Se llamaba Isaías, como el gran profeta. Aunque de profeta no tenía nada, fuera del nombre. Era pescador en el Mar de Tiberíades.
Pescador y renegado era Isaías. Dueño de una barca, con la pesca vivía, mal que bien. Cuando el pescado se le negaba de día, pasaba la noche en el claro, a la rastra sus redes. Conocía bien las picardías del pescado y su pálpito se adelantaba al instinto del bicho, tirando la red en este o aquel lugar, según el tiempo y la estación; cerca o lejos de la costa, alta o baja la marea, siguiendo o evitando las secretas correnteras del fondo, considerando siempre si era invierno o verano, tarde de viento o mañana de nablina. Buen pescador y renegado por demás. En toda la vuelta del Mar de Tiberíades nadie ignora el mal carácter de Isaías que, con motivo o sin motivo, maldecía siempre que daba miedo. Hosco, atrabiliario, pescaba solo. Pescaba solo porque era buen pescador y se bastaba; pescaba solo porque ningún tripulante lo aguantaba.
Pescador, renegado era Isaías. No se sabe si bebía el hombre a causa de su carácter agrio o si la mucha bebida le había agriado el carácter. Para peor tomaba solo, no está claro si de puro borracho o de puro mal llevado.
Isaías no tenía amigos. Apenas si había otro pescador que lo soportase y era Pedro. Si Isaías tenía mal carácter, Pedro tenía gran carácter; no era de arrear con la rienda. Más de una vez lo había parado de punta a Isaías cuando el renegado pasaba de la palabrota a la blasfemía. Y más de una vez lo había mandado a dormir la mona, al encontrarlo enteramente pasado. Hasta se había permitido aconsejarlo. Por todo eso Isaías respetaba a Pedro, pero se cuidaba muy bien de demostrarlo.
Aunque Isaías seguía chupando como una esponja, algo llegó a preocuparse por su aficción al tinto. Lo cual podía deberse a los consejos de Pedro o a los ardores que a ratos le quemaban las entrañas, al temblor que alteraba su pulso, a cierta dificultad en el habla que solía trabucar sus palabrotas. Un atardecer pescaba Isaías mar adentro. Pescaba solo y era poco lo que había sacado, de manera que renegaba de lo lindo. Para peor una tormenta grande se le venía encima. Y, entre la pesca escasa y el tormentón inminente, buscaba consuelo dándole al trago.
Llegaban las primeras ráfagas cuando Isaías advirtió la barca de Pedro que arriaba velas allí cerca. No le lleva el apunte, absorbido por su propia tarea, por bajar el último trapo, por tener la embarcación proa al viento. Y por seguirle pegando al vino.
La panza de la tormenta era un vivo refucilo. Cada ola que rompía era más alta que la anterior. Cabeceaba el barco a lo loco y había que achicar sin descanso. Motivos todos suficientes para beber también sin descanso. Ahí fue cuando ocurrió.
Iasías achicaba el agua que entraba al barco, cuando miró por sobre la borda y vió de nuevo la barca de Pedro paleando contra el temporal. No estaba lejos la barca y, aunque era noche cerrada, con la luz de los relámpagos se la veía clarita; claritos se veían la barca y sus tripulantes. Pero, de golpe, Isaías vio otra cosa. Vio un hombre que venía caminando sobre las olas. Se refregó los ojos, asombrado. Y siguio viendo al hombre que avanzaba sobre el agua, en medio de la tormenta. Y después vio a Pedro saltar de la barca y marchar al encuentro del que venía; vio cómo empezaba a hundirse y cómo el hombre le tendía la mano para llegar los dos a la barca. Espantado, dijo Isaías:
Nunca más en la vida vuelvo a tomar.
Y nunca más en la vida volvió a tomar. Al dejar el trago, dejó de maldecir. Hasta de amigos se hizo con el tiempo.