l “Hecho Extraordinario”

El “Hecho Extraordinario” es un documento autobiográfico de excepcional interés. Se trata de una carta que García Morente dirigió, en septiembre de 1940, al doctor José María García Lahiguera, y que se hizo pública después de la muerte del autor. Describe una experiencia personal que cambió el rumbo de su vida.

Con palabras perfectamente comprensibles, los cuatro escritos de García Morente que aquí aparecen agrupados por primera vez, hablan, desde diversas perspectivas, de un mismo asunto: las relaciones entre la razón y la fe.

El lector va a encontrar en este libro unas ideas tan inteligibles y diáfanas como equilibradas y profundas. Es el pensamiento de un filósofo que recobra la fe en uno de los momentos de más plena madurez de su razón.

EL “HECHO EXTRAORDINARIO”

Carta de don Manuel García Morente dirigida, en septiembre de 1940,
al doctor don José María García Lahiguera, y hecha pública después de su muerte

“El hecho ocurrió en la noche del 29 al 30 de abril de 1.937, aproximadamente a las dos de la madrugada. Permítame usted que a su narración circunstanciada anteponga algunos pormenores, cuyo previo conocimiento me parece necesario o al menos muy conveniente.

“El 28 de agosto de 1.936 fue asesinado mi yerno en Toledo. Yo sentía por mi yerno un gran cariño, mezclado con algo así como respeto y admiración. Era un joven de veintinueve años, digno de amor por todos conceptos. Su conducta moral había sido siempre ejemplar. No creo equivocarme al afirmar que había llegado al matrimonio en perfecto estado de pureza. Su vida personal también había sido siempre de acendrada religiosidad. Pertenecía a la Adoración Nocturna. Acaso esta circunstancia no haya sido totalmente ajena a su desgraciada muerte. Con eso, su carácter era alegre, jovial optimista, muy juvenil y aun aniñado en ciertas cosas. Amaba las matemáticas –en las que era realmente muy versado- y el deporte. Su presencia física era más que medianamente agradable. Era lo que se dice guapo. Y en su carrera de ingeniero de montes y luego de ingeniero geógrafo, iba caminando hacia un porvenir muy halagüeño. Sin duda alguna habría llegado a hacerse una excelente posición. Yo estaba realmente encantado con él. Ya me había dado una nietecita monísima, y poco antes –dos meses- de su muerte nació el nieto. Recibí la noticia de su muerte estando yo en la Universidad, en el acto de entregar el decanato –del que fui destituido por el Gobierno rojo- a mi sucesor, señor Besteiro. De mi casa, por teléfono, me comunicaron el fallecimiento de mi yerno. Yo comprendí en seguida que había sido asesinado. Y la impresión que la noticia me produjo fue tal, que caí desvanecido al suelo. Cuando volví en mí, pedí al señor Besteiro que interpusiera toda su influencia para lograr el rápido y seguro traslado de mi hija y nietos de Toledo a Madrid.

En efecto, el señor Besteiro, muy noblemente, consiguió que un auto oficial, con escolta de dos guardias, fuera a recoger a mi hija y nietos. Dos días después, a las once de la noche, llegaban estos a Madrid. Nosotros, en casa, esperábamos desde las ocho su llegada. Fueron tres horas de angustias mortales. Por mi imaginación desfilaban ya toda suerte de cuadros trágicos; veía a mi hija también asesinada, a mis nietos arrebatados por manos hostiles o indiferentes, conducidos a sabe Dios qué campamentos o asilos infantiles, perdidos en vida para siempre. La angustia de la espera me oprimía y nos agarrotaba a todos en casa. Por fin, a las once de la noche, llegó el auto y en él mi hija, mis nietos y dos sirvientas, todos en buena salud.

“Si le refiero a usted estos nimios detalles, es porque me parecen útiles para el conocimiento del estado de espíritu que se iba apoderando de mí. Mi sensibilidad, que de suyo es sutil y excitable, se exacerbaba por momentos. La tragedia de mi pobre hija, viuda a los veintidós años, con dos hijitos, a los dos años de matrimonio, trastornó por completo mi pensamiento, mi sentimiento, mi vida entera. Sobre mis hombros caía de nuevo el montón de las preocupaciones propias de un padre. ¡Y en qué momentos! Cuando la vida, la hacienda, la honra, indefensas, hallábanse a la merced de cualquier malvado o malintencionado que quisiera pisotearlas. En mi casa reinaba el silencio trágico de la angustia y el terror. Yo no salía en absoluto a la calle. Nadie de casa salía, sino lo indispensable para las necesidades de la vida.

“Un día, los milicianos vinieron a llevarse al hijo mayor de nuestros vecinos de piso. El pobre muchacho fue a la cárcel, y más tarde lo asesinaron en Paracuellos. Otro día, sistemáticamente, quemamos en la caldera de la calefacción toda la documentación y correspondencia que yo guardaba del año en que desempeñé la Subsecretaría de Instrucción pública en el Gobierno del general Berenguer. Al día siguiente –fue providencial- vinieron a registrar mi casa. El día entero nos lo pasábamos atisbando, detrás de las persianas echadas, todos los coches que se detenían en la puerta de la casa. Con el corazón encogido contábamos los escalones que subían los asesinos, y cuando habían pasado nuestro piso lanzábamos un suspiro de satisfacción. ¡La muerte iba a otra casa! Mis hijas, mi cuñada, mi tía, y la antigua sirvienta que tenemos desde hace veintiséis años, reuníanse en un rincón de la casa y se estaban horas y horas rezando. Yo entonces no podía, y acaso no sabía, rezar y agradecer a aquella tierna y sumisa fe de las buenas mujeres.

“En esta situación, el 26 de septiembre, al mes escaso del asesinato de mi yerno, recibí por la mañana temprano el aviso confidencialísimo de que urgía me ausentara de casa y, si era posible, de España, pues se había acordado por ciertos elementos descontentos de mi gestión en el decanato de la Facultad de Filosofía y Letras darme muerte, como era usual entonces. Obedecí prudentemente el aviso y consejo. Pude obtener un salvoconducto por medio de un ministro que era amigo mío, y con el pasaporte, aún válido, que me había servido para ir a Poitiers a primeros de julio, salí para Barcelona y Francia. En Barcelona pasé un susto enorme. Estuve a punto de ser detenido, habiéndoseme confundido con otra persona. Por fin salí de España y llegué a París el 2 de octubre. Tenía setenta y cinco francos en el bolsillo.

“Repito que, aun a trueque de aburrir a usted con nimiedades, es necesario el relato de antecedentes que acaso puedan contribuir a hacer plausible una explicación natural del hecho, que a mí me parece sobrenatural. Porque usted ha de tener en su poder todos los datos útiles para juzgar el caso, y el principal de ellos es el estado de ánimo en que iban poco a poco sumergiéndome los acontecimientos. A mí me parece firmísimamente que ese estado de ánimo no basta a dar cuenta por entero de ciertos aspectos y matices de lo que me aconteció, pero debo declarárselo a usted totalmente para que usted pueda juzgar con entero conocimiento.

