Financista al por menor es lo que venía siendo Simón. Realizaba préstamos pequeños con intereses grandes. Tan grandes como lo admitían las costumbres vigentes y las argucias Jeguleyas, mediante las cuales los fariseos permitían hacer lo que la Ley prohibía. También era cambista.
La astucia de Simón lo había transformado en un precursor, pues, de modo rudimentario es cierto, pero eficaz al fin, llegó a urdir modalidades de crédito desconocidas en su tiempo y que, con el correr de los siglos, llegarían a constituirse en fructíferos procedimientos del quehacer bancario. Así, en la trastienda del sucucho que ocupaba en cierta callejuela de Jerusalén, se concluían operaciones cuya complejidad no impedía que, siempre, dejaran a Simón jugosas ganancias. Las monedas que salían de sus arcas retornaban multiplicadas. Cuando no era así, distintas parcelas de tierra, alguna majadita, enchidos odres de vino, herramientas y utensilios, venían a engrosar en especie el patrimonio de Simón.
Como cambista manejaba hábilmente el fárrago de monedas que circulaban, legal o clandestinamente, por la nación palestina. Monedas judías y romanas, persas y fenicias, griegas y egipcias. Dracmas y didracmas, talentos y denarios, oro, cobre, plata, estaño. Cada transacción, cada trueque, resultaba ventajoso para Simón y acrecentaba su numerario.
En fin, que a Simón el cambista las cosas le iban bien. Sin embrago, un deseo obsesivo lo asediaba. Quería instalar su negocio en el atrio de Templo, al pie mismo de la primera columna, junto a la ancha base del soportal formidable. Era aquel un lugar privilegiado y, si suministrar la moneda requerida a quienes llegaban para hacer su ofrenda era negocio infalible, aposentarse junto a la primera columna aseguraba abundante clientela.
A mil argucias y trapisondas acudió Simón para alcanzar se objeto. Intrigó, halagó, defraudó, amenazó, forzó. Logró finalmente poner pie en el atrio. Pero lejos aún de esa primera columna que era causa de sus desvelos. Poco a poco, multiplicando las intrigas, los halagos, las defraudaciones, las amenazas, fue mejorando la ubicación de su puesto. Mientras tanto, infalible en las operaciones de cambio y certero en la concertación del crédito, continuaba Simón incrementando su fortuna.
Por fin, una maniobra sagaz y despiadada le permitió sentar sus reales al pie de la primera columna del atrio. Consiguió doblegar la resistencia de quien ocupaba el lugar apetecido insinuando que podría divulgar cierto infamante secreto que le atañía y que conoció Simón pagando por él alto precio.
Radiante estableció el cambista su puesto bajo la primera columna del atrio. Y aprestábase a iniciar sus transacciones cuando una voz llenó el recinto. Una voz rica, vibrante de justo celo, inapelable: “escrito está”, decía, “mi casa será llamada casa de oración, pero vosotros la habéis convertido en casa de ladrones”.
Desparramadas por el suelo quedaron las monedas. Y Simón, mientras disparaba, sintió que le cruzaban el lomo con un par de lonjazos. Nunca volvió a instalar su puesto junto a la primera columna del atrio.
Y fue Mateo, casi colega suyo, el que le abrió el entendimiento, tiempo después.