Vamos a dedicar este rato a hablar del sufrimiento.
El dolor y el sufrimiento son un misterio en la vida.
¿Por qué los manda Dios?¿Por qué los permite Dios?
Hay sufrimientos que Dios no los quiere. Porque son consecuencia de pecados de los hombres. Por ejemplo, las víctimas del terrorismo.
Pero otros sufrimientos entran en los planes de Dios. Por ejemplo, las víctimas de un terremoto. Son sufrimientos consecuencia de las leyes de la naturaleza que Dios ha hecho.
Evidentemente que Dios podía haber hecho la naturaleza con otras leyes físicas. Pero toda naturaleza posible sería imperfecta, pues el único ser Omniperfecto es Dios. Fuera de Dios todo es imperfecto, limitado, capaz de mejorar. Y Dios ha pensado que en este mundo, tal como es, con sus imperfecciones, el hombre puede merecer la gloria y salvarse, que es el fin para el cual hemos sido creados.
Otra cosa es el dolor producido por los pecados de los hombres, que Dios no lo quiere. Pero para quitar el dolor, consecuencia de los pecados de los hombres, Dios tendría que quitar la libertad; pues en toda situación de hombres libres es inevitable que alguno use mal de su libertad, peque y haga sufrir a los demás.
Pero un hombre sin libertad, dejaría de ser hombre. La libertad para ser bueno o ser malo es lo que hace meritorio ser bueno. Y hacer méritos para la vida eterna es para lo que Dios nos puesto en esta vida.
Dios tiene razones para permitir el mal. A nosotros nos basta saber que Dios tiene Providencia, aunque desconozcamos sus caminos.
Dice el Nuevo Catecismo de la Iglesia Católica #(este signo hace referncia a notas que no han podido transcribirse): «La fe nos da la certeza de que Dios no permitiría el mal si no hiciera salir el bien del mal mismo, por caminos que nosotros sólo conoceremos plenamente en la vida eterna».
Todas las cosas tienen «pros» y «contras». La electricidad nos trae muchos bienes (iluminación, telecomunicación, motores, informática, etc.), pero también puede provocar un incendio por un cortocircuito y matar por electrocución. A pesar de los peligros que supone la electricidad, no por eso dejamos de poner en casa instalación eléctrica.
El mundo que Dios ha hecho tiene muchas cosas buenas, pero a veces ocurren desgracias que no comprendemos.
Sería absurdo querer entender a Dios al modo humano. Dios tiene su Providencia que a veces no entendemos: lo mismo que las hormigas no entienden el juego del ajedrez y no saben por qué se mueve una pieza u otra.
Es lógico que el hombre no entienda a veces el proceder de Dios. Nos debe bastar saber que Dios es Padre y permite el sufrimiento para nuestro bien. Por eso Dios deja actuar las leyes de la naturaleza y la libertad de los hombres.
Para los hombres el sufrir es un mal; pero no así para Dios, que ha querido redimir al mundo por el sufrimiento. Si el sufrir fuera malo, Cristo no hubiera sufrido ni hubiera hecho sufrir a su madre.
Esto no obsta para que nosotros procuremos mitigar el dolor con los medios que Dios pone a nuestro alcance.
Sin embargo también hay que valorar la mortificación voluntaria y la penitencia. Ha sido una práctica frecuente en toda la Historia de la Iglesia. Muchos santos la han practicado eminentemente.
La mortificación debe tener una cierta continuidad. No se trata de hacer un gran sacrificio un día, para luego descansar una temporada. Hay muchos modos de hacer pequeñas mortificaciones. He aquí algunos ejemplos: mortificar la curiosidad; no discutir, aunque tengamos la razón, cuando se trata de tonterías intrascendentes; no enfadarme, aunque tenga motivos para ello, si mi enfado no es necesario; levantarme de la cama puntualmente, sin conceder minutos a la pereza; acabar bien lo que hago, sin dejarlo a medias por dejadez; dedicar mi tiempo a los demás, aunque esté cansado (a no ser que tenga algo más importante que hacer); no gastar dinero en caprichos; sonreír y saludar amablemente, aunque no tengamos ganas de hacerlo; no hacer ruidos innecesarios que molestan a los demás; ser puntual para no hacer esperar; escoger para mí lo peor, si esto es posible; etc., etc.
Podemos afirmar que todo el mundo se mortifica. Lo que cambia son los motivos. Hay gente que es capaz de sacrificarse mucho por razones nobles, pero humanas: dietas de adelgazamiento, cirugía estética, entrenamientos deportivos, etc. Todas estas cosas hacen sufrir, pero se conllevan de buena gana para conseguir un fin. ¿Nos vamos a extrañar que merezca la pena sufrir por amor a Cristo? ¿Para parecernos a Él? ¿Para colaborar a la salvación del mundo? Sufrir por sufrir, ni es humano ni es cristiano. Pero el cristianismo ha descubierto el valor de sufrir por amor a Dios. No existe cristianismo sin renuncia, sin mortificación, sin imitación a Cristo «que padeció por nosotros dándonos ejemplo»# . .