Llegué, pues, a París sin dinero y con el alma transida de angustia y de dolor y además corroída por preocupaciones de índole moral. ¿Había hecho bien en abandonar mi casa y a mis hijas y ponerme egoístamente a salvo? Más, por otra parte, si la confidencia por mí recibida era cierta –y no tenía motivo ninguno para dudar de ella y sí muchas razones para concederle entero crédito, ya que la persona que me la remitía era por todos conceptos digna de fe -, yo habría sido asesinado o por lo menos encerrado en prisión y puesto, por consiguiente, en situación de no poder auxiliar a mi gente y aun de serles más perjudicial y gravoso que en el destierro de París. Entre esas dos ideas oscilaba mi conciencia, que unas veces me acusaba de fugitivo, egoísta y cobarde, y otras veces me absolvía y aun me aplaudía de prudente y precavido. Y todavía hoy, cuando los hechos han demostrado con harta evidencia lo acertado que estuve en salir de Madrid, todavía, a veces, retrospectivamente, sorprendo en algún repliegue de mi alma cierto reproche de cobarde egoísmo cuando pienso en mi conducta de entonces, al salir precipitadamente de Madrid. ¿Qué le parece a usted?

En París, Dios me protegió lo suficientemente para no dejarme caer en las abyecciones de la total miseria, t, sin embargo, no tanto que borrase de mi alma la humillación, la angustia, la congoja. Un buenísimo amigo, español, que tenía –y tiene- un pisito en París, puso a mi disposición un cuarto con una cama y un armario. Una buenísima señora, francesa, viuda de un antiguo compañero mío de estudios de Soborna –muerto gloriosamente por su patria en 1.914-, me brindó caritativamente la mesa de su hogar. Dormía, pues, y comía. No sin humillación, vergüenza y duelo, pero con honrado sentimiento de gratitud a mis bienhechores. En casa de mi amigo don Ezequiel de Selgas pasaba, pues, las noches y las mañanas. Salía a comer y cenar a casa de madame Malovoy. Mas como el señor Selgas, que actuaba de correo secreto de París a Biarritz (entre don José Quiñones de León y el conde de los Andes), permanecía días y noches ausente de París, era frecuente el caso de tener que estar yo en el pisito de mi amigo durante días y noches enteros. He aquí otro detalle nimio, pero quizá importante. Porque esta soledad, sobre todo nocturna, hubo de influir también no poco en mi estado de ánimo.

Yo padezco bastante de insomnio. En épocas normales suelo combatirlo con métodos psicológicos, que la experiencia me ha mostrado eficaces: tales son, por ejemplo, repasar in mente teorías filosóficas, o físicas, o matemáticas, o problemas de ajedrez –a este juego fui en mi juventud primera, sumamente aficionado, llegando en él a resultados que superaban la simple medianía -; en suma: series de ideas complicadas en las cuales no pongo yo ningún interés personal o afectivo. Pero estos medios, que suelo usar con fortuna para conciliar el sueño rebelde, me fallan cuando tengo en el alma alguna emoción profunda, tenaz, taladrante, porque claro está que no puedo emplearlos, puesto que el pensamiento y la imaginación se me van tras la preocupación afectiva y sentimental que me embarga. Por eso, cuando verdaderamente me hallo bajo el peso de una honda preocupación, el insomnio en mí es casi irremediable, y sólo la fatiga física, a muy altas horas y por poco tiempo, acaba por rendirme.

Pues bien; en París el insomnio fue el estado casi normal de mis noches tristísimas. Me las pasaba cavilando sobre si había hecho bien o mal en dejar a mis hijas y venirme a París, sobre cómo podría arreglármelas para ganar algún dinero y salir de la humillante situación en que me veía, sobre le modo de sacar de España a mis hijas ya mi familia, sobre la manera de hacerlas subsistir en el extranjero (yo, que vivía de limosna), si, al fin, lograba sacarlas de España. También a veces repasaba en la memoria todo el curso de mi vida: veía lo infundada que era la especie de satisfacción modorrosa en que sobre mí mismo había estado viviendo; percibía dolorosamente la incurable inquietud e inestabilidad espiritual en que de día en día había ido creciendo mi desasosiego.

En no pocas ocasiones tenía que saltar de la cama, incapaz de sufrir por más tiempo el insomnio en la inmovilidad del lecho, y recorría el piso, paseaba febril por la habitación, cogía un libro, que enseguida se me caía de las manos. Lo que más consuelo me daba era abrir las ventanas y, a pesar del frío, permanecer horas enteras contemplando desde ellas –último piso, octavo piso- la inmensa mole de París y en el fondo la masa de Montmartre y la luz de la torre Eiffel.

Había iniciado algunas gestiones, a la ventana, para sacar de España a mis hijas por medio de la Embajada de Inglaterra. Me fallaron. Inicié luego otras, por medio de la Cruz Roja internacional. Todavía no he tenido contestación a ellas. Y lo curioso es que estos fracasos no me impresionaban excesivamente, porque el infinito deseo de ver a los míos se templaba no poco por dos consideraciones: la primera, que recibía con regularidad carta de Madrid –por tercera persona interpuesta -, que me tranquilizaba sobre el estado de salud y de dinero de los míos, a quienes había dejado una cantidad no despreciable; y la segunda, que en la absoluta penuria económica de que yo sufría me aterraba la perspectiva de tener que subvenir sin un céntimo a las necesidades de ocho personas en París.

En esto, a fines de enero de 1.937, un golpe de suerte modificó un tanto mi situación. Recibí una carta de la Editorial Garnier Freres rogándome que me pasara por sus oficinas. Lleno de curiosidad y olfateando algún suceso favorable, me presenté en el despacho del señor Garnier. En efecto, el señor Garnier me propuso la confección de un diccionario francés-español y español-francés en sustitución del anticuado y agotado de Salvá, que la casa había editado muchos años antes. Un amigo mío, editor catalán, que como yo y tantos otros, estaba huido en París, había hablado a Garnier de mí como persona capaz de llevar a cabo el trabajo necesario. Acepté la proposición y las condiciones, pidiendo que me pagase por entregas mensuales de original. Me puse al trabajo febrilmente. Y me sentí mucho mejor y más consolado. Ya tenía, al menos, un antídoto diurno, algo conque llenar las horas del día. Las de la noche, por desgracia, no podían sustraerse así tan fácilmente a la garra del insomnio, de la preocupación, del desasosiego, de la inquietud moral y espiritual. A fines de febrero pude sentir la inmensa satisfacción de cobrar mil francos, fruto de mi trabajo, y corrí a compensar del mejor modo que pude a la buena señora que me daba de comer en su casa. No era gran cosa, pero lo bastante para remediar en algo el cruel sentimiento de humillación en que vivía desde hacía cinco meses.

