Francisco Fonrnieles –pintor-
y Domingo E.Taladriz –impresor-
que hayan hecho de este libro
algo tan lindo de ver.
J.L.G
EL DIA PRIMERO
Una vez comenzó la luz.
Y la luz alumbró su propio alumbramiento.
Y sus dedos modelaron el volumen y los contornos
y las distancias que habitarían el mundo.
Y desde la densidad hostil de las tinieblas
ascendieron los colores.
Y fueron posibles los barriletes y las banderas y las
señales ferroviarias y el azul de los jacarandás.
Y se dispersó en los siete arcos del arco iris,
Y en un hilo ardiente descendió por secretos
pasajes hasta la cámara real de las pirámides.
Y acuñó su reverso de sombra.
Y mensuró el tiempo en los relojes de sol. En los
relojes de sol que mensuran un tiempo de parques
y de céspedes húmedos y de bicicletas:
de bicicletas inglesas, desde luego.
Y ardió en la primera llama que ardió en los ojos
jubilosos del primer hombre.
Y fingió las imágenes vacías de los espejos. Y de
los espejismos.
Y rasgó la polvareda de los combates con el
centelleo circular de las espadas.
Y viajó hasta las profundidades del Mediterráneo
para descubrir el asiento de las Columnas de
Hércules y las ánforas sumergidas
y los sextercios con el perfil borroso
de César.
Y pintó con dorado el rectángulo hospitalario de
una ventana abierta en plena noche.
Y se multiplicó en aquellos puñalitos de vidrio que
el invierno siembra en los potreros.
Y dicen que se volvió incendiaria en el conjetural
Fuego Griego.
Y se disfrazó de vigilante para trepar a los
semáforos.
Y reveló apenas las catástrofes del Terciario.
Y escapó sin aviso previo de los encendedores
fallidos.
Y encendió la jardinería medieval de los vitrales
para esmaltar con santos una penumbra de ojivas.
Y adquirió deslumbradora dureza en la energía
científica del Rayo Laser.
Y pobló con limaduras de oro la barra oblicua que
atraviesa los postigos de la siesta. Siesta de
estancia y veraneo. Siesta de camisón y
Padrenuestro.
Y navegó el agua convexa de las lentes para alejar
la proximidad de las bacterias y para aproximar la
lejanía de las constelaciones.
Y convocó la alegría de los chicos en torno a las
fogatas de San Juan.
Y edificó las auroras boreales.
Y, enceguecida de blancura, tiró baldazos de cal
contra las tapias de Argelia y de Creta y de
Seclantás.
Y, mariposa de fuego, dijo de una Presencia
suprema en los sagrarios.
Y parpadeó junto a las acequias con la
esmeralda intermitente de los coyuyos.
Y asumió la plenitud del mediodía.
Y se astilló en el centro mismo de los diamantes.
Y alfombró con faroles paralelos el asfalto mojado
de las calles.
Y fue antorcha y fue estrella y fue candelabro
y fue rocío y fue luz, trasluz y contraluz.
En el día primero Dios creó la luz y vio que
era buena.
EL DIA SEGUNDO
Una vez comenzó el cielo.
Un cielo que aún no era contrafigura de tierra
alguna.
Un cielo que tampoco era paraíso.
Un cielo que se llamó firmamento.
Un cielo que se volvió celeste para que navegaran
nubecitas de algodón.
Y que aprendió a desteñirse de a poco para
permitir la llegada del amanecer.
Y que contuvo todos los ceibos de ocaso.
Y que, después de las tormentas, reunió los siete
arcos de la luz para erigir el pórtico del arco iris.
Y dejó marcadas sus huellas en la harina de la
Vía Láctea.
Y colgó una Estrella Polar frente a la proa de
los navegantes.
Y, coronado de glicinas, se asomó a las verjas
de San Isidro.
Y tradujo los presagios del clima.
Y admitió las líneas arbitrarias con
los que astrónomos dibujaron las constelaciones.
Las admitió para hacer posibles la Osa Mayor
y las Siete Cabrillas y el Puñal de Orión.
Y flameó en el pabellón doméstico de la ropa
tendida.
