IDEA DE LA PATRIA
FIGURA DE LA PATRIA
Norte
Este
Oeste
Sur
VIDA DE LA PATRIA
ORACION POR LA PATRIA
EPILOGO: LAS PATRIAS CHICAS
IDEA DE LA PATRIA
La Patria es una dulce proximidad de la tierra
levantada en paisajes largamente previstos;
la Patria es un cercano parentesco de lenguas
que la clave del tono completa en su sentido.
Y es la Patria la exacta medida que define
las distancias comunes de nuestras referencias:
implícito astrolario con órbitas afines
que convoca en su centro las tendencias dispersas.
Cintura establecida de sangre convergente;
territorio anudado por tácitos afectos,
vinculando el lejano planeta indiferente
con el mundo entrañable de la casa y los besos.
Fronteras que el pasado y los muertos y el clima
-movidos por el Angel que vela las Naciones-
pusieron entre el agrio Universo que habitan
confusas geografías y lenguas sin colores;
entre el turbio Universo de raíces distintas
y el círculo dorado que el fuego familiar
determina con alas de mariposas tibias,
circunscribiendo el ámbito donde madura el pan.
Es la Patria, en resumen, el natural contorno
que abriga el desamparo del hogar frente al mundo:
un abrazo de Historia definiendo en redondo
los límites que ciñen la flor de nuestros rumbos.
Y es un largo reclamo desde el pie de los siglos
que se quiebra en astillas de cal bajo los huesos
y disperso en estrellas se eleva hacia el instinto,
basamento del arco que afirma el pensamiento.
Recóndito llamado de atávicas cadencias,
crecido en las entrañas primarias de la vida,
como un largo alarido de celo y de pelea
tendido hacia una clave de glorias compartidas.
¿Qué es el hombre sin Patria..., el hombre que traiciona
los vínculos profundos que lo anudan al suelo?
Es apenas un gajo desgajado que asoma
desnudo entre los dientes de acantilados negros;
un manojo de carne que descarnan los vientos,
lanzado por caminos de vinagre y salitre;
un jirón de neblina con los ojos abiertos
sobre un plano infinito de Norte incomprensible.
Su espíritu disperso desbordará los goznes
del criterio arraigado, que descifra el sentido
del amor y el espacio, la altura y los colores
y un vértigo sin fondo lo llevará al vacío.
La ausencia de una tierra materna y conocida,
en vez de levantarlo liviano hasta los cielos
le anudará lingotes de inhóspitas arcillas,
mudables y cambiantes detrás del paso incierto.
Tal vez intente en vano proyectar sus afectos
sobre vastas legiones de voces diferentes:
la falta de un contorno de lenguaje y de gestos
le negará la clave del orbe y de las gentes.
Porque la Patria otorga la medida intermedia
que define la altura del hombre y la intemperie
y es el punto de apoyo sobre el cual se sustenta
la dimensión primaria que vincula la especie.
El amor a la Patria situará justamente
los cariños cercanos del hijo y la mujer,
pues acuña una esfera más amplia, que trasciende
las anclas familiares que entierran nuestros pies.
Y ese amor a la Patria, que es amor apuntado
desde el centro del suelo hasta el vuelo del sol,
levantará en su ascenso nuestro amor a lo alto,
dirigido hacia el cielo, rumbo al centro de Dios.
FIGURA DE LA PATRIA
NORTE
Al norte la Patria reclina en la altura
su cabeza joven, tendiendo al naciente
despeines de selvas que se abren en verdes
coronas pintadas por flores y frutas.
El aire delgado que ahueca la puna
le ciñe la frente con lunas de nieve
y el oro del Inca refleja en sus sienes
la gloria marchita de un sol que se oculta.
Penumbras antiguas de arcos a la cal
sustentan cansados incendios de tejas
y en las cumbres altas despiertan estrellas
que en la noche bajan al algarrobal.
Arterias de plata cruzan las entrañas
profundas del cerro desnudo y ritual
(recónditas lenguas de vivo metal
latiendo en el fondo de las salamancas).
El machete traza su órbita de luz
en el firmamento del cañaveral,
mientras el tabaco madura un fugaz
porvenir aéreo de neblina azul.
Sobre el hombro izquierdo de la Patria flotan
los bosques que ordena la ley del quebracho,
sangrante dureza de rítmicos tajos
clavada en la tibia ramazón sonora.
Y el trópico cuelga pájaros de esmalte
sobre el trueno eterno de las cataratas,
que irisa un milagro fugitivo de agua
rota en las dentadas aristas del cauce.
