El hombre de Villa Tevere. Los años romanos de Josemaría Escrivá

CAPÍTULO I / CAPÍTULO II / CAPÍTULO III / CAPÍTULO IV  / CAPÍTULO V  / CAPÍTULO VI  / CAPÍTULO VII  / CAPÍTULO VIII  / CAPÍTULO IX CAPÍTULO XCAPÍTULO XI CAPÍTULO XII / CAPÍTULO XIII / CAPÍTULO XIV CAPÍTULO XV  / CAPÍTULO XVI  / CAPÍTULO XVII  / CAPÍTULO XVIII  / CAPÍTULO XIX / CRONOLOGÍA / ÍNDICE  /  ONOMÁSTICO / FOTOS DEL LIBRO

CAPÍTULO XIX: Un luminoso crepúsculo. «Tú me la cantarás, sin lágrimas.» Sol de membrillo. «¡Ni una corbata negra!» Epicuro, Kant y Sartre, acobardados. En manos del totalmente Otro. «Que vivo porque no vivo.» Un hombre va a morir y lo sabe. El castillo de naipes. «Y pasaré los fuertes y fronteras.» Con los ojos prestados de Dios. Apuntalando al sucesor. «Quiero verte cara a cara.» Hay muertes instantáneas, pero no repentinas. «Viejo, me parece tarde.» La última locura. Con los zapatos puestos. «La oración fecha, cabalgaba.» El Soggiorno de los abanicos. «Javi, no me encuentro bien.» «Yo te absuelvo.» More nobilium. Alguien cantó «aprite le finestre…». Laudatio de don Álvaro… Y se levantará como un gigante.

Alguien ha corrido una de las cortinas de lona azul, para celar la restallante luz, sol de membrillo, que entra por las ventanas. Andan mediados el día y el mes de marzo de 1957. En la galleria del Fumo, un grupo de hombres jóvenes -diez, doce- charlan tomando café. El Padre está con ellos. Acaban de comer. Dentro de un rato, cada uno volverá a su trabajo. Es la tertulia.

La conversación informal, inconexa, no desemboca hoy en ningún tema de singular relieve. Se habla de todo y de nada. Quizá ese mismo que se levantó a correr las cortinas toma la iniciativa de poner un disco, un disco de Nilla Pizzi, la ganadora del Festival de San Remo. En allegretto vivace suenan los primeros compases de la canción. Es un aire popular, gracioso, cascabelero, pegadizo, incluso con ciertas caracolas melódicas. Todos, más o menos, conocen esa música. Y a Escrivá le gusta mucho. Enganchó su atención desde la primera vez que la oyó:

Aprite le finestre al nuovo sole:
è primavera, è primavera.
Lasciate entrare un poco d’aria pura…

«Abrid las ventanas al sol nuevo: es primavera. Dejad entrar un poco de aire puro, con la fragancia de los jardines y de los prados en flor. ¡Es primavera, fiesta del amor!»

Ya entonces, Escrivá sorprendió a los que estaban con él diciéndoles:

-Me gustaría oír esa canción, cuando esté muriéndome.

Escrivá rara vez usa el verbo «morir». Cuando lo hace, emplea la forma castellana, mucho más recia, con su entrañable carga reflexiva: «morirse». Al hablar de su propia muerte, no parece que la imagine como algo rápido, repentino, que vaya a sobrevenirle de sopetón; sino como un proceso lento, fatigoso, un trance duro. Se diría que presiente el dolor de arrancarse. Tal vez por ello no dice «cuando yo muera», ni siquiera «cuando yo me muera», sino «cuando esté muriéndome». Imagina la muerte como una descoyuntura. Como una acción fuerte y dolorosa: el agon, la agonía. Una lucha que le exigirá vencer resistencia. Un combate definitivo, para el que siempre anda entrenándose, «porque se trata -dice- de ganar la última batalla».

Ahora, sentado en un sillón, casi de espaldas al ventanal corrido de la galleria, escucha esa canción y, a tramos, la canturrea en italiano:

Ya se ha abierto la primera rosa roja.
¡Es primavera, es primavera!
También la primera golondrina ha regresado,
y revuela por el cielo límpido:
viene a anunciar el tiempo bello.
Muchachos y muchachas enamorados,
abrid las ventanas al sol nuevo,
a la esperanza, a la ilusión…
¡Es primavera, fiesta del amor!

Ha ido recorriendo los rostros de quienes están allí, en la galleria del Fumo: Álvaro del Portillo, Javier Echevarría, Joaquín Alonso, Julián Herranz, Giuseppe Molteni, Dick Rieman, Bernardo Fernández Ardavín, Severino Monzó… Aquí se detiene.

