiempo, respondió:
Mañana llueve.
Al día siguiente no llovió. Y la fama de Sadoc resultó gravemente afectada. Nunca sabría Sadoc la verdadera razón por la cual, esa tarde, una nube había envuelto la cima del Monte Tabor. Jesús, en efecto, les recomendó a Pedro, Juan y Santiago, que a nadie contasen se Transfiguración hasta que resucitara de entre los muertos.