Norte: desplegada franja del verano
que se funde en soles de viejas leyendas
y baja en el viaje que emprenden las lentas
corrientes volcadas hacia el mar lejano.
ESTE
El río y la pampa, blandos horizontes
de agua y pastizales. Horizontes chatos
del rio que simula pajonales bayos,
del campo que finge ser un mar salobre.
En el río de arcilla con crin alazana
se peinan los sauces y ensaya el pampero malambos de espuma, mientras silba cielos, milongas y cifras por entre los talas.
Y allí en la frontera del agua y del pasto,
sentada en el linde del campo y el río,
Buenos Aires tiende gavillas de trigo
desde un ancho friso de inmensos rebaños.
Vieja Buenos Aires con puertas cancel,
nueva Buenos Aires de cemento y vértigo;
torres de tornillos, mástiles eléctricos
y tapias celestes al atardecer.
Tapias de la tarde, tapiales celestes
del color del aire; puentes de glicinas
que vinculan barrios de calles tranquilas
con la pampa anclada en su orilla verde.
Barro en los zanjones y después la pampa;
sucias chimeneas y después el campo.
Allá en Mataderos reseros de paso
y un carro lechero que trota hacia el alba.
La pampa... horizonte, horizonte, horizonte...
siempre el horizonte por todos los rumbos:
frontera confusa, límite inseguro,
donde campo y cielo derriten sus bordes.
Y una sinfonía de espigas detrás
del toro que estampa su perfil heráldico
contra una laguna; (destello metálico,
patacón caído sobre el alfalfar).
OESTE
Vértigos de piedras vigilan el flanco
de la Patria nueva, de la Patria clara,
levantando duras placas de coraza
sobre sus abiertas distancias de campo.
Puntal de granito que sostiene el borde
firme de la Patria con clavos de nieve
y muerde la herida que incendia el Poniente
mientras en los valles despierta la noche.
Andes, formidable baluarte inmutable,
negra nervadura de blancas alturas,
que arraiga en el cuarzo sus vetas profundas
y el cóndor corona con círculo de aire.
Puente intransitable de nobles sillares
que abarca en su abrazo la América entera
y que no levanta su gloria suprema
sino cuando alcanza la Patria en su viaje.
Quiebran las quebradas hachazos de viento,
despertando flautas en cada garganta
y entre cerrazones de grises hilachas
duerme el Aconcagua sólido silencio.
Derrama el deshielo su llanto fundido
que nutre la alegre geometría del riego
breve hidrografía de límites rectos
cuya voz de plata promete racimos.
Lágrimas del cerro y un canto de sol
repiten el rojo conjuro ancestral
que anima la limpia curva de cristal
con clásicas rosas de liviano alcohol.
Las rosas del vino maduro y cordial
alumbran la mano fresca de la Patria,
donde el tiempo borra huellas de una lanza
que en sus años bravos tuvo que empuñar.
SUR
Allí donde hierven su abrazo dos mares
mezclando las aguas con flores de espuma,
la Patria diluye sus pies en la bruma
filosa de helados cuchillos australes.
La costa desgarra banderas de viento
que enarbolan restos de viejos naufragios
donde el agua asienta jardines calcáreos
y el miedo ilumina con tenues espectros.
Hasta el nudo exacto de los meridianos
la Patria prolonga su ambición en cuña,
bajo las enormes estrellas que alumbran
la helada pureza del desierto blanco.
Y afirma en la dura barra del Estrecho
su abierta figura de nombres recientes
forjada con golpes de audacia y de suerte
sobre los dominios que rige el Invierno.
Torrentes de lana bajan lentamente
desde las mesetas estriadas con piedra
y el tiempo descubre su voz de madera,
redonda en los troncos que el hacha somete.
Lagos sigilosos duermen en la sombra
del suelo su oscuro fermento ancestral
de saurios y bosques, ahogados en gas
por las anchas leguas de la Patagonia.
Y contra el costado dulce de la Patria,
quebrado el impulso bárbaro del viento,
recortan paisaje los claros espejos
del agua dispersos entre las montañas.
Tierras de mañana, plateado confín
de hielo y de lana, de aguardiente y balas,
que alumbra el petróleo y la Patria clava
como una avanzada rumbo al porvenir.
VIDA DE LA PATRIA
I
Quiero contar ahora la vida de la Patria,
pues mirando el pasado se conoce el mañana.
Y la savia que sube por raíces de historia
permite que florezcan las flores de la gloria.