Quince días después, o sea a mediados de marzo, otro golpe de teatro. Recibo un cablegrama de Buenos Aires, firmado por mi antiguo amigo el profesor Alberini, decano de la Facultad de Filosofía y Letras de Buenos Aires, en que me ofrece la cátedra de Filosofía en la Universidad de Tucumán (Argentina). Respuesta pagada. Medité cinco minutos y contesté aceptando, pero condicionando mi ida a la Argentina a la salida de mis hijas y nietos de España para que me acompañasen. Convencido de que la respuesta iba a ser afirmativa, me dediqué otra vez febrilmente –y ahora ya con toda mi alma- a buscar la manera de sacar de España a mi familia. ¿Qué hacer? ¿Cómo conseguir cosa tan difícil? En esta época, a mediados de marzo del 37, hubo veces que pasé hasta tres noches sin dormir ni un segundo y sin tener actividad alguna como derivativo del cruel insomnio; cuando más, lograba conciliar media hora o una hora de sueño a la extrema madrugada. Por mucho que pensaba, no encontraba la manera de enfocar útilmente el problema de sacar de España a mis hijas. ¿Cómo hacer? Justamente ahora, cuando el ofrecimiento argentino me daba resuelto el problema de mantener a mi familia fuera de España; justamente ahora, era cuando no veía luz alguna ni resquicio por donde iniciar la gestión.

Desesperábame, y hubo momento en que, exacerbándose de nuevo el doloroso escrúpulo moral de haber abandonado a los míos en Madrid, acometióme la idea –extrañísima en mí, que no era creyente- de que ese contraste entre la actual posibilidad de subvenir a las necesidades de los míos fuera de España y la imposibilidad contraria de conseguir su salida y reunión conmigo era un castigo de Dios por mi egoísmo y cobardía. La primera vez que la idea “castigo de Dios” rozo mi mente, fue cosa fugaz y transitoria, en la que no paré mientes. Pero por la noche la misma idea reapareció, y esta vez ya con claridad y persistencia tales, que hube de prestarles mayor atención. Pero fue para mirarla, por decirlo así, despectivamente y rechazarla con un movimiento de enojo, de orgullo intelectual y de soberbia humana. “No seas idiota”, me dije a mí mismo. Y el pensamiento volcó sobre la pobre ideíta, humildita y buena, un montón rápido de representaciones filosóficas, científicas, etcétera…, que la ahogaron en ciernes.

Pocas horas después me sucedió un acontecimiento por lo menos extraño. Iba yo con cierta frecuencia a la casa que habitaba en Auteuil don José Ortega y Gasset. Para ir allá tenía que tomar el metro y descender en la estación de la avenue Mozart, desde donde, a pie, iba por la rue de l’Assomption hasta la casa de mi buen amigo. Nunca había parado ya mientes en el nombre de esa calle ni en el porqué de ese nombre. Pero aquel día he aquí que al surgir por la escalera del metro en la Avenue Mozart, asaltóme el recuerdo de mi buenísima esposa en el preciso instante en que, levantando la vista, claváronse mis ojos sobre la paca que decía: “Rue de l’Assomption”. Agolpáronse entonces en mi mente una porción de recuerdos y de pensamientos. “Esta calle –pensé- se llama de la Asunción porque, sin duda, en ella está o estuvo el convento de la Asunción, donde mi mujer se educó en Málaga. ¡Claro! ¡Cómo que la casa madre fue establecida en Auteuil! Y en Auteuil estoy. Luego por aquí debe estar o debió estar el primitivo convento de las monjas que educaron a mi buena esposa y a mis hijas. Vamos a ver.” Y caminando despacio, me iba fijando en todos los edificios que veía. No tardé en descubrir el convento. Ahí está todavía. Un gran jardín de viejísimos árboles constituye el resto superviviente del inmenso parque convertido hoy en casas de renta. Durante buen rato contemplé la fachada del convento, actualmente casa de retiro y reposo para señoras y madres enfermas. L calle que hace esquina al convento actual se llama “Rue Meillert de Brou”, que es el nombre de mundo de María Eugenia, fundadora de la Asunción. Muchísimas veces había yo pasado por allí en aquellos meses, y nunca había visto en realidad ni la calle ni el convento ni nada de esto.

Llegué pensativo y preocupado a casa de don José Ortega y Gasset. Y he aquí que ese día encontré en la sala de don José a un catedrático de Madrid, que estaba allí de visita, y a quien yo conocía mucho y trataba con intimidad y cariño. Este señor no era ni es rojo. Pero tenía el pobre la desgracia enorme de tener a sus hijos –varones todos y ya mayores- divididos en la cuestión española. Uno de ellos estaba sirviendo como teniente de Ingenieros (voluntario) en el ejército de Franco. El otro, en cambio, médico, era secretario particular del doctor Negrín. Durante la conversación salió a relucir la proposición que yo había recibido de una cátedra de la Argentina, la respuesta que le había dado y el vivísimo deseo y aun necesidad que sentía de sacar a mi familia para llevármela conmigo a América. Entonces aquel señor catedrático dijo que su hijo, el secretario particular de Negrín, llegaba al día siguiente en avión de Valencia, que él le hablaría de mi deseo, que me proporcionaría alguna entrevista con el muchacho y que quizá se pudiera conseguir algo.

Yo me que dé pasmado. El conjunto de lo que me estaba sucediendo tenía caracteres verdaderamente extraños e incomprensibles. Alrededor de mí o, mejor dicho, sobre mí e independientemente de mí, se iba tejiendo, sin la más mínima intervención de mi parte, toda mi vida. La llamada de Garnier, el encargo del diccionario, el ofrecimiento de la cátedra argentina, este felicísimo encuentro con el padre de un secretario de Negrín, nada de eso había sido ni buscado, ni procurado, ni siquiera sospechado por mí. Yo permanecía pasivo por completo e ignorante de todo lo que me sucedía. Dijérase que algún poder incógnito, dueño absoluto del acontecer humano, arreglaba sin mí todo lo mío. Es más todo lo que yo hacía o intentaba por propia iniciativa salía mal y fracasaba; mis gestiones en la Embajada inglesa, con la Cruz Roja internacional, todos los esfuerzos que había hecho repetidas veces para encontrar trabajo en París, todo había fracasado lamentablemente. En cambio, caíanme como llovido del cielo precisamente los acontecimientos que menos podía imaginar y en que mi personal iniciativa no tenía la menor parte. Tuve profunda y punzante la sensación de ser una miserable briznilla de paja empujada por un huracán omnipotente.

