María nació tan linda como las mujeres lindas que nacen lindas. Tan linda que pronto se dio cuenta de que era linda.
Encarar la vida con la certeza de lucir bella facha parece una ventaja. Pero también tiene sus contras, no vaya a creer. La familia de María era una familia acomodada, con propiedad en las afueras de Jerusalén. De modo que, a más de las ventajas que derivaban de su hermosura, disfrutaba María las ventajas de una buena posición. Y aquí vienen las contras.
Como sus padres estuvieron embobados desde el vamos con la lindura de María, aflojaron la mano en su educación. Con dos mohines o un puchero supo pronto la chica conjurar retos y chirlos, transformándose de a poco en una consentida. La consintieron sus padres, la consintió el rabino, la consintieron los chicos del barrio, la consintieron los vecinos de enfrente.
Pero la malacrianza de María no afectó nunca su gran corazón. Pues a más de la finura de su porte; la chica era de buena índole, arrebatada eso sí y voluntariosa pero, como digo, generosa de alma, leal y consecuente.
Es peligroso cuando se mezclan belleza y mala crianza, arrebato y capricho, por mucho que un buen corazón anime combinación tan riesgosa. Si a eso le agrega usted el langor del Oriente, la dulzura del clima, el azul transparente de las noches largas, el vino fresco y la sangre ardiente, resultará una suma de circunstancias capaz de voltear al más pintado. A la más pintada en el caso pues, ya señorita, María no mezquinó las pinturas que destacaban sus ojazos negros y sus labios perfectos.
Así, linda y malcriada, María que era buena, llegó a convertirse en lo que se llama una mala mujer. Tornadiza su voluntad, desorientado su espíritu, sin riendas su corazón, escandalizó con su conducta a la gente decente de Jerusalén. A la gente decente y a otra que, sin serlo, fingió escandalizarse para aparentar decencia.
Y lo que empezó como un capricho de consentida vino a dar en pasión turbulenta. Palacios y tugurios de la ciudad supieron del desenfreno que signó la juventud de esa muchacha, cuyo nombre se gritaba en las tabernas y susurrábase en el mismo Sanedrín.
Cierta tarde de otoño se cruzó María con un oficial romano que, al mando de sus hombres, volvía desde Cesarea. Quedó el conmovido por la estupenda belleza de la mujer y ésta. Cuyo corazón se había ido marchitando para el amor noble, lo sintió latir sin embargo con una emoción que creía definitivamente perdida.
A partir de esa tarde sólo vivió el oficial para hallar nuevamente a María. Y ella desbrozó el camino para otra vez la encontrara el romano. Soñaban el uno con el otro como dos adolescentes enamorados y no se ocultaron sus sueños cuando coincidieron en un convite ofrecido por el Procurador. Avergonzada ocultó María su condición al soldado. Y éste, transportado da alegría, tampoco quiso establecerla.
María conoció un amor limpio. Y como el buen amor antepone la felicidad del otro a la propia, resolvió un día terminar con ese amor antes de destruir la vida del hombre que quería. Así, con dolorosa decisión y sin explicación alguna, se despidió para siempre del oficial que pronto partiría, llevado por la guerra hacia otra frontera del Imperio.
Ya había zarpado la nave que conducía al soldado cuando, de parte de éste, recibió María un regalo que le recordaría el primer amor limpio de su vida apasionada. Regalo que consistía en un vaso de alabastro conteniendo exquisito perfume de nardo puro.
Y fue ese vaso de alabastro conteniendo exquisito perfume de nardo puro, recuerdo de un amor limpio, el que María Magdalena quebró para ungir unos pies que serían traspasados: un recuerdo de amor ofrecido al Amor.