Y desplegó su prodigiosa cristalería austral ante
la vista de un hombre que duerme al raso, en mitad
de la llanura.
Y robó los globos de colores que se le escapan
a los chicos.
Y, cada minuto, derribó ciudades de nubes para
volver a edificarlas siempre diferentes.
Casi siempre diferentes.
Y, por razones misteriosas, presentó el mismo
aspecto –idéntico- un 3 de agosto de 1549,
en Verona, y el 17 de abril de 1962, en Bragado,
provincia de Buenos Aires.
Y desarrolló con bandadas su geometría
migratoria.
Y, en su concavidad infinita, abatió la certeza de
los puntos cardinales.
Y se metió dentro de las botellas que encierran
veleros en miniatura.
Y fue una plancha de azogue sobre las lentas
patrullas de la Legión Extranjera.
Y, envuelto en poncho unitario, rasgueó empero
cielitos federales al Restaurador.
Y encapotó las laderas del Cotopaxi y el
Kilimanjaro.
Y esparció monedas de sol bajo el follaje de
los abedules.
Y consintió la imitación mínima de los
astrolabios.
Y se rió a carcajadas de la contaminación
ambiental.
Y conoció la trayectoria veloz de los obuses y
de los arcángeles.
Y, dividido en franjas verticales, visitó a los
prisioneros en sus calabozos.
Y se coloreó de plata y de oro y de sable y de azur
y de sinople y de gules para respaldar los
escudos de armas.
Y anunció viento con el canto crepuscular del
chingolo.
Y aspiró el humo de las fogatas que el otoño
enciende en los parques melancólicos.
En el día segundo Dios creó el cielo y vio que
era bueno.
EL DIA TERCERO
I
Una vez comenzó la tierra.
Y no me refiero a la tierra esférica de los
planetarios sino a la tierra mineral de las
zanjas y de las polvaredas y de las hectáreas.
Una vez comenzó la tierra donde se nace y la tierra
donde se entierra.
La tierra dócil de los viñedos y los trigales y
los olivares.
La tierra arisca de las travesías y los esteros
y los salitrales y los cañadones.
Una vez comenzó la tierra, presupuesto ineludible
para los cimientos, para las raíces, para la
nostalgia de los desterrados.
Ese día comenzaron los mapas y las escobas.
Y la posibilidades del barro, materia prima para
la arquitectura armoniosa del cuerpo habitado
por un alma.
Y empezaron los paisajes.
Empezó la libertad total de la llanura, subrayada
apenas por el azul de una arboleda lejana.
Empezó la perspectiva vertical de las montañas,
panorama puesto en pie para regocijo
de las águilas.
Y hubo profundidades insondables para que
maduraran el cuarzo y el petróleo.
Y hubo regazo propicio para el germinar de las
semillas.
Y huellas paralelas tras el paso de las volantas.
Y, en virtud del rigor del fuego, hubo ladrillos
y hubo tejas y hubo sabias alfarerías.
Y por eso hubo acueductos y veredas suburbanas
favorables al rango y la rayuela.
Y momias en cuclillas, indiferentes al tiempo
y a la puna y a todo el oro de los Incas.
Y frágiles tanagras en el surco recién abierto
por el hierro de los arados.
Y repetidos hilos de agua cayendo frente a las galerías,
mientras persiste el temporal.
Y fue la tierra divisible, como lo atestigua la
fertilidad circunscripta de las macetas.
Y fue la tierra mensurable, como lo atestiguan
el contorno de los continentes y las
nomenclaturas catastrales.
Y fue noble, como lo atestigua la dignidad
suprema de los labradores.
Y fue misericordiosa, como lo atestiguan las
tumbas olvidadas.
Y recibió la bendición fecunda de la lluvia, que
descendió hasta las napas herméticas y ascendió
en la fragancia incomparable de la
tierra mojada.
Y albergó un corazón de recónditos metales.
Y soportó el ahogo del asfalto que, a veces, logra
quebrar con la pincelada de un yuyo en flor.
Y aprendió los himnos que conmovieron las
catacumbas.
Y se ciñó con tenacidad inclaudicable en torno
a los palenques.
Y pudo ser auscultada para descifrar la
telegrafía de galopes que antecedió a los malones.