La historia que relato será una historia corta
y a la vez una historia de ascendencia remota.
La Patria es una niña de pocas primaveras
y sangre muy antigua corriendo por sus venas.
Es promesa de cantos con nuevas armonías,
pero escritos en pautas de viejas simetrías.
En su risa despiertan inéditos jilgueros
y conceptos maduros se animan en su acento.
Se mezclan en sus sueños mariposas tempranas
con mármoles y frisos, olivos y tanagras;
imágenes abiertas de leguas y de pumas
y un fondo de acueductos, legiones y columnas;
Coquenas, Afroditas, Minerva y Gualichú,
confusos en la noche que precede a la Cruz...
Voy a contar ahora la vida de la Patria,
que es una vida corta y es una historia larga.
II
Mucho antes que la Historia llegara hasta la Patria,
cuando aún su figura no estaba dibujada;
mucho antes que su idea siquiera fuera esbozo
y antes que maduraran su altura y su contorno,
la Patria ya era un vasto corazón que latía
con las premoniciones de su amplia geografía.
Las inmensas catástrofes del período glaciar
eran frescas heridas todavía sin cerrar.
No estaban coagulados los picos de los Andes,
cruzaban por la pampa armadillos gigantes
y el hombre cultivaba con minucioso esmero
una flor delicada y frágil... que era el fuego.
Pero ya había un destino de trazo riguroso
velado entre volcánicos vapores sulfurosos.
III
Después ese destino se articuló de a poco
fraguando lentamente en destinos sin tronco.
Y surgieron naciones dispersas y encontradas
que dieron contenido de carne a sus comarcas;
Guaraníes y Tehuelches, Aimarás y Borogas,
Tupíes y Ranqueles, Pehuenches, Pampas, Onas...
Tenían los elementos pegados al instinto;
el agua, el fuego, el aire habitaban su espíritu
y en su piel había pieles y en su piel había plumas
y certeza en su paso a la luz de la luna.
La noche de los tiempos ampara sus orígenes
y quedaron sus huellas en las arcillas vírgenes.
Temblaron a la vista de los saurios remotos
y sus ojos se abrieron ante un último asombro:
sobre el lomo del agua y en los brazos del viento
llegaron de otro mundo blancos hombres de hierro.
Un cielo de alabardas relampagueó en la luz
y creció un árbol nuevo con las ramas en Cruz.
IV
Desde ese día la Patria fue injertada en la Historia
por el arte y el filo de una espada española.
Los intactos retoños de América crecieron
sobre clásicas cepas de viñedos egeos.
Y en la lengua que Roma legara a Celtiberia
nos llegó el Evangelio con cantares de gesta.
Mil paisajes distintos de la Patria asistieron
al paso deslumbrado de los hombres de hierro.
Con sus barcos de palo remontaron los ríos;
cruzaron los dominios del Verano y el frío;
el vértigo y la puna acecharon su marcha
y espejismos salobres les mintieron distancias.
Pero allá iban los hombres de Castilla adelante,
transitando los rumbos sin rutas del paisaje.
Pero allá iban los hombres de Castilla adelante,
sembrando en nuestra tierra semillas de ciudades:
un nombre del terruño o el del santo del dia...
palabras de los indios que apenas comprendían;
solares dibujados sobre el campo; una plaza;
una espada en el viento, dos fórmulas y un acta...
Donde eran favorables el pasto, el agua, el clima,
crecieron las ciudades en nuestra geografía.
Y en ellas se apoyaron mensuras y trayectos
que otorgaron medidas al horizonte abierto.
Solís y Magallanes, Mendoza, Aguirre, Irala,
Garay, Sanabria, Ayolas, Cabrera o Hernandarías...
Un puñado de nombres tomados al acaso
que hablan de empresas altas y de un alto pasado.
Un puñado de nombres tomados al azar,
que es sonoro redoble de gloria y de metal.
¡Ah, mis ciudades criollas plantadas por su espada!
¡Ah, las dulces campanas cantando en espadañas!
Balcones donde el hierro florecido en la fragua
defiende la penumbra que guardan las ventanas;
patios de cal y canto transidos de jazmín;
salas blancas que huelen a caoba y benjuí.
Arcadas y recovas en torno de la plaza
y en la plaza una Estaca de Justicia clavada.
Y en las iglesias púlpitos con ángeles dorados
y arcángeles de plata y apóstoles tallados.
¡Ah, mis ciudades criollas fundadas para el Rey!
¡Ah, mis ciudades criollas del siglo dieciséis!