Por tercera vez la idea de la Providencia se clavó en mi mente. Por tercera vez, empero, la rechacé con terquedad y soberbia. Pero también con un vago sentimiento de angustia y confusión. Era demasiado evidente que yo, por mí mismo, no podía nada, y que todo lo bueno y lo malo que me estaba sucediendo tenía su origen y propulsión en otro poder bien distinto y harto superior. Con todo, refugiábame en la idea cósmica del determinismo universal, y una vez que se me ocurrió tímidamente el pensamiento de pedir, de pedir a Dios, esto es, de rezar, de orar –que era, sin duda, la actitud más lógica y congruente con todo lo que me estaba sucediendo -, rechacé también como necia puerilidad. ¡Qué demencia!

Me entreviste, en efecto, con el hijo del catedrático, que llegó a París, e Valencia, en avión al día siguiente. Le expuse mi deseo. Le dije que Negrín me conocía bien. Le rogué que procurase la salida de mis hijas y nietos. Negrín no era entonces presidente del Consejo, sino ministro de Hacienda en el gobierno Largo Caballera. El hijo del catedrático me prometió hacer todo cuanto estuviera de su parte para satisfacer mis deseos. Quedé bien impresionado, lleno de optimismo y de esperanza. Escribí a mis hijas una carta muy meditada. Yo, muchas veces, les había recomendado que por nada del mundo saliera de Madrid en las expediciones más o menos forzosas que se hacían hacia Valencia. Me arrebataba la idea de esas carreteras bombardeadas, de esas evacuaciones en camionetas, entre milicianos y milicianas, al azar de cualquier encuentro malo. Pero ahora tenía que advertirles que su salida era cosa mía, hecha de acuerdo conmigo, y que cumplieran puntualmente todo cuanto les mandaran hacer de parte del hijo del catedrático. La carta, pues, que les escribí era delicada y difícil. La entendieron perfectamente, gracias a Dios.

Y, en efecto, el día 2 de abril recibí un telegrama de Valencia en que me anunciaban su llegada a la capital levantina. Dos días después recibí una carta en la que me comunicaban haber hecho felizmente en auto el viaje de Madrid a Valencia, y me referían su entrevista con Negrín, el cual las había recibido muy amablemente y les había prometido darles en breve el necesario pasaporte para venir a París. Yo nadaba en la alegría. Parecíame seguro que en pocos días iba a tener la dicha de abrazarlas. Ya tenía preparado el alojamiento. Un viejo amigo mío, compañero de estudios de la Sorbona y catedrático de la Universidad de Caen, había puesto a mi disposición el piso que tenía en París y que no ocupaba más que en las vacaciones.

Aguardaba impaciente el telegrama comunicándome la llegada fija para tal día a tal hora. Pasaron tres días. “Serán –pensaba yo- las dificultades burocráticas.” Recibí una carta de Valencia. En efecto, mis hijas me decían que las dificultades burocráticas entorpecían la cosa, pero que tenían promesa del Ministerio de la Gobernación de obtener el pasaporte el día siguiente. Una leve inquietud, una especie de presentimiento sombrío, que se alzó en mi alma, fue rápidamente ahogado por el frío razonamiento. No, no había que temer; puesto que les habían prometido darles el pasaporte, es que estaban dispuestos a dárselo; era, pues, sólo cuestión de días. Me tranquilicé a mí mismo y volví, como normalmente, a poner toda mi confianza en la regularidad de los engranajes naturales y humanos. Pero pasaron otros tres días sin recibir el ansiado telegrama. Ya empezaba a inquietarme de nuevo. Y de nuevo recibí carta de Valencia. Y de nuevo me aseguraban mis hijas que tenían promesa firme de recibir el pasaporte, que en Gobernación había atasco de trabajo, que tuviera paciencia, etcétera… A la lectura de esta carta mordióme de nuevo en el corazón el diente de la duda, de la aprensión y la congoja. ¿Qué pasará? ¿Será que se están burlando de ellas en Valencia, entreteniéndolas con vanas promesas?

Derrumbóse otra vez en mi alma la confianza en la determinación natural de las causas y efectos, y la inquietud profunda se apoderó otra vez de mí. No podía hacer nada. Lo que quiera que hubiese de acontecer, allá se fraguaba, lejos, sin la más mínima posibilidad de una acción eficaz por mi parte. Yo solo en París, desde el octavo piso de la casa del Boulevard Sérurier, estaba atenido a esperar, angustiado, el estallido de los hechos que se concertaban o desconcertaban ellos solos, por sí solos, encima de mi cabeza. Aquellas noches fueron atroces. “¿Qué está haciendo de mí –pensaba- Dios, la Providencia, la Naturaleza, el Cosmos, lo que sea?” La impotencia, la ignorancia, una noche sombría en derredor y nada, nada absolutamente, sino esperar la sentencia de los acontecimientos. ¡Esperar! ¿Y cómo esperar sin saber? ¿Qué esperanza es esa esperanza que no sabe lo que espera? Una esperanza que no sabe lo que espera es propiamente… la desesperación. Empezó a invadirme un sentimiento raro, una especie de depresión total, absoluta, de todo mi ser, una dejadez infinita, de la que salía, como por el estímulo de un latigazo interior, para precipitarme en estados de sobreexcitación febril.

Pasaron cuatro o cinco días sin noticia ninguna. Mi angustia, mi congoja parecía llegar al paroxismo. Estaba a veces como entontecido y entumecido, sin pensar literalmente en nada. Otras veces me lanzaba a la calle y caminaba hasta que me rindiera el cansancio. Pero esto era peor, porque llegaba a casa fatigadísimo y, sin embargo, me era imposible dormir. A lo sumo, se apoderaba de mí durante una hora o dos una especie de modorra, un semisueño inquieto que no me aprovechaba.

Hacia el 20 de abril recibí otra carta de Valencia que veladamente me daba a entender existían “algunas dificultades para el proyectado viaje”. Esta noticia que confirmaba todas mis suposiciones, no añadía motivo nuevo de cavilación a los que ya laboraban en mi alma. Pero claro está que intensificó el estado de depresión en que se encontraba. Lo más característico acaso de ese estado era la sensación de “absoluta impotencia”, de total pasividad, de no intervención en los engranajes de mi propia vida, y frente a ella se erguía rabiosa la voluntad soberbia, que no podía admitir el verse así anulada y reducida a la “impotencia absoluta”. Ese desgarro interior, esa decisión entre la voluntad impotente, pero llena de quereres y voliciones afectivas, y frente a ella el curso implacable, pero incógnito, de los hechos; ese abismo entre en yo que quiere ser y una realidad que es lo que es, independientemente del yo volente, eso es lo que me torturaba hasta lo indecible.