Y traspuso la frontera clásica del Cabo
Finisterre.
Y estableció la cronología de los relojes de arena.
Y concurrió para que la Patria fuera una idea que
pudiéramos tocar y que pudiéramos mirar.
En el día tercero Dios creó la tierra y vio que
era buena.
II
Una vez comenzó el mar.
Era un mar nuevo que, sin embargo, ya contenía
todo el mar.
Era un mar inconcebiblemente joven pero que
ya albergaba la Atlántida y las goletas
hundidas.
Y salpicaba las sillas de mimbre que se olvidan
en la playa, al caer la tarde.
Y labraba con paciencia interminable maderas que
parecen piedras y piedras que parecen
maderas.
Y aplaudía en las costas de Sumatra, de
Groenlandia, de Madagascar y de la Patagonia.
Y reflejaba las primeras estrellas para
transformarlas en estrellas de mar.
Y estallaba contra acantilados de basalto. Contra
acantilados todavía filosos, ásperos de aristas recientes.
Y enseñaba su canto a los caracoles. Para que
los caracoles lo repitieran siempre; para que
siempre repitieran el canto del mar.
Y comenzaba a construir prodigiosas catedrales
de coral.
Y arrojaba a las orillas arpones oxidados
y escamas traslúcidas y botellas mensajeras y
madréporas y escafandras y amatistas y
cangrejos y sextantes.
Y en sus viñas profundas anticipaba vendimias
de espuma y maduraba el vino rojo de los
atardeceres del verano.
Y forjaba la plata que nutre las redes
pletóricas.
Y despintaba las pupilas inmóviles de los
mascarones de proa.
Y poblaba la cartografía con sirenas y con
tritones y con cada rumbo de la Rosa de los Vientos.
Y acariciaba las murallas diminutas de los
castillos de arena.
Y reía con la risa de los chicos en vacaciones.
Y se dividía al paso de los trirremes y las galeras
y los galeones y los bergantines y las fragatas
y los transatlánticos y los petroleros y los
remolcadores.
Y se empavesaba con todas las banderas y con
todas las gaviotas.
Y dibujaba la línea mentirosa del horizonte.
Y hacía guiños con los ojos sonámbulos de
los faros y de las boyas.
Y arrancaba montañas de vidrio en las fronteras
del polo.
Y se encendía de fosforescencias en la noche
tibia de los trópicos.
Y contaba cuentos de fantasmas a los grumetes.
Y se estremecía bajo la quilla ingrávida del
Holandés Errante.
Y se emborrachaba con ron en Cartagena de Indias
y se emborrachaba con ginebra entre las brumas
de Helgoland.
Y se sabía habitado por la desmesura boreal
de la ballena y por la curva aérea del delfín.
Y fructificaba en frutos del mar.
Y ponía punto final a la elipse de ciertos aerolitos
y de ciertos satélites artificiales
extraviados.
Y despreciaba la pretensión de limitarlo con
paralelos y meridianos.
Y colocaba un grano de sal bajo la lengua
del viento.
Y, melancólico, volvía la espalda a los toldos
que el otoño despoja de lonas y colores.
Y aprendió el sentido de las palabras marineras.
De las palabras marineras que nadie pronunciara
todavía. De palabras tales como botalón y
barlovento y singladura y bitácora y
cornamusa y trinquetilla.
En el día tercero Dios creó el mar y vio que
era bueno.
(Publicado en el suplemento literario
de “La Nación”, el 1 de octubre de 1978).
III
Una vez comenzaron los pastos y los árboles.
Los pastos y los árboles que darían frutos y
simientes según su especie.
Y comenzó el tiempo concéntrico que revelan los
troncos abatidos.
Y el tiempo de la siembra y el tiempo de la siega
y el tiempo de las almendras.
Y una trama verde fue cubriendo las planicies
fósiles para transformarlas en praderas.
Y pudieron llegar las calandrias.
Y llegaron los barriles de roble y las pipas y las
carabelas y los oscuros arcones campesinos, donde
reposaría la ropa blanca transida por fragancias
de romero.
Y llegaron las flores.
Llegaron los jazmines y las anémonas y los nardos
y los malvones y las petunias. Por previsible
excluyo la rosa, que estoy nombrando sin embargo.
