Malos caminos para caminar eran esos caminos. Que de caminos tenían poco, sendas más vale, picaditas, rastrilladas imprecisas. Polvorientos de día, espinas y cascotes. Imposible transitarlos de noche por el ligero de fieras, precipicios, ladrones. Claro que los ladrones también solían aparecer en pleno día.
Malos caminos para caminar eran esos. Pero no había otros. Y por uno de esos caminos, polvoriento, pura espina y cascote, caminaban el hombre y el burro; sobre el burro, la mujer; en brazos de la mujer, el niño. El hombre, la mujer, el niño. Y el burro, al tranco.
Iban solos en la soledad grande, al tranco del burro. No había conseguido ninguna caravana que marchara con su rumbo para viajar en compañía. Y, solos, ya dejaban atrás la llanura para alcanzar unas montañas, entre las cuales el camino se volvía valle. Resecas y peladas las montañas, caldeadas por el sol de día, ateridas por el frío de noche.
Un trecho habían avanzado por el desfiladero cuando José, que caminaba delante llevando del cabestro al burro, tropezó con un obstáculo disimulado: una soga finita, a flor de tierra, cruzaba el sendero. Y el tirón de la soga hizo sonar en cencerro allá lejos, en la guarida de los ladrones. Ladrones de esos que también solían presentarse en pleno día.
Parecieron absurdas tanta espada y tanta lanza, tanta daga y cachiporra, desplegadas ante la mansedumbre de los viajeros. Ante la mansedumbre de esos viajeros que casi nada llevaban encima. Tan absurdo resultó el despliegue de armas frente a la mansedumbre y pobreza de los viajeros, que el mismo jefe de la banda se sintió avergonzado cuando hicieron comparecer delante suyo a los cautivos, en la oculta guarida de los malandros.
-¡Chambones! –Gritó a sus hombres. -¿Para qué agarran a esa gente? ¿Me quieren decir qué van a robarles? Y, encima, le descubren este aguantadero secreto. Chambones, eso es lo que son, chambones.
-Los matamos, jefe –propuso el peor entrazado de los ladrones. –Los matamos y no han de contar nada.
-Cállate –retrucó el jefe. –Más vale que te calles.
El alma negra del jefe se había conmovido a la vista de Jesús, María y José. Sobre todo a la vista de Jesús, de Jesús chiquitito, de Jesús que tenía la misma edad que su hijo pequeño. Que su hijo enfermo, tan enfermo que se moría en brazos de la madre, al reparo de esa cueva que era refugio de la banda.
Toda la comodidad que podía ofrecer el jefe de los salteadores hallaron Jesús, María y José, en el interior de la cueva. Agua fresca, leche cremosa, queso, dátiles. Hasta un baño tibio para Jesús chiquitito.
Ya María había secado a Jesús chiquitito cuando, por lo bajo, le indicó a la mujer del jefe de los ladrones que en esa agua bañara también a su hijo, a su hijo enfermo, tan enfermo que se moría. Fue
Meterlo al agua y quedar curado el chico. Ese chico que también sería un jefe de una banda de ladrones, como su padre. Ese chico que se llamaba Dimas.