V
Y detrás de los hombres de hierro caminaron
otros hombres vestidos con sayales de esparto,
que traían un poco de miel bajo la lengua
y en la voz y en el alma traían la Buena Nueva.
Al conjuro de aquellas promisorias palabras
la fe de Jesucristo creció en estas comarcas.
Y coros guaraníes entonaron los salmos
con la exacta armonía del canto gregoriano.
Tomaron rasgos quichuas los querubines góticos;
el soldado Longinos fue un cacique en los pórticos
y hasta a Nuestra Señora, vestida de oro y seda,
se le puso en América la cara más morena.
Y en la Patria quedaron las huellas de los santos,
dejadas por Toribio, por Francisco Solano.
VI
Y siguiendo a los hombres de hierro y a los santos,
otros hombres vinieron, otros hombres llegaron...
Vinieron otros hombres que trajeron la Ciencia;
llegaron otros hombres que trajeron las Letras.
Y aunque aquí las separe en tres clases diversas
-soldados, sanots, sabios- no es raro sucediera
Que tales calidades, en una u otra forma,
Se mostraran reunidas en la misma persona.
Llegó la Geometría, la Oratoria, el Derecho,
la Ciencia de los Astros, la Retórica, el Verso...
Las leyes de Castilla se adaptaron al suelo
y a las gentes y al modo de todo un mundo nuevo
y un arcano de sabios mandatos y sentencias
fue tejiendo el contorno formal de aquella empresa.
Así, con un estoque de filo toledano
y el violín armonioso pulsado por un santo;
así con Las Partidas, Virgilio y Amadis,
la Patria fue templando su estilo y su perfil.
VII
Por fin llegó el momento que la Patria esperaba
y se reconocieron su valor e importancia.
Después de haber quebrado por la Banda Oriental
la ambición avanzada que arrimó Portugal...;
después de haber perdido con armas leguleyas
la Colonia ganada combatiendo de veras,
la Patria vio elevarse la altura de su rango,
llegando a transformarse en nuevo Virreynato.
Y en Buenos Aires hubo terciopelo y encajes
y Audiencia y escribientes y protocolo y lacre.
Y al sentir por sus calles pasar la autoridad,
tomó un aire distinto, de empaque, la ciudad.
VIII
Buenos Aires dormía recostada en su Fuerte
y en los ceibos cantaban las voces del Sudeste.
Después de haber logrado expulsar al inglés
La ciudad recobrada combatiría otra vez.
Por lo alto de las torres y por los miradores
mil campanas callaban sus repiques de bronce.
Falúas y balandras cabeceaban al ancla,
más allá de las toscas, más allá de los talas.
Pero el viento que acuna los talas y los ceibos
y hamaca los ombúes y escora los veleros,
de pronto trajo gritos de exótica cadencia,
desplegando en colores enemigas banderas.
Y en el centro del río se fue poblando un bosque
de mástiles y jarcias, ceñido por cañones.
Ya bajan los ingleses y ya vienen, ya atacan
y el aire se estremece con música de gaitas.
Sin embargo, a las gaitas contestó un bordoneo
que llegó de la pampa y anidó en cada pecho.
Fue un punteo de tacuaras, contrapunto de balas,
con cielitos de fuego y estilos de metralla.
Retumbó en cada esquina, clausuró los balcones,
se atrincheró en las calles, trepó a los miradores.
Y si fue silenciado por un rato en Perdriel,
hirviendo y clamoroso resonaría después,
desde cada azotea, desde cada balcón,
para hacerse alaridos en boca de cañón.
Se callaron las gaitas..., el duro bordoneo
redobló en la alegría de un triunfo con rasgueo.
El nombre de la Patria tomó esa tarde el nombre
de los nombres de pila que llevaban dos hombres:
esa tarde la Patria se llamaba Santiago
y Martín se llamaba para cada soldado.
Y eran todos soldados, los chicos y los grandes,
los muchachos, las viejas, las mozas y los frailes.
Un jardín de banderas tomado al invasor
a los pies de la Virgen como prenda quedó.
Y en el mundo se supo que atropellar la Patria
no era cosa de hacerse... y sacarla barata.
IX
Desde aquellas jornadas de invierno, desde aquella
victoria conseguida la Patria fue doncella.
Su niñez, su ascendencia, de pronto se volvieron
definitivamente pasado, parentesco...
La Patria había cobrado conciencia de su suerte;
la lucha le había dado conciencia de ser fuerte.
Y al topar deslumbrada con su propia conciencia
la Patria había encontrado su firme adolescencia.