Llegaron las flores que, lejos de reducirse a un
preludio del fruto, valen por sí. Valen por flores.
Valen por imperio de la belleza.
Rejas veladas por madreselvas. Por madreselvas
con una gota de dulzura en cada flor.
Flores ingenuas y geométricas de la artesanía
popular. Flores con ocho pétalos, como anchas
estrellas amarillas, celestes, rosadas.
Flores de plata en los cabos de plata de los
facones de plata.
Y la flor violeta de los cardos, pronta a volatilizarse
en la dispersión fecunda de los panaderos. De los
panaderos precursores de los paracaidistas.
Y la flor violeta de las violetas.
La flor violeta de las violetas entre la sombra y
las agujas y el perfume de los pinos.
Pinos clásicos de Roma y pinos de las estancias
argentinas. Pinos de Huetel y de Acelain y de
El Chajá y de San Ignacio y de La Larga.
Pinos y arces y olmos y lambersianas en los montes
que quiebran el horizonte de la pampa. Árboles
de Europa contiguos a los ombuses y a los talas.
Árboles de Europa, bosques de Lafontaine, de
Sigfrido, de Ivanhoe, de Carlomagno, de Hansel
y Gretel.
Gnomos inquilinos de tortuosos raíces que se
hunden en las ilustraciones de los libros
de cuentos.
Encinas que supieron de druidas y cruzados.
Hojas de roble en las glorias guerreras de la
Cruz de Hierro.
Viñas y espigas transubstanciadas en el repetido
milagro eucarístico.
Viñas del vino viejo y viñas del vino nuevo. Viñas
de Grecia y de Cafayate. Viñas de Noé, único
borracho que pudo aducir en su descargo
ignorancia completa. Viñas de italianos
laboriosos aquerenciados en Mendoza. Viñas de
insultos y sonetos. Viñas de amor y puñaladas.
Espigas que visten de oro y de pan las hectáreas
del verano.
Espigas propicias a la parábola.
Y una higuera explayándose en el fondo de ciertas
casas suburbanas. Explayándose en esas zonas
ambiguas de las casas suburbanas donde
conviven gallineros y cebollas, restringidas
ciénagas jabonosas y parejas canchas de bochas.
Un banian sagrado para Salgari.
Un baobab para Saint Exupéry.
Un ombú convertido en archipiélago para los
Hijos del Capitán Grant.
Paraísos de mi calle. Paraísos que son paráisos.
Al menos aquí, en el país. Perdón, en el páis.
Y los vagones del ferrocarril que, según afirma
mi prima Sarita, estaban construidos con teca,
madera impregnada de magia y de aventura
infantil. Madera tan egregia como el ébano y
el sándalo.
En el día tercero Dios creó los pastos y los árboles
y vio que eran buenos.
EL DIA CUARTO
Una vez comenzaron las lumbreras del firmamento
que distinguen el día de la noche y señalan los tiempos.
Vale decir que hasta entonces no había después
ni anteayer, ni crepúsculos ni otoños.
Y como no había luna no había poetas ni
enamorados.
Y como no había medialunas no había desayunos
ni musulmanes.
Ni nadie había podido tirarse al sol para
entrecerrar los ojos y fabricar un arco iris
con las pestañas.
Era un tiempo sin tiempo ni eclipses.
Y una luz adolescente vagaba por el espacio sin
lugar para afincarse.
No existía razón atendible para que los árboles
mudaran hojas.
Desde aquella vez la noche pintó mapas de tiza en
las veredas, bajo las ramas y las constelaciones.
Y tiró un patacón de plata en la laguna Guaminí.
Y trazó caminos de aire para que circularan las
brujas cuando el plenilunio.
Y puso crujidos estremecedores en los peldaños
de las escaleras desiertas.
Y configuró un paréntesis misericordioso en la
jornada de los afligidos.
Y dispuso rectángulos de azogue en las azoteas
de Barracas.
Y rayó la claraboya del cielo con el diamante
de una estrella fugaz.
Y edificó su portentosa arquitectura de silencio
y de cristal.
Y pudimos decir Buenas Noches y Buenas Tardes.