Así transcurrió una semana más, sin noticias de Valencia. El 27 de abril recibí un telegrama que decía: “imposible viaje. Dinos si regresamos Madrid o vamos Barcelona.” Realizábase mi sospecha. El Gobierno negaba la salida de mis hijas. Aunque, precisamente por temida, era esta solución ya descontada, me produjo un efecto tremendo. Primero fue de rabia e indignación contra el gobierno rojo. Me desaté en improperios interiores. No había duda de que los rojos conservaban a mis familiares como rehenes para mantenerme a mí mudo e inactivo. Contesté al telegrama aconsejando la marcha a Barcelona, en donde tenemos parientes muy próximos y queridos, en cuya compañía pensaba yo que mis hijas sobrellevarían mejor la situación tanto moral como materialmente.

Y enseguida me invadió una enorme depresión física e intelectual. Durante una horas estuve como alelado, indiferente, incapaz de pensar en lo que me sucedía. Recuerdo muy bien que durante un buen rato, tendido en la cama, me entretuve en ir siguiendo con gran atención y curiosidad las evoluciones de una mosca (o lo que fuera) por el techo y la pared frontera. Poco a poco empezó de nuevo a aparecérseme con claros contornos la situación. Todas mis ilusiones se venían al suelo. Tendría que renunciar a la cátedra de América, renunciar también a recobrar a mis hijas y nietos, continuar en París la vida sombría de insomnio y preocupaciones. Sin duda, ganaba con el diccionario lo bastante para pagar mis gastos propios. Pero, persuadido de que la guerra iba a ser larga, veía el porvenir sumamente oscuro. ¿Y mis hijas? En Barcelona estarían quizá mejor que en Madrid, acompañadas de excelentes familiares y más protegidas. Pero ¿hasta cuándo? Porque ahora, habiéndoles ya negado el Gobierno la salida, sería inútil intentar otros medios, pues se veía bien claramente que el Gobierno no quería dejarlas salir de España. ¿Qué suerte correrían?

Todo el día 27 y su noche, estuve dándole vueltas a estos pensamientos particulares: Mi situación, mis hijas, mi casa de Madrid, mi porvenir inmediato o remoto, el de los míos. El 28 marchó mi amigo Selgas a Biarrtz y quedé solo en el piso por unos días. Confieso que me gustó la idea de quedar solo. Me propuse paladear, por decirlo así, esa soledad. (Le advierto a usted que yo jamás he tenido miedo a la soledad; al contrario, siempre me ha gustado extraordinariamente; varias veces he escrito su elogio y siempre que puedo la aprovecho como fruición morosa, y en todo momento, y hoy mismo, y ahora mismo la anhelo indeciblemente). Telefoneé a madame Malovoy, avisándola que no iría a comer ni a cenar en varios días, y con cierto placer íntimo recorrí el piso para convencerme –pueril ocurrencia- de que efectivamente estaba solo.

Enseguida se me ocurrió la idea de que era insensato dejar a la imaginación rienda suelta para que caminase sin rumbo ni orden por los pasos que las leyes naturales de la asociación psíquica tuviera a bien señalarle. Era, pues, preciso pensar ordenada y metódicamente, no al capricho momentáneo y como a salto de mata. De otra suerte, corría grave peligro de caer -¿quién sabe?- en verdadera perturbación mental. Así pues, empecé haciendo un repaso general de todo lo que había sucedido desde que comenzó la guerra y de lo más importante en que había meditado desde entonces. El resultado evidente de esta reflexión fue: desde que empezó la guerra, yo no había intervenido ni poco ni mucho en mi propia vida, en la contextura real de los hechos de mi vida, se habían hecho sin mí, sin mi intervención. En cierto sentido cabría decir que yo los había presenciado, pero de ningún modo causado. ¿Quién, pues, o qué o cuál era la causa de esa vida que, siendo la mía, no era mía? Porque lo curioso y extraño era que todos estos acontecimientos eran hechos de mi vida, esto es, míos; pero, por otra parte, no habían sido causados ni provocados ni siquiera sospechados por mí; esto es, no era míos. Había aquí una contradicción evidente. Por un lado, mi vida me pertenece, puesto que constituye el contenido real histórico de mi ser en el tiempo. Pero, por otro lado, esa vida no me pertenece, no es, estrictamente hablando, mía, puesto que su contenido viene, en cada caso, producido y causado por algo ajeno a mi voluntad.

No encontraba yo a esta antinomia más que una solución: algo o alguien distinto de mí hace mi vida y me la entrega, me la atribuye, la adscribe a mi ser individual. El que algo o alguien distinto de mí haga mi vida, explica suficientemente el por qué mi vida, en cierto sentido, no es mía. Pero el que sea vida, hecha por otro, me sea como regalada o atribuida a mí, explica en cierto sentido el que yo la considere como mía. Sólo así cabría deshacer la contradicción u oposición entre esa vida no mía porque otro la hizo, y sin embargo, mía porque sólo yo la vivo.

Pero, llegado a esta conclusión, se me plantearon dos nuevos problemas: Primero. ¿Quién es ese algo, distinto de mí, que hace mi vida en mí y me la regala? Segundo. ¿Y si yo no aceptara el regalo? ¿Y si yo no quisiera recibir como mía esa vida que yo no he hecho? ¿ Es acto propiamente mío, acto libre, o necesidad metafísica? Ante la gravedad de estos dos problemas me quedé perplejo y como desconcertado.

(Me parece, don José María, que estoy abusando de su paciencia y su bondad. ¿Abuso, en efecto? Me resta la esperanza de que su paciencia y bondad lleguen al extremo de seguir leyendo estas líneas. Si no fuera así, suspenda la lectura y rompa las cuartillas. Me parecerá muy justo y natural. Pero yo, por mi parte, no puedo ya ni detenerme ni abreviar más de lo que la gravedad del asunto me lo permita.)

Una especie de tranquilidad espiritual sobrevino entonces en mi alma, porque advertí, con extraordinario gozo, que las preocupaciones que me agitaban habían salido de pronto del ámbito particular y egoísta, y se habían entrado en el terreno general, universal y aún, si se quiere, metafísico. En realidad ya estaba pensando, no en mí, particularmente, sino en vida humana en general, a través de mi caso particular. Esto, repito, me alegró muchísimo, porque siempre me ha repugnado un poco la actitud del egoísmo y solipsismo, y además me parece que no es buen método para resolver los problemas –incluso los más personales e íntimos- el mirarlos desde un punto de vista exclusivamente subjetivo. La verdad, aun la individualidad, es siempre por uno de sus lados verdad objetiva y general, hay gran probabilidad de fallar en las determinaciones individuales y personales. Así pues, resolví establecer una especie de investigación metódica sobre los dos problemas que acababa de plantearme.