De semillas helenas y raíces latinas
florecieron las ramas del tronco de Castilla;
la flor volvióse fruto y por fin ese fruto
con el clima de América se encontraba maduro.
Un Aguila allá lejos se asentó sobre el árbol
y al sacudir el tronco cortó el fruto de cuajo.
Fue una larga mañana destemplada de Mayo
que coronó una noche regida por soldados.
Cruzaron las tinieblas espuelas de sigilo
y el cuartel de Patricios le dio albergue al destino.
Después, en los balcones, un sobrio coronel
encarnó para el pueblo la figura del rey.
Pero ya en las divisas muy blancas de Fernando
vibraba el anticipo de un camino tomado:
la Patria se había entrado por su ardua adolescencia,
titilaba en su frente fulgor de independencia
y una Junta formada por vecinos probados,
soldados y eclesiásticos dirigiría sus pasos...
Fue una larga mañana, destemplada y sin sol,
cuando el fruto fragante alcanzó su sazón.
X
Desde entonces la Patria veló vigilia de armas,
su brazo endurecido se prolongó en mil lanzas,
ardieron en su verbo gritos de Independencia,
calzó sus pies australes con botas granaderas
y un galope alumbrado por albas de clarines
transportó su osadía del puerto a los confines
del ancho virreynato. La fuerza de sus armas
conoció la victoria por campos de Suipacha.
Y fue una madrugada de otoño, andaba el viento
despertando fogones en cada campamento
y al Este se encendía la fragua matinal
derritiendo metales por todo el Paraná,
cuando tuvo la Patria su flamante divisa
que en las altas barrancas flamearía estremecida.
Su empresa desde entonces se vistió de colores:
la nieve, el cielo, el río, signaron a sus hombres;
el manto de la Virgen, la flor del alfalfar,
y el color de la lluvia y el del pan y la sal,
se fundieron en cada repliegue de un pendón
que luego alumbraría la heráldica del sol.
XI
¡Qué bien que le sentaban a la niña argentina
la casaca guerrera y la espada ceñida!
¡Qué marchas tan alegres cantaban las espuelas
de la niña argentina con botas granaderas!
¡ Y qué bien que lucieron, cómo lucían de bien,
en sus sienes las ramas fragantes del laurel!
XII
Por entonces la marcha sonora del la Patria
se afirmó en la entereza de un varón de las armas.
Tenía los ojos negros y en su temple el metal
forjado en las etapas del rango militar.
Yapayú se llamaba su cuna; Yapeyú
la esquina de la Patria donde viera la luz.
Se graduaba en España de oficial. Sin cuartel
combatió entre los bravos triunfantes en Bailén.
Después volvió a la Patria el joven oficial
que difundió su empresa por la tierra y el mar;
Por los Andes filosos, Chacabuco y Maipú:
peldaños victoriosos del éxito en Perú.
Capitán de la Patria, que envainó en Guayaquil
su sable amanecido: José de San Martín,
jinete en su tordillo quizá vigile aún
los pasos de la Patria desde la Cruz del Sur.
XIII
Pero mientras los brazos de la Patria expandían
el grito independiente, su corazón peligra...
Ya hay tropas enemigas que se meten por Salta;
ya hay banderas realistas circundando sus plazas.
Pero ya se formulan alaridos de guerra
que crecen en tacuaras de caña guerrillera.
Y en las hondas quebradas y en medio de los surcos
despiertan negras bocas de escondidos trabucos;
en cada cerrillada, por cada pedregal,
se preparan las chuzas y se afila el puñal.
Y esa móvil coraza de sorpresa y valor
se alzará protectora del dulce corazón
de la Patria: su dulce corazón ancestral
florecido en las flores de los jacarandás.
XIV
En una sala baja que ilumina la cal
de una casa petisa, allá por Tucumán,
la decisión de Mayo se transformaba en acta
y el grito independiente se protocolizaba.
Las Provincias Unidas del Río de la Plata
cortaban formalmente sus últimas amarras.
No importó que la guerra golpeara sus fronteras...
y no solo la guerra precisa y extranjera,
sino la guerra interna, de anárquica pasión,
que separó en pedazos su dulce corazón.
En una casa baja, deslumbrada de cal,
rubricaba la Patria su mayoría de edad.
XV
Conviven en la Patria dos vidas diferentes...:
su instinto y sus quimeras, sus venas y su frente.
Por un lado geométricas abstracciones prolijas
que imitan ilustradas retóricas floridas.