Desde aquella vez ardieron todas las fraguas del
mediodía en la siesta de Tartagal.
Y comenzó la sucesión de los ocasos para que las
campanas de Occidente reiteraran el toque de
oración.
Y se echó a rodar el asombroso mecanismo de
las órbitas imperturbables.
Y quedó establecida una referencia para que
el hombre asumiera su infinita pequeñez.
Y quedó establecida una referencia para que el
hombre asumiera su infinita grandeza.
Y en las cuatro esquinas del clima se aposentaron
el Otoño, el Invierno, la Primavera y el Verano.
Y fue rojo el Verano, y fue verde la Primavera
y fue azul el Invierno y fue dorado el Otoño.
Y aparecieron bufandas maternales para abrigar a
los colegiales de junio.
Y surgieron nubecitas de vapor ante el belfo de
los caballos.
Y redoblaron tambores de escarcha al paso de
los jinetes.
Y vino la Primavera para inaugurar el lentísimo
avance de las savia por las venas secretas de la
madera. Y vino la Primavera para llenar el
almanaque de mariposas. Y para que florecieran las
patas de palo de los piratas.
Y las golondrinas pusieron puntos suspensivos
sobre el renglón de un cable telefónico.
Y el Otoño hubiera sido la más dulce de las
estaciones, pero se vino con el Invierno bajo el
poncho.
Y reinó el Invierno en el Sur mientras reinaba
el Verano en el Norte. Y reinó el Invierno en el
Norte mientras reinaba el Verano en el Sur.
Y hubo una estrella blanca para presidir el cielo
de la gente del Norte y hubo una Cruz oblicua
para presidir el cielo de la gente del Sur.
En el día cuarto Dios creó las lumbreras del
firmamento y vio que eran buenas.
EL DIA QUINTO
Una vez comenzaron todos los animales que
viven en las aguas y todo volátil.
O sea que empezaron los peces y los pájaros.
Y las almejas y los saurios pavorosos.
Comenzaron para completar el significado de las
olas y del viento y de los árboles.
Para poner una sacudida en la línea de aquel
pescador ensimismado.
Para que los zorzales y los ruiseñores urdieran
su cañamazo de música: de música aprendida
de oído.
Para que los halcones cayeran de lo alto como
emplumadas flechas verticales.
Para que, ante el asombro de Pedro, apareciera
la moneda del tributo en la boca del pez
evangélico.
Para que las piedras calizas guardaran delicadas
radiografías antediluvianas.
Para que las perdices pusieran su chiflido
vespertino en los alfalfares.
Para que los loros hablaran como diputados.
Para suministrar águilas a los emblemas
heráldicos: incluso águilas bicéfalas.
Para facilitarnos una figura de eternidad con
el Ave Fénix.
Y una figura desentendida con los avestruces.
Con los avestruces que aquí se llaman ñandúes
y que corren como si anduvieran con las manos
en los bolsillos.
Comenzó el lujo de colores de los peces tropicales.
Lujo admirable en la libertad del Mar de Java
y riesgo de cursilería en la antesala de
los dentistas.
Y pudo invadir las veredas el aroma violento de las
pescaderías.
Y las grutas submarinas acogieron la espantable
posibilidad del pulpo.
Del pulpo, pronto a instalarse en la repetida
simbología panfletaria.
Y los arponeros asumieron actitud de guerreros
clásicos en la proa de cada ballenera noruega.
Y el lenguaje republicano admitió la monarquía
del pejerrey.
Y el salto de las truchas dibujó círculos
concéntricos en la superficie perfecta de los
lagos del sur.
Y los pescadores de la costa del Monte Grande
recogieron sus redes de a caballo. ¡Ay, pescadores
criollos de San Isidro! ¡Ay, perdidos jinetes
fluviales!
Y, con piolines y alfileres, los chicos cobraron
mojarritas distraídas.
Y un velamen de gaviotas se desplegó sobre la
estela de los arados.
Y el canto de un canario llenó los patios de Boedo,
para ganar Avenida La Plata sin detenerse en los
frescos zaguanes.
Y un pajarito azul se inmovilizó en cierta baldosa
que fue a parar a la galería de casa.