Y ordenadamente empecé por el primero: ¿Quién es ese algo distinto de mí que hace mi vida en mí y me la regala? Claro está que enseguida se me apareció en la mente la idea de Dios. Pero también enseguida debió asomar en mis labios la sonrisa irónica de la soberbia intelectual. “Vamos –pensé -, Dios, di lo hay, no se cura de otra cosa que de ser. Dejémonos de puerilidades.” Y, en efecto, realicé el acto interior de rechazar esas, que yo llamaba, puerilidades. Pero he aquí que las puerilidades insistían en quedarse y se negaban a ser rechazadas. Y sucedió una cosa estupenda, incomprensible para mí, a no ser por evidente auxilio de la gracia; y fue que, sin darme yo plena cuenta al principio, comencé a pensar con método estrictamente inverso del que generalmente solía emplear en estos temas.

En general, ante un problema filosófico o metafísico suelo yo proceder, en mi íntima indignación, abrazando cariñosamente la tesis que más me llena y satisface; y luego, oponiéndole adecuadas objeciones, que procuro resolver, rebatir, deshacer, siempre con el íntimo deseo de que, ante mi propia conciencia racional, prevalezca la primera tesis abrazada. Cuando alguna vez las objeciones y dificultades con que ataco dialécticamente la tesis preferida se revelan fuertes y decisivas y llegan racionalmente a deshacerla, desconsuélome sobremanera; Y me cuesta cierto trabajo afectivo y sentimental el desprenderme de aquello que veo es erróneo, para abrazar lo que veo –con pena- ser verdadero. Hasta que, pasando cierto tiempo, entrego al fin mi corazón a la tesis evidentemente verdadera, y, entonces, igualmente me costaría dolorosa pena el prescindir de ella.

Pues bien, he aquí lo extraordinario de lo que me aconteció: que toda la carga sentimental, durante la discusión interna, fue a posarse, no sobre la tesis antiprovidencialista, que tome por punto de partida, sino sobre las objeciones providencialistas que hube de oponerle en el movimiento dialéctico. En suma, obediente, por inercia del pasado, a la orden que la soberbia intelectual me dictaba de rechazar las “puerilidades”, inicié, en efecto, la discusión íntima, formulando como punto de partida la tesis del determinismo natural por causas y efectos, o sea, por causas eficientes; pero enseguida advertí – y eso es lo estupendo y extraordinario- que mi corazón no estaba con la tesis, sino con las objeciones, y que las “puerilidades” eran de mi agrado más que las supuestas sapiencias de un estricto determinismo casual. Cada vez que descubría o rememoraba algún argumento en contra del determinismo natural, alegrábase mi corazón, que evidentemente estaba con las objeciones y en contra de la tesis.

Una objeción, sobre todo, me inundó de gozo: la de que esta vida mía, que yo no hago, sino que recibo, se compone de hechos plenos de sentido. Ahora bien, el mero determinismo natural –físico, histórico, psicológico- puede producir hechos, pero no hechos llenos de sentido, no esos hechos, como los de la vida, que son inteligibles e inteligentes, encaminados sabiamente a ciertos fines y efectos. Sería muy largo –y no es necesario- desenvolver todo esto como fuera debido. Basta decir que, al llegar la noche, había sufrido una pequeña crisis en mi dispositivo intelectual. Por una parte, la idea de una Providencia divina, que hace nuestra vida y nos la da y atribuye, estaba ya profundamente grabada en mi espíritu. Por otra parte, no podía concebir esa Providencia sino como supremamente inteligente, supremamente activa, fuente de vida, de mi vida y de toda vida, es decir, de todo complejo o sistema de hechos plenos de sentido.

Llegado a esa conclusión, experimenté un gran consuelo. Y me quedé estupefacto al considerarlo. ¿Cómo es posible –pensé- que la idea de esa Providencia sabia, poderosa, activa y ordenadora, pero que acaba de asestarme tan terrible golpe, me sea ahora de consuelo? No lo entendía bien. Pero el hecho era evidentísimo. El hecho ver que me sentía más tranquilo, más sereno y reposado. (Mucho tiempo después, leyendo a San Agustín, he descubierto la verdadera clave del enigma en la frase “Inquieto está mi corazón hasta que en Ti descansa”). En aquel momento no pude hallar otra explicación sino la vulgar psicológica: que el alma, atenazada por la angustia de la ignorancia y la impotencia, empieza a consolarse con la idea de que “hay” una razón o causa explicativa, aunque todavía no sepa cuál es en concreto esa causa o razón. El solo pensamiento de que hay una providencia sabia bastó para tranquilizarme; aunque no comprendía ni veía la razón o causa concreta de la crueldad que esa misma Providencia practicaba conmigo, negándome el retorno de mis hijas.

La noche del 28 al 29 la pasé mejor de lo que esperaba. La especie de consuelo o tranquilidad, que la idea de la Providencia había proporcionado a mi ánimo, me sirvió de sedante. También es posible que una meditación tan continuada y larga, en la cual las preocupaciones estrictamente personales habían pasado, por decirlo así, a segundo plano, vencidas por consideraciones generales y metafísicas, contribuyera a aquietar un tanto los movimientos dolorosos del alma. El hecho es que descansé un par de horas con tranquilidad, y cuando desperté tuve la fuerza y serenidad bastantes para prepararme el desayuno. Recuerdo muy bien que intencionadamente cargué, quizá con exceso, la dosis de café, pues estaba decidido a proseguir, con calma y método lo más riguroso posible, mis reflexiones de tipo general. Estaba bien provisto de tabaco. Y debo decir a usted que también recuerdo que ese día 29 fumé desesperadamente, casi continuamente.

Acumulo estos detalles, acaso ridículos, porque se acerca el momento decisivo y deseo que tenga presentes todos los pormenores que pueda yo darle para que le ayuden a formar juicio. También le diré que a medio día salí a almorzar a un pequeño restaurante d obreros que había junto a mi casa; que comí bien y con apetito. Regresé enseguida a casa y tomé una taza de café, que también me hice muy cargado. En cambio, a la hora de cenar no me sentí con fuerzas ni ganas de salir a la calle. Había en casa unas latas de conservas. Cené unas galletas untadas de foie-gras y me tomé otra taza de café, también bien cargado, pero con un par de cucharadas de leche condensada. Ya le he dicho que casi no cesaba de fumar. Físicamente me encontraba muy bien; no sentía molestia corpórea de ninguna clase, y antes ni después del suceso se alteró en lo más mínimo este perfecto equilibrio físico de mi cuerpo.

