Toda la vuelta de la tierra se veía desde allá arriba. El concierto de todas las lenguas llegaba hasta lo alto del monte. Y la mezcla de todos los olores, miasmas o perfumes. Si hasta parecía que podían tocarse las texturas del universo, lisura del mármol, rugosidad de cortezas.
Toda la vuelta de la tierra se veía desde allá arriba. Se la veía en su configuración geográfica apenas conocida por entonces, con sus dos continentes aún no descubiertos, con altos espinazos de sus cordilleras, con sus llanuras agrias o feroces, con los ríos que ondulaban por comarcas no copiadas por la cartografía, con oscuros bosques de coníferas que flanqueaba el invierno y con exceso vegetal de las selvas nutridas por los mediodías del trópico.
Pero, desde allá arriba, diríase que la geografía quedaba reducida a un esfumado segundo plano, relegada al papel accesorio de marco, de engaste, para el panorama animado por la vida del hombre. Así, continentes y comarcas, cordilleras y llanuras, bosques y selvas, apenas aparecían como un vago apoyo escenográfico para el protagonismo de la gente, de la gente numerosa que poblaba la anchura del planeta.
Y, allí, desde lo alto, ambos espectadores contemplaron palacios imponentes, con paredes de pórfido y de amatista, con columnas de plata, con trinarías de ébano, que albergaban la soberbia de reyes idiotas, la obsecuencia y la avaricia de cortesanos hipócritas, el engreimiento de los favoritos y la envidia de los dignatarios desplazados.
Y contemplaron templos de dioses sangrientos, servidos por sacerdotes implacables y aprovechados proveedores, visitados por multitudes que, así como a veces imploran de esos fetiches ventura y salud, muchas otras pedían la desgracia para el vestuario, la enfermedad para el rival, el éxito para intrigas inconfesables.
Y, allí desde lo alto, ambos espectadores contemplaron el tráfico de los mercaderes, ávidos de ganancias, infatigables en la trama de complejas transacciones destinadas a perjudicar al otro contratante, duchos en medidas falsas, en monedas de rebajada ley, en escamoteos y sustituciones. Contemplaron el tráfico de los mercaderes, que se realizaba en zocos vocingleros, en trastiendas clandestinas, con fingida displicencia o con voracidad manifiesta.
Y, allí desde lo alto, ambos espectadores contemplaron los crueles exterminios de los pueblos enteros, pasados a cuchillo por las mesnadas de naciones poderosas, que apetecían las buenas tierras y los pastos tiernos y las reces gordas que poseían aquellos pueblos diezmados.
Y contemplaron la versatilidad de las turbas, capaces de aclamar al vencedor de hoy y de hacerlo pedazos tras la derrota de mañana, abiertas al halago y cerradas a la exigencia del esfuerzo. Y contemplaron los terribles enconos disimulados bajo la aparente tranquilidad de aldeas y villorrios. Y el odio cubierto por la disimulada armonía de familias signadas por opuestos egoísmos. Y al recaudador que retenía para sí los impuestos abusivos que colectaba. Y al escriba, docto e injusto. Y al pastor holgazán. Y al soldado cobarde. Y a la mujer chismosa. Y al profeta farsante. Y al funcionario venal. Y al jugador tramposo. Y al juez inicuo.
Todo eso, desde lo alto del monte, contemplaron ambos espectadores. Fue una sonsera del diablo querer tentar a Jesús ofreciéndole los reinos de la tierra. Ofreciéndole aquellas partes de los reinos de la tierra regidas por el diablo.