Y las tijeretas tomaron lecciones de corte y
confección en un trapo celeste estampado con
nubes blancas.
Y los gansos del Capitolio transfirieron su
contraseña a los teros de Tapalqué.
Y, punto de confluencia y divergencia entre
pájaros y peces, llegó el Martín Pescador.
Ese Martín Pescador que nunca sabremos si nos
dejará pasar.
Fue por entonces que empezó a madurar el germen
de nácar de una perla descomunal, que aún sigue
creciendo en lo más secreto de las profundidades.
Y los cangrejos principiaron a avanzar
retrocediendo y a retroceder avanzando.
En el día quinto Dios creó todos los animales
que viven en las aguas y todo volátil y vio que
eran buenos.
EL DIA SEXTO
I
Una vez comenzaron los animales de la tierra.
Hasta entonces la tierra ignoraba el ritmo
cuádruple de los galopes y el perfume salvaje de
los leones y la velocidad doméstica de las lauchas.
Y nadie había alcanzado el vértice de pánico que
determinan los ojos del tigre, topacios encendidos
en las noches de Bengala.
Y, porque no había perros, faltaba una metáfora
para la fidelidad.
Y, porque no había lobos, faltaba una metáfora
para la ferocidad.
Y, porque no había chacales, faltaba una metáfora
para la bajeza.
Y, porque no había toros, faltaba una metáfora
para la fuerza.
Y, porque no había gacelas, faltaba una metáfora
para la gracia.
Hasta entonces los paisajes eran naturalezas
muertas, apenas animados
por los pájaros.
Los paisajes sabían recién del vuelo, pero
desconocían la carrera y el salto.
Y el suelo experimentó una ingeniería pequeña
de cuevas y madrigueras.
Y Australia inauguró la humorada zoológica del
ornitorrinco.
Y toda la fealdad del facocero no fue suficiente
para compensar la belleza elástica
de las panteras.
Y un elenco de personajes sin papel aguardó
el nacimiento de Esopo.
Y ciertos bisontes demoraron sus movimientos
para que, un día, alguien los copiara en las
cuevas de Altamira.
Y no faltaron plantígrados dispuestos a
transfigurarse en la ternura de los ositos de felpa.
Y advino el universo diminuto de los insectos.
Universo que comprende la república de las
hormigas y la monarquía de las abejas.
Monarquía que, a su vez, resulta presupuesto
ineludible para el prodigio dorado de la miel,
celebrado por Virgilio.
Y los espléndidos San Jorges –coraza azul y capa
bermeja- iniciaron su duelo singular con las
arañas, derrotadas siempre, por fortuna.
Duelos singulares éstos, insertos en la guerra
plural, sabia interminable, del equilibrio
ecológico.
Equilibrio admirable cuyos extremos lindan con
dos desmesuras condenables: los plaguicidas
fosforados y los ecologistas.
Lo cual afirmo pese a estar convencido de una
verdad obvia: los extremos no se tocan.
Antes de ese día faltaba la clave necesaria,
el argumento insustituible, que justifica el gozo
de caminar a campo traviesa con una escopeta
colgada del hombro.
Caminatas donde reflota el instinto ancestral del
cazador, dormido en las entretelas de pálidos
oficinistas y tímidos funcionarios.
Plenitud cinegética que contiene, no obstante, un
estremecimiento compasivo ante la pieza derribada.
Y sobre las praderas africanas aparecieron las
cebras con sus trajes renacentistas, acuchillados
en blanco y negro.
Y los coatíes se pusieron antifaces de ladrones
de historieta.
Y un puma que no es un puma caminó por los
escudos cosidos a ciertas camisetas de rugby.
Y, seguidores, los perros trotaron detrás de los
sulkys, según corresponde por autoridad de la
comparancia.
Y los monos ofrecieron analogías burdas para
sustentar las tonterías evolucionistas.
Y una mula y un buey participaron en el
acontecimiento cumbre de la Historia.
En el día sexto Dios creó los animales de la tierra y
vio que eran buenos.
II
Una vez comenzó el hombre.
Y al decir que comenzó el hombre también digo
que comenzó la mujer, pues la mención masculina
incluye genéricamente a ambos, con perdón del
feminismo.