Y ya que en este tema estamos de la parte física y corpórea, le diré a usted que yo nunca he padecido de trastornos nerviosos, salvo dos veces en mi vida; la una, en 1.910 (tenía yo veinticuatro años), estando en Alemania; sentíme fatigado de esfuerzos intelectuales, y fui a pasar un verano a una islita del mar del Norte, llamada Amrun. Allí tuve un día un ataque de nervios, con pérdida de conocimiento, y el médico de la localidad diagnosticó epilepsia. El diagnóstico era verdaderamente falso, pues yo regresé enseguida a Berlín, asustado, y fui a consultar al doctor Lewandoswsky, que refutó cumplidamente el diagnostico y atribuyó todo sin vacilar al estado de fatiga intelectual en que me hallaba. Quedóme durante unas semanas una ligera agorafobia, que enseguida desapareció. La segunda vez fue en 1.914, pocas horas después del nacimiento de mi hija María Pepa. También me encontraba muy cansado física e intelectualmente, y además la tensión nerviosa que un parto largo de mi mujer había producido en mí fue sin duda la causa de que tuviera alguna anormalidad mental. Seriamente me entró la preocupación de si no estaría empezando a desvariar.

En realidad, había llegado al fondo de un callejón sin salida. Me dije a mí mismo que era necesario volver atrás y repensar de nuevo todo ese proceso intelectual, que me había conducido a tan grotesca conclusión. Haciendo un esfuerzo enorme de voluntad, me impuse la obligación de tomar algún descanso, de procurarme algunas horas de tregua en el pensamiento. Se me ocurrió poner en marcha la radio para ayudarme a la distracción.

Estaban radiando música francesa: final de una sinfonía de Cesar Frank; luego, al piano, la Pavane pour une infante défunte, de Ravel; luego en orquesta, un trozo de Berlioz, intitulado L’enfance de jesús. No puede usted imaginarse lo que es esto, si no lo conoce: algo exquisito, suavísimo, de una delicadeza y ternura tales, que nadie puede escucharlo con los ojos secos. Cantábalo un tenor que matizaba incomparablemente la melodía pura, ingenua, verdaderamente divina.

Cuando terminó, cerré la radio para no perturbar el estado de deliciosa paz en que esa música me había sumergido. Y por mi mente empezaron a desfilar –sin que yo pudiera oponerles resistencia- imágenes de la niñez de Nuestro Señor Jesucristo. Vile, en la imaginación, caminando de la mano de la Santísima Virgen, o sentado en un banquillo y mirando con grandes ojos atónitos a San José y a María. Seguí representándome otros períodos de la vida del Señor: el perdón que concede a la mujer adultera, la Magdalena lavando y secando con sus cabellos los pies del Salvador, Jesús atado a la columna, el Cirineo ayudando al Señor a llevar la Cruz, las santas mujeres al pie de la Cruz. Y así, poco a poco, fuese agrandando en mi alma la visón de Cristo, de Cristo hombre clavado en la Cruz, en una eminencia dominando un paisaje de inmensidad, una infinita llanura pululante de hombres, mujeres, niños, sobre los cuales se extendían los brazos de Nuestro Señor Crucificado. Y los brazos de Cristo crecían, crecían y parecían abrazar a todo aquella humanidad doliente y cubrirla con la inmensidad de su amor; y la Cruz subía, hasta el Cielo y llenaba el ámbito todo y tras de ella también subían muchos hombres y mujeres y niños; subían todos, ninguno se quedaba atrás; sólo yo, clavado en el suelo, veía desaparecer en lo alto a Cristo, rodeado por el enjambre inacabable de los que subían con él; sólo yo me veía a mí mismo, en aquel paisaje ya desierto, arrodillado y con los ojos puestos en lo alto y viendo desvanecerse los últimos resplandores de aquella gloria infinita, que se alejaba de mí.

No poca vergüenza y pudor tengo que vencer, don José María, para contarle a usted estas cosas. Confórtame la convicción absoluta de que las cuento a quien puede entenderlas y sabrá guardar de ellas la prudente reserva. Mas como todavía me quedan otras varias, y más grandes, que referirle, permítame que pida a Dios Nuestro Señor la merced de su asistencia, para que mi relato reproduzca lo mejor posible, lo más fielmente posible, la escueta verdad de los hechos que me acontecieron aquella noche.

No me cabe la menor duda que esta especie de visión no fue sino producto de la fantasía excitada por la dulce y penetrante música de Berlioz. Pero tuvo un efecto fulminante en mi alma. “Ese es Dios, ese es el verdadero Dios, Dios vivo; esa es la Providencia viva –me dije a mí mismo -. Ese es Dios, que entiende a los hombres, que vive con los hombres, que sufre con ellos, que los consuela, que les da aliento y les trae la salvación. Si Dios no hubiera venido al mundo, si Dios no se hubiera hecho carne de hombre en el mundo, el hombre no tendría salvación, porque entre Dios y el hombre habría siempre una distancia infinita que jamás podría el hombre franquear. Yo lo había experimentado por mí mismo hacia pocas horas. Yo había querido con toda sinceridad y devoción abrazarme a Dios, a la Providencia de Dios; yo había querido entregarme a esa Providencia, que hace y deshace la vida de los hombres. ¿Y qué me había sucedido? Pues que la distancia entre mi pobre humanidad y ese Dios teórico de la filosofía, me había resultado infranqueable. Demasiado lejos, demasiado ajeno, demasiado abstracto, demasiado geométrico e inhumano. Pero Cristo, pero Dios hecho hombre, Cristo sufriendo como yo, más que yo, muchísimo más que yo, a ése sí que lo entiendo y ése sí que me entiende. A ése sí que puedo entregarle filialmente mi voluntad entera, tras de la vida. A ése sí que puedo pedirle, porque sé de cierto que sabe lo que es pedir y sé de cierto que da y dará siempre, puesto que se ha dado entero a nosotros los hombres. ¡A rezar, a rezar! Y puesto de rodillas empecé a balbucir el Padrenuestro. Y ¡horror!, don José María; ¡se me había olvidado!

Permanecí de rodillas un buen rato, ofreciéndome mentalmente a Nuestro Señor Jesucristo con las palabras que se me ocurrían buenamente. Recordé mi niñez; recordé a mi madre, a quien perdí cuando yo contaba nueve años de edad; me representé claramente su cara, el regazo en que me recostaba, estando de rodillas para rezar con ella; lentamente, con paciencia, fui recordando trozos de Padrenuestro; algunos se me ocurrieron en francés, pero al traducirlos restituí fielmente el texto español. Al cabo de una hora de esfuerzos, logré restablecer íntegro el texto sagrado y lo escribí en un librito de notas. También pude restablecer el Avemaría. Pero de aquí no pude pasar. El Credo se me resistió por completo, así como la Salvé y el Señor mío Jesucristo. Tuve que contentarme con el Padrenuestro –que leía en mi papel -, no atreviéndome a fiar en un recuerdo tan difícilmente restaurado, el Avemaría, que repetí innumerables veces, hasta que las dos oraciones se me quedaron ya perfectamente grabadas en la memoria.

