Mediaba una tarde de verano en la pampa. En una pampa antigua, aún sin caballos, sumergida en la prehistoria. Muchas tardes de verano había conocido la pampa y muchas conocería todavía. Pero aquella era una tarde singular.
El sol seguía pegando fuerte y derretía la lejana línea del horizonte, donde campo y cielo se fundían en vapores imprecisos. Y despertaba lejanas brillazones de salitrales. Y alentaba ráfagas que se enroscaban en remolinos súbitos: remolinos que disparaban dejando una estela fugaz de pajonales ondulados a su paso.
Apenas un par de nubecillas allá arriba. Junto a una laguna, apoyada en breve barranca alzada hacia el naciente, una toldería continuaba la siesta, aplastada por el calor y la soledad.
Tarde singular aquella. Sin embargo, no es fácil precisar en qué radicaba la singularidad de aquella tarde. Difícil establecer los pequeños detalles, los signos confusos, los síntomas sutiles, los presagios leves, que hacían de esa tarde en la pampa una tarde singular. La más singular de todas las tardes.
Era como si una inmensa expectación se hubiera apoderado de la naturaleza toda. Como si el universo, detenido, contuviera el aliento. Pues, en efecto, pareció que hasta el sol, interrumpía por un instante su carrera hacia el ocaso, brillara inmóvil en lo alto. Las pocas nubecitas que matizaban el azul de la atmósfera clavaban una sombra fija en la llanura reseca. La espiral de los remolinos se diluyó entre los pajonales. Y el follaje escueto de algunos caldenes dejó de estremecerse al cesar el último suspiro del viento.
Suspendieron sus gambetas los ñandúes y calló el zumbido rasante del vuelo de las perdices. El planeo de los caranchos transformándose en flotación ingrávida. Aguardaban los zorros en sus cuevas y se apagaron las brazas que los churrinches encendían en el paisaje. Hasta la nación diminuta de los insectos diríase que había clausurado su actividad incesante: los caminos de las hormigas eran quietos regueros de tizne; no fastidiaban moscas ni jinetes; entre los yuyos eran las mariposas detenidas flores. Sólo las víboras demostraban curiosa inquietud.
También los hombres se quedaron en suspenso, al aguardo de algo, enorme, cosmogónico, misteriosamente intuido, oscura y vehementemente esperado desde siempre. Sólo el hechicero de la tribu, como las víboras, demostraba curiosa inquietud.
Serían quizá las cinco de la tarde cuando la expectación que paralizaba el universo alcanzó su punto culminante. Aquella tensión de la espera se hizo casi dolorosa en su extrema dulzura. Y, entonces, desde ese cielo donde apenas se boyaban un par de nubecitas, bajó el canto indescriptible. Bajó el canto de los ángeles que hacían: gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad. Bajó el canto que, al mismo tiempo, repetían los ángeles en la medianoche invernal de Belén.