Dice el Nuevo Catecismo de la Iglesia Católica#: «El progreso espiritual implica la ascesis y la mortificación, que conducen gradualmente a vivir en la paz y en el gozo de las bienaventuranzas».
Algunos dicen: «bastantes sufrimientos tiene la vida, ¿para qué buscar más?».
Por tres razones:
a) Porque sufriendo por Dios le mostramos nuestro amor, como Él nos lo mostró muriendo por nosotros en la cruz.
b) Porque sufriendo por Dios aumentamos nuestros merecimientos para el cielo.
c) Porque sufriendo uniéndonos a la Pasión de Cristo, colaboramos a la Redención de la Humanidad. Dios quiere que colaboremos a la Redención de la Humanidad. Es doctrina de San Pablo# .
Pero además, el esfuerzo y el dominio propio fortalecen la voluntad y perfeccionan la persona humana. Son ideas de Bernabé Tierno, famoso psicólogo, cuyos artículos se publican en varias revistas periódicamente. En uno publicado en la revista «Familia Cristiana», de Marzo de 1993, dice así:
«En un programa de televisión en el que niños y adolescentes hablan con un presentador, joven y simpático, escuché varias veces la frase ³hacer lo que me pide el cuerpo², como objetivo, como programa de vida. Al presentador, claro está, no se le ocurrió preguntarles a aquellos jóvenes si no les parecía razonable el hacer cosas por el hecho de que son buenas y convenientes para nosotros mismos o para los demás, aunque no nos lo pida el cuerpo, es decir, aunque no sean agradables.
Hablar de fuerza de voluntad, de dominio de uno mismo, de control de las pasiones, de esfuerzo, no sólo no está de moda sino que son temas de los que se habla con indiferencia y desprecio, si los tocamos ante muchos jóvenes y no tan jóvenes. ³No diga tonterías, no me hable de rollos², me decía hace unas cuantas semanas un joven de veinte años al que yo pretendía convencer de que el hombre está capacitado para vivir en la medida en que ha aprendido a esforzarse. Es necesario, de toda urgencia, que padres y educadores prediquemos con el ejemplo de una firme voluntad, y eduquemos para el esfuerzo a nuestros niños y adolescentes. Que sepan, desde los primeros años, que el gusto o disgusto, el placer o displacer, no son normas de conducta por las que debamos regirnos, sino lo que nos conviene, lo que es bueno para el cuerpo, para la mente y para el espíritu. Educar para el esfuerzo debe ser una constante en todos los hogares desde los primeros años, y que el niño sepa que está haciendo algo simplemente porque es bueno para él, porque le conviene, le prepara para la vida, y le ayuda a ³crecer².
Es el esfuerzo, el tesón en lograr los objetivos propuestos, lo que desarrolla ³el músculo de la voluntad², lo que se llama ³voluntad constituyente². Sin esa voluntad, que se hace día a día por medio del esfuerzo, el hombre no llega jamás a hacerse hombre, por más años que cumpla. El niño o el adolescente empiezan a ser psicológicamente mayores, maduros, cuando saben decidir y elegir por sí mismos aquello que les conviene, aunque no les guste y les exija mucho esfuerzo.
Si tu norma de vida es ³hacer lo que pide el cuerpo², es una señal clara de que sigues siendo un niño, de que no has ³crecido², de que no estás preparado para la vida, porque no son la voluntad y la razón las que te guían».
Todo esto un plan meramente humano. Por encima de esto está el plano sobrenatural.
¿Por qué Dios ha elegido el sufrimiento para redimir al mundo? No lo sabemos. Pero es así. Por eso nuestro sufrimiento unido al de Cristo colabora en la redención del mundo.
Y nuestro sufrimiento, ofrecido Dios es una manifestación de amor a Él. Lo mismo que Él nos manifestó su amor muriendo por nosotros en la cruz. El sufrir por amor a Dios nos enriquece para la vida eterna. Debe ser para nosotros un consuelo saber que, en igualdad de circunstancias, en el cielo gozan más los que más han sufrido en la Tierra por amor a Dios. Y es consolador saber que «el sufrir pasa, pero el premio de haber sufrido por amor a Dios durará eternamente».
Por eso el cristiano le encuentra sentido al sufrimiento. El ateo no tiene motivación para sufrir, por eso se desespera.
La sublimación del sufrimiento es uno de los grandes tesoros del cristianismo. Sufrir por un ideal hace más llevadero el sufrimiento: «las espinas pinchan cuando se pisan, no cuando se besan».
Querer quitar de la vida el dolor es una utopía. Todo el mundo tiene que sufrir algo. Es ley de vida. Unos en una cosa y otros en otra. Pero cada uno tiene su cruz. Es inútil querer rechazarla. Eso lleva a la desesperación. Es mucho mejor llevarla con garbo por amor a Dios. Se sufre menos y se merece más.
