Eran dos hermanos. Enteramente diferentes eran, jóvenes los dos, eso sí. Bajo el menor, alto el mayor. Franco, abierto y confiado el mayor; receloso el menor y algo taimado. Agarrando el menor, generoso el mayor. Astuto aquel, medio ingenuo este. Creo que Elías se llamaba el grande y Saúl el chico. Eso creo.
Resultará extraño que el hermano mayor aparezca más simpático que el menor; en los cuentos sucede al revés. La explicación es sencilla. Este cuento lo escribo yo que soy el mayor de nueve hermanos.
Volvamos al cuento. Donde decía que el más grande se llamaba Elías, Saúl el chico.
Elías y Saúl vivían en Judea allá por el año 31 o 32 después de Cristo. Claro que esto no lo sabían porque aún contaban el tiempo sin considerar el nacimiento de Cristo. De Cristo al que seguían los hermanos del cuento, mezclados entre la multitud que escuchaba su palabra.
Toda clase de gente formaba la pueblada. Estaban, desde luego, los que creían en que Aquel era el Mesías, haciéndose discípulos suyos. Estaban los menos curiosos, que iban detrás de Cristo como hubieran ido atrás de magos, sofistas o charlatanes de feria. Estaban los que, dispuestos a admitir que Cristo era el Masías, sólo esperaban de él que los liberara del invasor romano. Estaban los enfermos en busca de salud. Estaban los espías de escribas, fariseos, saduceos, herodianos. Estaban Saúl y Elías, tan diferentes uno de otro.
En pos de Cristo, la muchedumbre había atravesado el Mar de Tiberíades embarcada para ello en una flota heterogénea, abigarrada, más vale poco segura. Después Cristo subió a una montañita próxima y allí hablaba al concurso con hermosas parábolas, respondía derechamente preguntas torcidas, daba noticia de su Padre, anunciaba el alto Reino.
Por mucho tiempo el gentío oyó la palabra de Cristo, obteniendo de ella distinto fruto, según las disposiciones de cada cual; la palabra era semilla que caía así en el camino, sobre las piedras o en tierra buena. También de distinta manera la recibieron Elías y Saúl.
Por mucho tiempo el gentío oyó la palabra de Cristo. Se hizo tarde, los oyentes sintieron hambre y estaban lejos de cualquier poblado. Previsores, tanto Saúl como Elías habían llevado unos panes y unos peces. Pocos panes y pocos peces, es cierto, apenas para engañar al estomago. Los demás nada habían llevado.
Para no convidar, Saúl resolvió volverse y, lejos de la gente, comer a solas sus panes y sus peces que, aunque no alcanzaban para matar el hambre, mejor que nada eran. Consideraba Saúl, además, que ya había oído bastante, pues la palabra había caído en su alma como semilla que cae en el camino. El alma de Elías, en cambio, recibía la palabra como recibe el grano la buena tierra. Por eso fue que, cuando uno de los discípulos que acompañaban a Cristo preguntó si alguno tenía comida. Elías ofreció en seguida los cinco panes y los dos peces que guardaba. Los ofreció sin vacilar, con alegría.
Y sucedió que, mientras Saúl, allá lejos, apenas si engañaba el hambre, su hermano Elías, generoso, comió hasta saciarse de aquellos panes y aquellos peces prodigiosamente multiplicados. También la multitud comió hasta saciarse de esos panes y esos peces. Eran cinco mil hombres, sin contar mujeres y chicos.