Por el otro atavismos de raigambre profunda
que arrancan de la tierra vitales levaduras.
Tratados y opalinas, diccionarios, quinqués,
levitas impecables, pensamiento francés,
románticos anhelos, ceñidos uniformes
y el futuro domado por las Constituciones.
En cambio, por la opuesta vertiente de la Patria
discurren experiencias, el pálpito y la pausa;
la lectura iletrada del suelo y del paisaje;
guardamontes, capachos; el tácito homenaje
de la ciega obediencia que se presta al que manda,
cuando manda en funciones de padre en la comarca.
Son dos carnes que encarnan la carne de la Patria
y que al tajearse hieren en sus propias entrañas.
Caudillos y doctores, lecturas y experiencias,
adhesión a una idea, devoción por la tierra.
Y rasgos compartidos ocultos en el fondo
de la lucha entablada con recíproco encono.
Si el doctor unitario, mientras sueña y repasa
Montesquieu, jinetea redomones en marcha
por llanos y montañas, descifrando los rastros
que la tropa enemiga dejara entre los pastos;
hay caudillos que visten con cuidada elegancia,
transitan por los clásicos, formulan matemáticas
y escriben con la letra pareja y perfilada
del doctor unitarios graduado en Chuquisaca.
Pero son coincidencias formales, que no ocultan
la tenaz diferencia que los lleva a la lucha.
Son dos arquitecturas humanas, dos maneras
de interpretar la Patria diametralmente opuestas.
La Patria para unos resulta de un concepto;
los otros la presienten arraigada en el suelo.
Para aquéllos es suma de ambiciones ideales;
para éstos aceptada reunión de realidades.
Doctores unitarios, caudillos federales,
caudales encontrados de una idéntica sangre.
Caudillos federales, doctores unitarios,
corajes contrapuestos que escribieron pedazos
distintos de una historia, que al fin resultaría
la historia compartida de la Patria argentina.
Caudillos y doctores, sus triunfos y derrotas
por esos años bravos señalarían su impronta:
cuando unos intentaban forjar Constituciones
-prodigios de equilibrio formal y previsiones-
la tierra y sus caudillos reventaban los marcos
de tinta y los incisos que trataban de ahogarlos.
Era aquello un trabajo de ortopedia ilustrada,
tercamente aplicada sobre una carne sana;
guanteletes jurídicos distintos a las manos,
espejos que mostraban un rostro ya pintado;
cuidadas partituras para piano y orquesta
que habían de interpretarse con guitarras y quenas.
En las olas revueltas de estas aguas contrarias
encalló el Directorio, naufragó Rivadavia.
Por las olas revueltas de estas aguas bravías
bordejearon Ramírez, López, Bustos, Artigas,
Lavalle –que volcara ceibales desgarrados
después de un veredicto sumario, acá en Navarro-;
Las Heras y Viamonte; Quiroga, que en los llanos
de La Rioja afilaba su destino de mando.
Mientras tanto escuadrones, allende las fronteras,
soportaban la gerra por tierras brasileras
y al fin, en Ituzaingo, conseguirían tomar
el triunfo y una música, que los hombres de Alvear
Trajeron a su vuelta y hoy resuena al entrar
quien reviste en la Patria la suma autoridad.
XVI
Por entonces, del fondo de los campos porteños,
llegó un paisano rubio, ahijado del Pampero.
Los teros y zorzales saludaron el paso
del hombre que llegaba de orillas del Salado.
Las flores de glicina cambiaron su color
y en la ciudad se abrieron divisas de malvón.
Don Juan Manuel de Rosas concertaba en sí mismo
comunes caracteres del doctor y el caudillo:
porteño por la cuna, campero por oficio;
fue unitario en los hechos, federal por principios;
comprendió a las provincias porque amó a Buenos Aires;
gobernando sus pagos mandó en la Patria Grande.
Porque había conocido la alarma del malón
llevó hasta Colorado la civilización.
Con la dura defensa que opuso al extranjero,
ganó del extranjero su confianza y respeto.
Postergando la firma de una carta formal
consolidó las bases de la Unión Nacional.
Don Juan Manuel de Rosas, domador en el Sur,
palanqueó la anarquía, se le afirmó en la cruz
y con pulso seguro dominó su vigor
para darle a la Patria firmeza de Nación.
La Argentina alcanzaba madura juventud
llevada por un hombre, domador en el Sur.
XVII
Una tarde, en Caseros, cayó el Restaurador
y fue la Patria en busca de su Constitución,
que encontró en el Congreso reunido en Santa Fe,
cuando Urquiza mandaba por el cincuenta y tres.
