Siete pisos, tiene la torre donde está el rey. Y tiene siete pisos porque el rey sabe que siete es número perfecto. Y cada uno de los pisos de la torre es de un color diferente, de modo que en los siete pisos de la torre se conjugan los siete colores de la luz.
Amarillo es un piso, y está construido con piedras sulfúricas, acumulándose allí pepitas de oro, rubias placas de carey, límpidos topacios. Verde es otro piso, y está construido con rocas cupríferas, acumulándose allí tallas en jade, esmeraldas deslumbradoras, hojas de raro perfil. Púrpura es otro piso, y está construido con granito cárdeno, acumulándose allí facetados granates, paños de color profundo, flores plantadas en vasos de trasluz vinoso. Azul es otro piso y está construido con lapisázuli, acumulándose allí maravillosos zafiros, fingidos firmamentos de vidrio nocturno, redomas y templados puñales. Violeta es otro piso, y está construido con amatistas, acumulándose allí esmaltes y jeroglíficos, teñidos mantos de oscuro simbolismo, seleccionadas ágatas. Anaranjado es otro piso, y está construido con duros ladrillos, acumulándose allí graciosas ánforas, estatuillas de cerámica, sorprendentes objetos de ámbar. Rojo es otro piso, y está construido con mármol sangriento, acumulándose allí rubíes, lacas, ancenóidos cristales, fraguas, hornillos, crisoles.
En el último piso azul, está el rey: el rey que busca la verdad, el rey que espera. Está en el último piso de la torre, donde el azul que lo circunda armoniza con el azul que le rey escudriña al través de superpuestas lentes. Porque, desde el último piso de la torre, el rey navega el cielo de la noche oriental, observa las constelaciones, anticipa mágicas conjunciones de astros inscriptos en nomenclaturas herméticas.
Desde siempre anduvo el rey tras la verdad. Desde siempre estuvo el rey a la espera, buscando el signo, aguardando el anuncio. Supo desde temprano que los tiempos estaban a punto de madurar y que un signo oficiaría de anuncio. Desde temprano lo supo, pero en forma vaga, confusa. Lo supo por medio de oscuros mensajes envueltos en la simbología frondosa de antiguos papeles. De antiguos papeles conservados con veneración por un pueblo extranjero.
Toda la vida consumió el rey procurando develar el signo, procurando establecer con exactitud el modo del anuncio. Aprendió desconocidas lenguas y descifró escrituras enigmáticas. Interrogó a los astros y se propuso interpretar el sentido de sus secretas influencias. Desmenuzó gemas para aprender la incidencia posible del carbuncio y el ópalo en los humores del temperamento o en las ficciones entre cada metal y cada destino del hombre. Y, cuando todos lo tuvieron por sabio, se convenció el rey de su ignorancia.
Pero, pese al asombro en que desembocaban sus conocimientos, pese a la convicción sobre su ignorancia, conquistada tras arduos estudios, el rey había logrado establecer con notable aproximación el modo del anuncio y estaba por develar el signo. Dadas tales inminencias, redoblaba el rey sus esfuerzos y sus interrogaciones.
En el último piso de la torre, en el piso azul, está el rey. Escudriña el cielo al través de supuestas lentes. Sólo le falta adquirir certeza experimental, comprobar la realidad de sus suposiciones. Anhelante, navega una vez más el azul de la noche oriental.
Y, de pronto, descubre el signo. Súbitamente comprueba el modo del anuncio. Allí, brillante, nítida, recién nacida, se destaca la estrella esperada. El tiempo se ha cumplido y así la anuncia la estrella. El rey Melchor se dispone a partir.
También, desde sus reinos, partirán Gaspar y Baltazar.