Los trenes pertenecen, por lo menos,
al reino animal.
SANTIAGO ESTRADA, en conversación con
mi padre, años atrás.
INTRODUCCION
En tren de explicar mis aficiones ferroviarias, suelo decir que son heredadas. Y, para acreditar lo dicho, parece oportuno transcribir algunos pasajes correspondientes a las Memorias de mi abuelo Angel Gallardo, que oficiarán también como introducción para este libro.
“... Y efectivamente el ferrocarril fue un hecho, pues comenzó la construcción de los desmontes y terraplenes y con rapidez se pusieron a tender los rieles.”
“El tranway rural de Lacroze, lo había precedido en un año. Era un tranway a caballo, cuyas yuntas andaban al galope unas dos leguas, hasta el próximo relevo, donde era sustituida por una fresca la yunta fatigada de la etapa anterior. El viaje duraba de dos horas a dos horas y media. El ferrocarril creo que empezó a funcionar en 1887, de una manera muy rudimentaria. No había más estaciones que Palermo, Caseros, Muñiz, Pilar, Cortínez, Agote, Mercedes y había sólo dos trenes de ida y dos de vuelta. Su horario era tan inseguro que los pasajeros iban a la mañana a la estación Muñiz, por si pasaba el tren. Nadie se apresuraba a tomar boleto, pues cuando el tren se atrasaba, muchos tomábamos el tranway. El jefe de estación, después de consultar por teléfono, salía al anden antes que pasara el tranway y decía: “Señores pasajeros, pueden tomar boletos con confianza. El tren ha salido de Pilar”. Otros días nos confesaba que todavía no se sabía nada del tren.”
“... Los viajes a La Chacra habían despertado en mí un gran entusiasmo por el ferrocarril y especialmente por las locomotoras. Las conocía casi todas por su número y por sus nombres pues en aquel tiempo las locomotoras tenían nombre como los buques.”
“Durante la Revolución del 80 concentraron casi todas las locomotoras en la ciudad, desde la estación del Parque hasta la del Once. Yo recorría esas calles viendo como una colección, las locomotoras que apenas podía ver en tiempos ordinarios en su rápido pasaje. Allí estaba la N° 1, “La Porteña”, “Río de la Plata”, “Norte”, “Pergamino”, “Voy a Chile” y todas las demás con un nombre pintoresco, tanto las de pasajeros, como las de carga y las máquinas auxiliares de maniobras. Después de pasada la revolución y en vista de mi amor por las locomotoras, Anita me consiguió autorización del Ing. Rómulo Ayerza, director de los Talleres del Oeste, para visitar ese establecimiento, en la esquina de Corrientes y Centro América. Concurría allí por las tardes y veía armar y desarmar las locomotoras, funcionar los tornos y los pilones y llegué a conocer todas las piezas de una locomotora con sus nombres y sus funciones. Después olvidé mucho de eso cuando estudié ingeniería.”
“... Yo extrañaba mucho la amplitud de La Chacra, los paseos a caballo y mi principal diversión que era ver pasar los trenes desde el portón y comprobar el pasaje de “mis” locomotoras amigas y de otras nuevas y más poderosas que se estaban introduciendo en el país.”
“Con José León habíamos fabricado y pintado semáforos y discos de señales, construido cambios de vías y hacíamos circular por unas vías que habíamos instalado, trenes de juguete.”
ANGEL GALLARDO De sus “Memorias”
Desde algún territorio perdido en la distancia
regresan lentamente los trenes de mi infancia.
Y regresan con ellos fragancias extranjeras
del carbón importado que ardía en sus calderas.
¡Ay, carbones de Cardiff y del Sarre, carbones
que sahumaban el aire de nuestras estaciones!
Desde algún territorio de nostalgia y quietud
vuelven trenes que dicen: Ferrocarril del Sud.
Abandonan herméticos cementerios distantes
donde fueran un día, como los elefantes,
a morir dignamente, a esperar que el paisaje
los fuera diluyendo para concluir su viaje.
