Es bravo cuando la angurria invade el corazón del hombre. La gente mayor decía que para comer y rascar todo está en empezar. Lo mismo sucede con la angurria: todo está en empezar nomás a rejuntar bienes, a acumular riquezas; después no habrá quien lo pare al angurriento, todo le será poco, nada le ha de alcanzar. Se justificará primero diciendo que se trata de ser previsor, que vaya a saber que puede pasar mañana, que hay que prepararle una posición a los hijos, que hay que prepararle una posición a los nietos.
Más adelante, cuando los bienes amontonados sobren para darle un buen pasar a los hijos, para darle un buen pasar a los nietos, el angurriento seguirá rejuntando igual, por el gusto de rejuntar, por el puro vicio de rejuntar, por la insaciable sed de riquezas.
Don Jacobito era un angurriento. Angurriento que comenzó criando un lechón en el fondo de su casa. Aunque su religión se lo prohibía, don Jacobito pensaba engordar el lechón, carnearlo más o menos clandestinamente y comerlo con su familia. Eso pensaba. Pero un día le ofrecieron una chancha cachorra: la compró. Crecieron el lechón y la cachorra sin que don Jacobito se decidiera a carnearlos. Y su indecisión no obedecía a escrúpulos religiosos pues, aunque guardaba las apariencias, don Jacobito era un descreído. Lo que pasaba es que se le había despertado la angurria.
El lechón y la cachorra se cruzaron y nació una punta de lechones: Como doce serían. Creció el rodeo de don Jacobito y éste no pensaba en otra cosa que en acrecentarlo más todavía. Se privó y se sacrificó con tal de aumentar la piara. Ya no veía la vida sino con forma de chancho. Quería tener todos los chanchos de la región, convertirse en el único dueño del negocio porcino por esos pagos, transformándose en el dictador absoluto del tráfico chanchero de toda Transjordania.
Acicateado por su ambición, por su angurria, don Jacobito fue eliminando la competencia. Hoy compraba la puntita de lechones de uno, mañana rapiñaba los de otro. Señalaba con su muesca chanchos orejanos o, gracias al predominio en el mercado que había conseguido, tiraba abajo los precios en la feria y se quedaba por monedas con la producción de sus competidores chicos. Hasta se había valido de dados cargados y de tabas con dos suertes para multiplicar el chantaje propio, que ya era innumerable a esta altura del cuento.
Fue en una jugada de dados, justamente, donde don Jacobito se quedó con la última piara que aún no le pertenecía en la región. De a poco fue haciendo entrar a su rival y, avanzada la noche, el otro se jugó entero y, con un tiro final de sus dados cargados, don Jacobito lo limpió.
Feliz despertó a la mañana siguiente el angurriento. Ni un chancho quedaba en toda la redonda que no fuera suyo. Don Jacobito saboreaba las mieles del éxito. Y, en su condición de monopolista omnímodo, se preparaba a hacer sentir a sus prójimos el peso de su hegemonía. Ya conocerían los demás las duras condiciones que impondría don Jacobito.
Feliz se despertó esa mañana el angurriento. Imaginó con satisfacción la inmensa piara, de su exclusiva propiedad, que unos porquerizos vigilaban en las afueras.
La felicidad le duró a don Jacobito hasta pasado el mediodía. Pues, en efecto, no serían mucho después de doce cuando llegó demudado una de los porquerizos, para relatarle como Jesús había expulsado los demonios que atormentaban a aquel hombre que vagaba por los contornos de la ciudad donde vivía don Jacobito: Gerasa.