Sin embargo, a la sombra de este nuevo instrumento
volvió a correr la sangre, regando nuestro suelo.
Y se alzó Buenos Aires, peleó Urquiza con Mitre,
florecieron las armas, ladraron los fusiles.
Cambiaron presidentes... los soldados porteños
llevaron tierra adentro sobresalto y degüello.
Después vino una guerra confusa y resistida
que enfrentó a paraguayos con tropas argentinas.
Callaron los cañones: Curupaytí, Humaitá
pasaron al recuerdo y, lograda la paz,
las fuerzas nacionales se emplearon en la guerra
perpetuamente viva sobre la pampa abierta.
La guerra interminable del súbito malón,
del atento mangrullo, la chuza y el facón;
de fortines plantados a orillas del desierto
y de las diligencias flanqueadas por lanceros.
Uriburu, Racedo, Vintter, Daza, Villegas,
bajo el mando de Roca clavaron las fronteras
de la Patria en sus claros esquineros australes.
Y en los surcos que abrieron las hojas de sus sables
crecieron los trigales, cantando las espigas
un himno a la riqueza de la Patria argentina.
XVIII
Y llegó el alambrado, recortando la pampa
con sus tensos cordajes de guitarra templada.
Los cedros y los arces, los olmos, las acacias,
dibujaron los parques de incipientes estancias.
Y a la par de los talas y de las cortaderas
nacieron perspectivas de elegancia europea.
Rebaños prodigiosos poblaron la llanura
y el sol de los cereales reemplazó al pasto puna.
Mientras tanto, en el puerto de espumas alazanas
desembarcaban vastas corrientes de esperanza:
bodegas atestadas de nombres sin destino
respondían al llamado del hechizo argentino.
Bajaban su equipaje de audacia y de constancia,
envuelto en un pañuelo o en papeles de estraza.
Todos ellos tuvieron lugar en esta tierra
y el hijo de inmigrantes no tuvo otra bandera
que aquella que llevaban las tropas, en los días
de alguna fiesta patria, por la calle Florida.
La liturgia del mate, las quebradas del tango,
los goles celebrados cuando jugaba el cuadro
nacional en la cancha de Sportivo Barracas...
forjaron de algún modo las pautas de una raza
que, junto con las glorias del pasado y el clima,
distingue a nuestra gente como gente argentina.
Los rieles extendieron metálico abanico
del puerto hasta los centros del grano, del racimo,
del quebracho y la lana (yo he visto mariposas
y flores en el frente de las locomotoras).
Buenos Aires crecía: se espejaba en los mármoles
que adornaban sus casas; las copas de los árboles
desbordaron Palermo, se mezclaron con varias
especies que llenaron de follaje las plazas,
metiéndose en los barrios, sombreando las veredas...
veredas que tenían su dueño en Balvanera,
San Telmo o en Corrales, donde algún compadrito
reclamaba peaje con mudo desafío.
Jocundos albañiles de Génova y Calabria
poblaron de cornisas, zaguanes, balaustradas,
las barriadas crecidas pasando el adoquín
y el sonoro empedrado, mojones y confín
del centro iluminado, que pronto cruzarían
tirados por caballos rumorosos tranvías.
Buenos Aires de entonces: gringos, criollos, malevos
y la “gente decente” manejando el gobierno.
Y allá por el noventa las boinas de los cívicos...
Después el Centenario, fervor de patriotismo
crepitando en los fuegos de artificio, en las galas
del Colón y en las canchas clandestinas de taba.
Las provincias, en tanto, custodiaban valores
legados con la estirpe de los conquistadores;
a través de su gente con dotes de talento
compartieron las altas funciones de gobierno
y toda la opulencia de sus vastos recursos
naturales cantaba promesas al futuro.
Era así como entraba la Patria en este siglo...:
su figura dorada convocaba al destino.
Con algo de inconsciencia, quizá con desviaciones
que afectarían el rumbo de sus realizaciones,
pero estaba formada la Nación Argentina,
que es una Patria bella, que es una Patria amiga,
que es una Patria fuerte, que luchó y que triunfó:
que es la Patria Argentina, por la gracia de Dios.
(He querido contarles la vida de la Patria,
pues mirando el pasado se conoce el mañana.)
ORACION POR LA PATRIA
Es extraño, Señor, cómo varía
la regla que calibra las nociones,
cuando está referida a las naciones
o apuntada a las almas y a su guía.