Los dedos de la lluvia quitaron sus barnices;
se herrumbraron los émbolos de sus ruedas motrices.
Los líquenes y el musgo formaron archipiélagos
sobre los tapizados, llegaron los murciélagos.
Creció pasto en los ejes cargados de kilómetros
y una pátina verde recubrió los manómetros.
Se astillaron los vidrios de algunos coches-cama
con letras enlazadas formando monograma.
Mientras, en las inertes palancas de metal,
laboriosas abejas labraron su panal.
Y en la melancolía de los quietos vagones
anidaron ruidosas bandadas de gorriones.
Pero han resucitado los trenes de mi infancia,
los trenes que cruzaban por atrás de la estancia.
Dejaron sus mortajas de yuyos, de humedad,
de insectos y de polvo, de olvido y soledad.
Y bulle en sus entrañas la energía poderosa.
del vapor que acelera su marcha clamorosa.
Cada máquina finge volcanes circunscriptos
y algunas, al costado, llevan nombres inscriptos.
Nombres de calle o buque, digamos “Golondrina”,
“Mariposa”, “Calandria”, “Picaflor”, “Argentina”.
Repican a su paso campanas solidarias
que ya habían silenciado sus voces ferroviarias.
Campanas y silbatos de registros agudos,
telégrafos que envían mensajes tartamudos.
Transitan por ramales con rieles oxidados
que adustos funcionarios suponen clausurados.
Circulan por discretos ramales suprimidos,
borrosos en las fojas de expedientes perdidos.
Los trenes de mi infancia, inmóviles por lustros,
despiertan estaciones cercadas de ligustros.
En las boleterías una luz amarilla
va dorando los bronces de cada ventanilla.
Se encienden salamandras que atemperan los fríos
en las Salas de Espera con asientos vacíos.
Florecen nuevamente campanillas marchitas,
salpicando de azules las desiertas garitas.
Y en los paso-niveles, alguno, no sé quién,
ha colgado un nocturno farol de querosén.
Los trenes de mi infancia ya salen campo afuera,
dividiendo un oleaje de paja y cortadera.
Avanzan hacia el punto donde está la confluencia
de los rieles que mienten su falsa convergencia.
Alguna mariposa sobre el frente se estampa:
fugaz escarapela que concede la pampa.
Suscitan a su entrada pequeños terremotos
que conmueven andenes de pueblitos remotos.
Los aguardan mil tarros lecheros, esos tarros
que trae la madrugada con un trote de carros.
Y las yuntas de pollos, y el eterno viajante
de comercio que baja poco más adelante,
los galpones enormes repletos de cereal
y un criollo en uniforme de agente provincial,
los tanques donde beben las máquinas jadeantes
y la fina garúa que moja sus tirantes,
muchachas vespertinas de Huetel o Cañuelas
que tomadas del brazo sueñan tristes novelas.
Los trenes de mi infancia pasan por Pirovano,
por Temperley, por Lobos y van de contramano,
siguiendo los desvíos, que en su juego mecánico
conservan el sentido del tráfico británico.
Lo mismo las señales que dan paso al convoy,
pues se bajan en Devon igual que en Chivilcoy.
Y al lado de mis trenes yo voy de contramano
desandando camino rumbo a un tiempo lejano.
Era chico. Llegábamos después de medianoche
al pueblo y esperábamos sin bajarnos del coche.
Con todos sus faroles la estación se ilumina
y el viento silba apenas en una casuarina.
Hay sulkys y volantas, muy pocos automóviles;
caballos dormitando, resignados e inmóviles.
Hay un peón ferroviario con gorra de visera.
hay algunas mujeres en la Sala de Espera.
De cuando en vez mi padre se acerca hasta la vía
para observar si el faro no se ve todavía.
(No obstante que los trenes siempre cumplen su horario
y a nadie se le ocurre suponer lo contrario.)
De modo que al momento ya previsto desde antes
surgirá un resplandor tras las lomas distantes.
Nos bajamos del coche, pasamos al andén,
y los rieles se encienden al acercarse el tren.