Severino es un joven alto y fornido. Sacerdote, doctor en Económicas y en Derecho Canónico que, además de todo eso, canta muy bien. El Padre le dirige una sonrisa pícara y, como quien fija un appuntamento, una cita para un día muy lejano, le dice:

-Tú me la cantarás… sin lágrimas. (1)

Sin lágrimas. En más de una ocasión ha dicho a sus hijos que, después de su muerte, no quiere «ni una corbata negra».(2) Y si le gusta esa tonadilla primaveral es porque sugiere la alegría de los jóvenes que marchan hacia la cita con el amor. La canción habla expresamente de una cita: la luna già ha fissato appuntamento. Por ahí va su sentido de la muerte: será el apasionado encuentro de dos enamorados.

-Hace poco, mientras despedía a un matrimonio joven, se me escapó decirles: «pedid por mí, para que sea buen hijo de Dios y alegre hasta morir… aunque morir -para nosotros- es ir de bodas» (…). Sin desear la muerte, cuando se nos diga ecce sponsus venit, exite obviam ei!, ¡sal que viene el esposo, que viene Él a buscarte!, pediremos la intercesión de la Virgen, en aquellos momentos tremendos de separación del cuerpo y del alma -dolorosísimos, porque el alma está hecha para estar unida al cuerpo- y ¡saldremos gozosos al encuentro del que ha sido el amor de nuestra vida!(3)

Está claro que Escrivá tiene un sentido nupcial de la muerte. Por eso le vienen a la mente esas palabras del Evangelio: «¡Que viene el Esposo! ¡Salidle al encuentro!», donde se relatan, precisamente, unas bodas. Y la misma cancioncilla popular de Nila Pizzi lo pone en evidencia. Josemaría, tan aficionado a cantar «canciones de amor humano a lo divino», ha debido de hacer su oración más de una vez jugando con esas estrofas. Parecen banales, pero guardan una asombrosa semejanza con el más bello libro de amor que se haya escrito jamás: el Cantar de los Cantares.

En efecto, la tonadilla italiana describe la llegada del buen tiempo, los prados en flor, las noches de plata, el nuevo sol radiante, el aroma de los jardines, el volteo de las palomas primaverales que anuncian el tiempo bello… Y, de modo insistente, invita, aprite le finestre!, a abrir las ventanas para que entre el amor.

Y en el Cantar de los Cantares se lee: «¡La voz de mi amado! Viene saltando por los montes, brincando por los collados. Se parece al corzo y al cervato. Vedle, detrás de la pared, mirando por las ventanas… Me dice mi amado: ¡Levántate deprisa, amiga mía, hermosa mía, y vente al campo! Porque ya pasó el invierno. Se fue la lluvia. Y en los prados despuntan y se abren las flores, las rosas. Ha llegado la primavera, el tiempo bello, la hora de la poda, la voz de la tórtola… Levántate, amiga mía. Ven. Muéstrame tu rostro. Suene tu voz en mis oídos…»

Es, ciertamente, una llamada, una cita, un appuntamento para un encuentro enamorado.

Para el cristiano, la vida no es un extraño paréntesis entre la nada y la nada. Y la muerte no es un hachazo inexorable que malogre el vivir. Para el cristiano, vita mutatur, non tollitur: la vida no se pierde, se transforma. No hay un sentimiento trágico de la muerte, por lo mismo que no hay un sentimiento trágico de la vida.

¿Qué es lo que da temple a un cristiano? ¿Qué es lo que enrecia su encarnadura para soportar las tallas, las muescas y los trallazos del vivir? ¿Qué es lo que, a fin de cuentas, le distingue de los demás hombres? Sin ninguna duda: la esperanza.

Un cristiano es un hombre fiado a su esperanza. Todos los auténticos bienes -los bienes sin código de barras ni fecha de caducidad- los tiene al otro lado de la vida. Y hacia allá se encamina. En definitiva, pues, un cristiano es un hombre que acude una cita. Y su vivir es un «vivir preparándose» para esa estación terminal.

Pero importa decir que la esperanza del cristiano no es una nostalgia de paraísos perdidos. Es una certidumbre de cielos apalabrados que, de no ser reales, dejarían a Dios por embustero. Y contra esa certeza -más firme que una muralla de diamante- se estrellan los acobardamientos, las angustias, los miedos.

Epicuro intenta burlar ese miedo a la muerte con un capcioso juego de palabras: «Mientras yo existo, no existe la muerte; y cuando existe la muerte, no existo yo.»

Kant, para vencer el terror de imaginarse «metido en el tenebroso sepulcro» se reclina en la idea de que el cadáver ya no es «él». A partir de ahí, carece de sentido cualquier pensamiento referido a alguien que «ya no es».

Y Sartre prefiere fijarse en la fealdad de los cementerios, o en la vida del muerto como un álbum de recuerdos para los vivos: «Estar muerto es ser presa de los vivos.» Y también: «Una vida muerta es una vida de la que se hace custodio el Otro.» Frente a Epicuro, o Kant, o Sartre, el más ignorante y pobre y desvalido de los cristianos puede pisar fuerte, con la gallardía de quien tiene una respuesta imbatible para el gran enigma, para el gran «agujero negro» sin retorno. Una respuesta para el gran misterio de la muerte. Ésta: la muerte no es algo que ocurre, es alguien que llega.