Una vez comenzaron el hombre y la mujer, con lo
cual comenzó la humanidad. Que no es un ente
abstracto para consumo de filántropos, sino una
suma de personas concretas que permitirá el
ejercicio de la Caridad.
Una vez comenzaron el hombre y la mujer para
señorear sobre el mundo.
Comenzaron para servirse de lo creado y para
servir al Creador.
Comenzaron para henchir la tierra, para crecer
y multiplicarse. Sin que el mandato recibido
contuviera acotaciones referidas al control de la
natalidad ni a la planificación familiar.
Lo cual indicaría, para algunos, que Quien
organizó el curso impecable de los astros y
la órbita exacta de cada electrón, negligentemente
se olvidó de regular la demografía.
Y vinieron los norteamericanos para remediar ese
descuido del Creador. Y la limitación de los
nacimientos cerró las puertas de la eternidad
a millones de almas que no fueron.
Pero, al mismo tiempo legiones de cónyuges
generosos siguieron creyendo en la vida. Siguieron
creyendo en la posibilidad cierta de que con cada
chico que nace puede llegar un héroe, un santo,
un sabio o un poeta. O un hombre de bien,
nada menos.
Una vez comenzó el hombre, investido de una
augusta imagen y una augusta semejanza.
Una vez comenzó el hombre y así comenzó
la Historia.
La Historia, sucesión de hechos del hombre.
Sucesión de proezas y cobardías, de hazañas y
canalladas. Sucesión de intervalos grises entre
fechas capitales. Trama de pequeñas gestas
inmersas en los intervalos grises. Trama de
pequeñas traiciones inmersas en el fulgor de
las fechas capitales.
Una vez comenzó la Historia, que incluye la batalla
de Lepanto y el drama personal del Subjefe de la
División Aforos en una importadora de la calle
Reconquista.
Una vez comenzó la Historia que, en vez de ser
memoria de los pueblos, pareciera construirse
con el olvido de los pueblos: con un olvido
conformado por reincidencias estúpidas.
Una vez comenzó la Historia que, lejos de obedecer
a la ciega mecánica del Materialismo Dialéctico,
avanza y retrocede conforme a los ideales y a las
pasiones de los hombres; conforme a sus amores
y sus odios, sus vacilaciones y sus arrebatos, sus
inspiraciones y sus dolores de muelas.
Una vez comenzaron los hombres, con su identidad
substancial y su maravillosa variedad.
Comenzaron las peculiaridades de las razas y los
temperamentos.
Y las misteriosas razones que determinan la afinidad
y la antipatía.
Y el amor.
Y la amistad.
Y el vínculo poderoso que anuda a las gentes con
su tierra.
Relación profunda del pasado y el futuro y el
paisaje con ciertos hombres y con ciertas
mujeres que forman un pueblo.
Y, entre la dimensión planetaria de la especie
y la dimensión entrañable de la familia, maduró
la dimensión necesaria de la nación.
Que incluye la dimensión natural y ambigua
del barrio.
Del barrio donde se afincan las casas, los plátanos,
las tapias, los buzones y la buena vecindad.
Al comenzar el hombre comenzaron las casas, con
su antecedente cavernario.
Porque a los hombres, capaces de duros sacrificios
para conquistar el aire libre del fin de semana,
nos abruma la intemperie total.
Comenzaron las cabañas y los castillos, los patios,
las galerías, las cúpulas, los miradores.
Comenzaron las casas en torno a la flor de fuego
de los hogares.
Una vez comenzó el hombre, dotado de un don
espléndido y temible: la libertad.
La libertad, que es retahíla de alternativas
orientadas hacia finales opuestos; orientadas
hacia el cielo o el infierno.
Comenzó el hombre, provisto de inteligencia y
voluntad, para que el universo tuviera un
protagonista racional y responsable.
Si bien cuando hablo del hombre también estoy
hablando de la mujer, diré que una vez comenzó
la mujer para que tuviera principio la belleza.
En el día sexto Dios creó al hombre y el hombre
pudo ser bueno o malo.
EL DIA SEPTIMO
En el día séptimo Dios descansó.
De donde se infiere la bondad del descanso.
Siempre que suceda al trabajo.