Me alejan unos pasos, materna precaución
para evitar del vértigo la temida succión.
La tierra se conmueve y la máquina pasa,
el vapor nos envuelve con su nube de gasa.
Un estruendo de fierros y ruedas que patinan,
resuellos decrecientes que luego se terminan.
Pero antes que se apaguen los ruidos del metal
se ha descolgado un guarda que es casi un mariscal.
Subimos las valijas, empiezan los adioses,
hay encargos cruzados en diferentes voces.
Y después, infalible, la despedida trunca
de alguno que no viaja pero no baja nunca.
Un toque de campana, comienza la aventura:
el tren se pone en marcha por la dulce llanura
y se aleja del pueblo con un largo silbido
mientras yo a la litera de arriba me he subido.
Los jaboncitos mínimos, olor de acaroína
en las sábanas rígidas, el agua en la sentina
(la sentina del techo, donde el agua potable
se hamacaba al influjo de la marcha inestable)
y siempre esa presencia, cierto sello especial,
que dejaba en los trenes una impronta naval.
Tal vez fuera el barniz, quizá fueran los bronces
o las nobles maderas que se usaban entonces.
Y el canto de las ruedas, opaca letanía
que convocaba al sueño con su monotonía.
Y despertar ansiosos al rayar la mañana
cuando el guarda rascaba la pequeña persiana,
la persiana pequeña que daba al interior
del vagón, avisando que se abría el comedor.
¡Aquellos comedores de mi ferrocarril,
verdaderos palacios para un mundo infantil!
Espejos biselados, tulipas de cristal
y las listas de precios detrás de un vidrio oval.
Suspendidos del techo, ventiladores lentos
removían el verano con amplios movimientos.
En sus boles plateados la sopa de verduras;
los whiskys escoceses y las salsas oscuras,
el café que los mozos servían sin volcar,
no obstante los bandazos del vagón al andar,
vasitos de cartón, mermeladas inglesas
de frutilla o naranja, de grosella o frambuesas.
Se concluía el desayuno sobre el puente magnífico
que cruzaba el Riachuelo detrás de un frigorífico.
Y cada ventanilla recortaba jirones
de patios con higueras y esquinas con buzones
y parrales cubriendo modestas azoteas
y fábricas fumando por altas chimeneas.
Los trenes de mi infancia, ya en su avance final,
superaban los trenes de trayecto local.
Que eran trenes burgueses, de existencias tranquilas,
llevando carboneras que parecían mochilas.
Y un dédalo de vías nos traía la emoción
que confirmaba el guarda: ¡Plaza Constitución!
Catedral ferroviaria cuyas naves sonoras
tiznaba la humareda de las locomotoras.
Los grandes paragolpes semejan baterías
de cañones que apuntan directos a las vías.
Hay relojes que tienen dos caras, como Jano,
hay gente que se abraza o se tiende la mano.
Y había una maravilla colmando mi ansiedad
de chico deslumbrado que llega a la ciudad:
en su caja de vidrio, sobre cierta peana,
se hallaba una estupenda locomotora enana.
En ella aparecían copiados al dedillo,
los menores detalles, tornillo por tornillo.
Y, suprema delicia, poniendo unas monedas,
sus luces se encendían y giraban sus ruedas.
También aquel prodigio se perdió en el misterio,
tal vez se lo llevaran al breve cementerio
que alberga los juguetes que van a la basura,
contiguo al de los trenes de más envergadura.
Es allí donde yacen los trencitos a cuerda,
junto a viejos expresos que ya nadie recuerda.
Pero ahora que vuelven los trenes de mi infancia,
consumiendo carbones de extinguida fragancia;
pero ahora que llegan desde un vago suburbio
perdido en la distancia, difuminado y turbio,
regresará con ellos, flamante su pintura
y brillantes sus luces, el tren en miniatura.
Volverán todos juntos: la máquina pequeña,
los trenes de juguete, los expresos a leña.
Y yo, mientras mi madre me tiene de la mano,
los estoy esperando, de nuevo, en Pirovano.