Una inmensa paz se había adueñado de mi alma. Es verdaderamente extraordinario e incompresible cómo una transformación tan profunda pueda verificarse en tan poco tiempo. ¿O es que la transformación se va verificando en subconsciencia desde mucho antes de darse uno cuenta de ella? En este caso, el darse cuenta sería simplemente el término final –único consciente- de una previa evolución subterránea e inconsciente.

Sea lo que fuere, el hecho es que me veía a mí mismo hecho otro hombre. ¡Qué exacta es la frase de San Pablo acerca de los dos hombres! Pero estaba aún como el caballo recién domado, todo tembloroso, todo indeciso, sin saber qué hacer y sin poder realmente hacer nada. ¿Ir a una iglesia? Ya era de noche y seguramente todos los templos estarían cerrados. ¿Buscar a un sacerdote? Pero no conocía yo a ninguno en Paría, y además una invencible vergüenza, un pudor insuperable me impedían hablar de estas cosas con nadie que no fuera el mismísimo Jesucristo.

Anduve por la habitación palpándome yo mismo los brazos, la cara, la cabeza. Recorrí todo el piso sin buscar nada, sin objeto ni propósito alguno. En la alcoba de Selgas me miré al espejo y estuve contemplándome durante largo rato. Me encontré distinto, muy distinto, aunque bien veía que era el mismo. Empecé a sentir una especie de desdoblamiento de la personalidad. Aquel del espejo era el otro, el de ayer, el de hace mil años; éste, en cambio, éste a quien consideraba dentro de mí, el nuevo, me parecía tan tierno, tan frágil, que el menor choque podía quebrarlo en mil pedazos. Volví a mi habitación. De pronto pensé en mis hijas. “¡Cuándo se lo diga, qué emoción van a sentir!” Pero inmediatamente hice el propósito y tomé la resolución de no decirles nada por escrito. La sola idea de hablar con alguien, de todo esto que me sucedía producíame un encogimiento irreprimible.

Me senté en un sillón delante de la ventana, por donde a través del cristal veía a todo París, y en el fondo la masa oscura de Montmartre. ¡Mons Martyrun! Imágenes del cristianismo primitivo surcaron mi fantasía. ¡El circo romano, las fieras, los cristianos arrodillados en el redondel y dejándose despedazar heroicamente! ¡Qué hombre! La gracia de Dios les inundaba, les envolvía, les sostenía. Sí, sin duda; pero además ellos mismos recibían y aceptaban sumisamente esa gracia y todo cuanto Dios les enviaba. ¡Sumisamente y libremente! Porque bien claro sabían lo que hacían y lo que querían al querer conformarse con los que Dios quería en ellos.

Con este pensamiento me pareció haber llegado por fin a la solución más clara y neta del problema de la vida en mí y fuera de mí. La vida y los hechos de la vida, que Dios providente hace y produce, Dios también nos los da y atribuye. Pero nosotros los aceptamos, los recibimos libremente, y por eso son nuestros tanto como suyos. Son suyos, porque Él es su autor, creador, distribuidor y provisor. Son nuestros, porque nosotros libremente los aceptemos de su mano. Ahí está el toque, ahí está la esencia de la Humanidad: aceptar a la vez sumida y libremente. El acto más propio y verdaderamente humano es la aceptación libre de la voluntad de Dios. El animal acepta la voluntad de Dios porque, no siendo libre, no puede no aceptarla. O, por mejor decir, no la acepta sino que la recibe, se la encuentra encima sin haber pensado ni pensar en ello. Pero el hombre ha sido creado libre por Dios; es decir, que para realizar su propia esencia, para ser verdaderamente hombre libre, el hombre –yo es este caso particular- debe aceptar la voluntad de Dios con sumisión total y a la vez libremente. ¡Querer libremente lo que Dios quiera! He aquí el ápice supremo de la condición humana. “Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo”.

Y postrado de rodillas, perdida la mirada en el lejano horizonte del caserío de París, recité con íntimo fervor una vez más el Padrenuestro, entregando libremente toda mi voluntad en las manos llagadas de Nuestro Señor Jesucristo.

En el relojito de pared sonaron las doce. La noche estaba serena y muy clara. En mi alma reinaba una paz extraordinaria. Me parece que debía sonreír. Me senté de nuevo en el sillón y me puse a pensar lenta y responsablemente sobre mi nueva condición y el modo de vida que debía de adoptar ¡Cómo quien con sana alegría medita gozoso los preparativos de un anhelado viaje! “Lo primero que haré mañana será comprarme un libro devoto y algún buen manual de doctrina cristiana. Aprenderé las oraciones; me instruiré lo mejor que pueda en las verdades dogmáticas, procurando recibirlas con la inocencia del niño, es decir, sin discutirlas ni sopesarlas por ahora. Ya tendré tiempo de sobra, cuando mi fe sea sólida y robusta y esté por encima de toda vacilación, para reedificar mi castillo filosófico sobre nuevas bases. Compraré también los Santos Evangelios y una vida de Jesús. ¡Jesús, Jesús! ¡Bondad! ¡Misericordia! Una figura blanca, una sonrisa, un ademán de amor, de perdón, de universal ternura. ¡Jesús!”

Aquí hay un hueco en mis recuerdos tan minuciosos. Debí quedarme dormido. Mi memoria recoge el hilo de los sucesos en el momento en que despertaba bajo la impresión de un sobresalto inexplicable. No puedo decir exactamente lo que sentía: miedo, angustia, aprensión, turbación presentimiento de algo inmenso, formidable, inenarrable, que iba a suceder ya mismo, en el mismo momento, sin tardar. Me puse de pie, todo tembloroso, y abrí de par en par la ventana. Una bocanada de aire fresco me azotó el rostro.

Volví la cara hacia el interior de la habitación y me quedé petrificado. Allí estaba Él. Yo no lo veía, yo no lo oía, yo no lo tocaba. Pero Él estaba allí. En la habitación no había más luz que la de una lámpara eléctrica de esas diminutas, de una o dos bujías, en un rincón. Yo no veía nada, no oía nada, no tocaba nada. No tenía la menor sensación. Pero Él estaba allí. Yo permanecía inmóvil, agarrotado por la emoción. Y le percibía; percibía su presencia con la misma claridad con que percibo el papel en que estoy escribiendo y las letras –negro sobre blanco – que estoy trazando. Pero no tenía ninguna sensación ni en la vista, ni en el oído, ni en el tacto, ni en el olfato, ni en el gusto. Sin embargo, le percibía, aunque sin sensaciones. ¿Cómo es esto posible? Yo no lo sé. Pero sé que Él estaba allí presente y que yo, sin ver, ni oír, ni oler, ni gustar, ni tocar nada, le percibía con absoluta e indubitable evidencia. Si se me demuestra que no era Él o que yo deliraba, podré no tener nada que contestar

Ordenación con San Juan Pablo II 1990

Con San Josemaría 16 de junio de 1974

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