Nació en las manos morenas de un alfarero, que lo fue conformando a pura palma y pulgar mientras la arcilla giraba en el torno primitivo, meta vuelta, meta vuelta. La arcilla –greda más vale- provenía de un socavón en las afuera: greda rojiza, con mucho pedregullo fino, pequeñitos pedazos de caracoles y relumbrones de sílex.
Traqueteaba el torno, monótono, seguidor, a la sombra escasa de una palmera, al abrigo de unos paños de carpa que cortaban el viento caldeado, paños pardos con listas claras, perfumados por el untuoso olor de los rebaños donde hallaban origen próximo. Y el cántaro fue alzando su perfil airoso, la curva simetría de su volumen, a pura palma y pulgar, meta vuelta.
Era un cántaro de buen porte, pariente misterioso de esos huacos que, en las antípodas desconocidas de Palestina, albergan ya momias de reyes y el oro de los incas. Era un cántaro que, terminado, se destacaría entre sus congéneres, mientras el sol implacable iría bebiendo la humedad de su greda, mientras el fuego lento le otorgaría temple, dejando en el vientre cóncavo una impronta oscura, casi azul.
Fue cántaro de casa grande. Prestó servicios muchos años, cántaro fiel, guardando agua fresca en un fresco rincón del patio fresco. Conoció la conversación menuda de las mujeres, dando cuenta de amores y de hilados y de niños. Conoció la conversación grave de los hombres, dando cuenta de guerras y denarios, de viajes y vendimias. Supo de salmos y holocaustos. Supo de la tradición remota, de la promesa divina que se ligaba a la posesión de esa tierra, de esa greda rojiza con mucho pedregullo fino, pequeñitos pedazos de caracoles y relumbrones de sílex. Prestó servicios muchos años, cántaro fiel.
Cierta vez, entre la conversación menuda de las mujeres y la conversación grave de los hombres, oyó nuestro cántaro hablar de un hombre, de un maestro que empezaba a sembrar la buena nueva del Reino con su palabra trashumante.
Y un día se rompió el cántaro. Después de prestar buenos servicios, por uno de esos motivos sonsos por los que se rompen los cántaros, este cántaro se rompió. Hubieron de tirar sus pedazos, para que aquella greda rojiza se confundiera con la greda rojiza del suelo viejo. Pero el dueño, el dueño de la casa grande, resolvió prolongar la vida del cántaro fiel. Y, unidos sus pedazos, ajustados los trozos en su lugar con grapas de hierro, recobró el cántaro la curva simétrica de su volumen.
Ya no era un cántaro perfecto, el cántaro intacto de ayer. Hasta, si ello fuera posible, diríase que necesitó un poco de humildad para seguir sirviendo, con esas grapas de hierro que recompusieran su estructura rota.
Hubo una fiesta grande en la casa grande. Fiesta de bodas, fiesta de casamiento. Invitados numerosos llenaron de bullicio los patios. Nutritiva fragancia de corderos asados saturó el aire. El espíritu alegre del mosto animó la concavidad de los cántaros alineados, entre ellas la del cántaro quebrado y recompuesto.
Mientras bajaba el vino en los cántaros, subía el bullicio en los patios. Bajaba el vino y subía el bullicio hasta que el vino se terminó. Y, cuando el vino se terminó, el cántaro fiel oyó una voz de mujer, una dulce voz de mujer que decía: No tienen vino.
Luego, al sentir en su entraña mineral la transmutación milagrosa, al impregnarse greda rojiza con el aroma sin par de aquel vino nacido del prodigio, supo el cántaro para qué había sido recompuesto, comprendió, por así decirlo, el valor de seguir sirviendo, aún con sus grapas de hierro. Con esas grapas, que. Inútiles ya habían caído al pie del cántaro. Del cántaro intacto como ayer, aunque tal vez nadie advirtiera ese detalle.