Debemos aceptar de buena gana la cruz que Dios ha puesto sobre nuestros hombros. Si Dios nos la ha puesto, es porque es la que nos conviene.
Va de cuento:
Érase una vez un hombre que siempre iba protestando de la cruz que Dios le había puesto encima. Un día fue a la tienda de cruces a cambiar la suya por otra. Allí las había de todos los colores, formas y tamaños.
Al entrar le dijo al tendero:
- Vengo a cambiar mi cruz, porque la que tengo no me gusta.
- Aquí tiene Vd. el catálogo. Escoja la que prefiera.
- Deme Vd. ésta.
Sale a la calle y a los pocos pasos vuelve a la tienda.
- Oiga, que ésta tampoco me gusta. Deme Vd. aquella.
Sale a la calle y a los pocos pasos vuelve a la tienda.
- Ésta tampoco me gusta. Deme Vd. aquella otra.
Y después de probar varias, le dice al de la tienda:
- Deme Vd. la mía que es la que mejor me va.
¡Natural! La tuya es la mejor para ti. Por eso te la ha puesto Dios. La que es a tu medida. La que te va mejor.
La cruz que nos pone Dios es la que mejor nos va. Como el zapato hecho a la medida. Si es más pequeño, me hace daño. Si es más grande, se me sale al andar. El que me va bien es el de mi medida.
Lo mismo pasa con la cruz. La que Dios me ha puesto sobre mis hombros es la de mi medida. Aunque me parezca muy pesada puedo llevarla, con la ayuda de Dios.
Dice San Pablo: «Todo lo puedo en Aquel que me conforta».
Dios no pone a nadie una cruz que él no pueda soportar.
Sería blasfemo pensar que la cruz que Dios nos pone nos aplasta.
Y San Agustín, ese talento privilegiado que hemos tenido en la Iglesia, tiene una frase preciosa que hizo suya el Concilio de Trento# :
«Dios no manda imposibles. Él quiere que hagas lo que puedas y le pidas lo que no puedas, que Él te ayudará para que puedas»# .
Hay un aforismo teológico que dice: «a quien hace lo que puede, Dios no le niega su gracia»# .
La cruz, con la ayuda de Dios, por amor a Dios, es mucho más llevadera.
Una niña de seis años llevaba en sus brazos a su hermanito de cuatro. Una señora le pregunta:
- ¿Dónde vas con esa carga?
Ella contestó:
- No es una carga. Es mi hermanito.
¡Qué bonito!
Hay que saber aceptar el sufrimiento con amor:
- Primero, porque así manifiesto mi amor a Dios. Dice Trafonten: «Quien no sabe renunciar a sí mismo es incapaz de amar».
El sufrimiento se halla estrechamente unido al amor. El sufrimiento sirve para expresar el amor. Dijo Jesús: «Nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos»#. El amor es darse, y quien da su persona, su vida, no tiene nada más que dar.
La cruz es el objeto más besado de la historia. Pero el beso no va dirigido al objeto, sino a Jesús, que está crucificado en ella. Cuando yo amo la cruz, amo a Jesús que está en ella.
Por el mundo hay muchos trocitos de la cruz de Cristo. Se llaman «Lignum Crucis». Se guardan en valiosos relicarios. Pero un relicario por valioso que sea, no ama. No sabe amar. No puede amar. Yo puedo ser un relicario que lleva con amor la cruz de Cristo.
El cirineo llevó la cruz de Cristo detrás de Él. Al principio la cargó de mala gana, pero después con amor. Por eso Jesús le premió con la gracia de la fe. Él y su familia se convirtieron al cristianismo, como dice San Pablo.
- Segundo, sufriendo con amor enriquezco mi corona eterna.
- Tercero, sufriendo por amor a Cristo colaboro en la redención del mundo, que es la obra más grande de la Humanidad.
Pero, sobre todo, la respuesta del dolor es Cristo que quiso pasarlo primero para animarnos a sufrir. Como la madre que prueba primero la sopa delante del niño que no quiere comer, para animarle.
Cuando se viven estas ideas, el sufrimiento es mucho más llevadero. Merece la pena sufrir. El sufrimiento es un valor. Por eso Dios, a veces, hace sufrir a sus seres queridos. Como la madre, que pone una inyección a su hijo pequeño, aunque le duela. Porque el bien de la salud, compensa el dolor del pinchazo.
La Redención no termina en la cruz, sino en la resurrección.
Si sabemos apreciar el valor del sufrimiento, y sufrimos por amor a Dios, enriqueceremos nuestros méritos para la gloria eterna, y nuestro premio será muy grande, pues Dios no se deja vencer en generosidad: premia con el ciento por uno. Decía San Juan de la Cruz: «Tan grande es el bien que espero, que toda pena me da consuelo».
Que el Señor nos conceda saber sufrir por amor a Él, y de esta manera colaborar con Él a la obra de la Redención de la Humanidad y salvación de las almas.
N.B.: Esta conferencia está disponible en DISCO COMPACTO (CD) y en vídeo. Todos los sistemas.
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