La humildad en un caso regiría
pero, en cambio, el orgullo es de los dones
con que fundas países. Las pasiones
paganas de bravura en la porfía
y apetencias de gloria y de riqueza,
se oponen al perdón y a la pobreza
que ordenaste guardar en las conciencias.
Yo te pido humildad, moderación
para cada argentino; mi Nación
tenga orgullo, bravura y apetencias.
EPILOGO
LAS PATRIAS CHICAS
I
Yo crecí en el Oeste de los campos porteños,
si bien mi gente ha sido de arraigo en la ciudad;
el pueblo se llamaba como mi bisabuelo
que en la plaza tenía su busto y pedestal.
Fue allí donde el gobierno, por principios del siglo,
detuviera las tropas que en un tren militar
viajaban sublevadas cuando en mil nueve cinco
fracasó un alzamiento de origen radical.
Eran campos que Roca rescatara al desierto
y que mi bisabuelo resolviera comprar
al primer propietario, don Eduardo Madero,
cuya marca –una eme- no quiso reemplazar.
Después, las grandes crisis del dieciocho y el treinta
llevaron por pedazos aquella propiedad
y se llevaron toda la parte de mi abuela,
que mi padre más tarde lograría recobrar.
Recobrar disminuida, los montes devastados
por el hacha implacable y la sierra voraz
(muñones de nogales, los robles derrotados,
pinares degollados con sus troncos al ras).
Pero allí, en un potrero de la estancia materna
mi padre alzó una nueva población. Más allá
del casco devastado crecieron sombras nuevas
de acacias y de fresnos, del lacio aguaribay.
Yo crecí en el Oeste de los campos porteños:
recuerdo las tranqueras, recuerdo un alazán,
vellones y tijeras, la redondez del cielo,
mañanas con escarcha y la siesta ritual.
Recuerdo subrepticias dulzuras de sandías
y a mi madre ajustando la trama en su telar;
por la tarde el Rosario, gotear de Avemarías,
las lunas que gobiernan el tiempo de sembrar...
II
Mi mujer creció, en cambio, por pagos de la costa,
en su sangre se mezclan el campo y la ciudad;
Buenos Aires y Salta, porteños con historia
y un solar provinciano perdido en Seclantás.
Campos viejos los campos porteños de la costa...,
son campos con memoria del tiempo virreynal,
que cruzaron a veces las diferentes tropas
de blandengues, milicias o Alcaldes de Hermandad.
Son campos que supieron de guerra y vaquerías,
que guardan en sus talas o en algún cangrejal
el intacto carácter de sus voces antiguas
timbradas por las garzas, las guitarras y el mar.
Son campos que hace siglos están en la familia,
fue el rincón que llamaban El Puesto de El Chajá
un casco enriquecido por tinglados de esquila,
galpones para toros, membrillos y alfalfar.
Al fin, como retoño de El Chajá fundador,
nacieron casa y monte, que supo proyectar
la abuela en una loma, de espalda al cañadón,
con vistas a una abierta laguna sin juncal.
Y fue por esos campos porteños de la costa
que salimos tomados del brazo a caminar,
a mirar las bandadas y el trazo que las olas
del arroyo marcaban con espuma y con sal.
Y el poniente incendiado y el color de los yuyos,
a escuchar los mugidos y un lejano balar,
que llegaban mezclados con los gritos profundos
de los pájaros de agua y de alguna torcaz.
Y así fue, caminando los dos por esos campos,
que aprendimos el arte difícil de marchar
unidos por la vida, tomados de la mano,
de frente a la aventura del amor y el hogar.
III
Yo crecí en el Oeste de los campos porteños,
mi mujer en los campos que están cerca del mar
y alzamos una casa para anclar nuestros sueños,
cercana a San Isidro..., del pueblo para acá.
Llegamos en la tarde de un día veinticinco
de diciembre; una tarde de sol y Navidad,
la casa había afirmado su raíz de ladrillos
en la entrada fecunda del suelo vegetal
y aguantaban su espalda cuadrada de azotea
tres arcos con exacta geometría de cal;
hileras de paráisos flanqueaban las veredas
y alzaba su paraguas abierto un pacará.
Esa tarde encallamos la vida en San Isidro...
las chicharras limaban su canto de metal,
inundaron la casa las voces de los hijos
que crecen al abrigo seguro del hogar.
Las veredas sombreadas, la fresca galería,
los campos del Oeste y los campos del mar,
conforman entrañables países..., patrias chicas,
que al cantar a la Patria no he querido olvidar.