Todos, cada cual a su tiempo, seremos o habremos sido ese alguien que llega. Alguien que llega a la cita. Alguien que, por fin,llega a ponerse bajo la custodia del Otro… del Dios totalmente Otro… del Dios que avala su «promesa de una futura inmortalidad», del Dios que garantiza la «esperanza de una feliz resurrección». De ahí, el más audaz y magnífico de los desafíos cristianos: atreverse no sólo a creer en la inmortalidad de las almas, sino a esperar en la resurrección de los cuerpos. Con facilidad se olvida que el cenit, el logro magnífico, del cristianismo no es un crucificado vencido, sino un resucitado vencedor.

Esta esperanza palpitaba también, desde antiguo, en el hondón del pueblo hebreo. Con vigorosa plasticidad lo expresa el salmo: et exultabunt ossa humilliata, los huesos abatidos saltarán de alegría.

Durante el mes de agosto de 1941, Josemaría Escrivá predica un curso de retiro en el oratorio de la residencia de Diego de León, en Madrid, para un grupo de chicas jóvenes. Entre ellas están Encarnita Ortega y Nisa González Guzmán. Más de treinta años después, Encarnita recuerda al pie de la letra algunos fragmentos de una meditación que le sorprendió. Nunca había oído hablar así de la muerte:

-La muerte, para un cristiano, para una persona del Opus Dei, no es nunca una muerte repentina. Repentina es una cosa que no se espera, y nosotros estamos constantemente buscando y esperando a Dios. La muerte repentina es como si el Señor nos sorprendiera por detrás y, al volvernos, nos encontráramos en sus brazos. (4)

La idea de morir no le estremece, no le infunde temor. La afronta no ya con serenidad, sino con alegría.

Un día de diciembre de 1965 pasa con Álvaro del Portillo a Villa Sacchetti. Quiere ver qué tal va un juego de ornamentos litúrgicos -para las misas de difuntos- que está bordando Mercedes Anglés. Se trata de un trabajo delicado: trasladar a una seda negra nueva las flores multicolores de un viejo mantón de Manila que les regalaron un par de años antes. Al verlo, bromea porque, siendo un juego «funerario», vaya a quedar «tan florido y verbenero». Y enseguida comenta:

-Es muy bonito. Además, así de alegre tiene que ser. Para nosotros, la muerte no es tristeza. (5)

También, cuando los albañiles andan todavía construyendo, a varios niveles bajo el suelo de Villa Tevere, lo que será «la cripta» -un oratorio que albergará varios enterramientos-, Escrivá habla con los arquitectos para que lo decoren «con una ornamentación alegre: ¡que no dé miedo!». Les sugiere poner figuras alegóricas de la paz, de la alegría, de la fecundidad, de la inmortalidad… Y policromarlas con colores suaves y cenefas doradas, que animen el ambiente de esa estancia, donde se ha de poder estar y rezar a gusto, sin inquietud. Mientras, como un ritornello, repite que «los cristianos no morimos, cambiamos de casa».

Para ver cómo marchan las obras, baja un día a esa cripta con algunos de sus hijos más jóvenes, alumnos del Colegio Romano.

En el centro, a ras de suelo, hay una superficie rectangular que cubre el hueco de la que habrá de ser su propia tumba. Se acerca. Lo mira. Y, con asombro de los que le acompañan, se arremanga la sotana y se pone a dar saltos sobre la cubierta de cemento:

-¡Aprovechaos ahora! Después, cuando ya esté yo ahí, no os dejarán hacer esto… Y yo también aprovecho, para brincar y moverme, ahora que puedo. Para estar quietecito, ¡ya tendré mucho tiempo! (6)

El 5 de diciembre de 1968, Josemaría Escrivá acude a visitar a Marisa Tordella, una joven italiana, casada y madre de dos niños muy pequeños, que está gravemente enferma. Marisa ha pedido la admisión en el Opus Dei hace pocos meses. Pero el Padre quiere conocerla y llevarle unas palabras de aliento y de fortaleza. Pide a los que están en la habitación que les dejen solos un momento. Marisa le dice:

-Padre, estoy tranquila. Tengo una confianza grande en que el Señor me ayudará hasta el momento final. Pienso mucho en mis hijos, ¡tan pequeños!… Pero le he pedido a la Madonna el encargo de que me los cuide cuando yo ya no esté…

Escrivá, según su costumbre al tratar con mujeres, ha dejado abierta la puerta de la habitación. Así, los que están fuera oyen el rumor de una conversación fluida, animada. Se sorprenden porque, de cuando en cuando, les llegan algunas alegres carcajadas.

El marido de Marisa, muy apenado, muy abatido, se acerca a monseñor Escrivá, en cuanto le ve salir de la habitación al pasillo.

-Tú te estarías preguntando de qué hablábamos tu mujer y yo, cuando nos reíamos tanto… ¿Te lo digo?… ¡Hablábamos de la muerte! (7)

Ese tuteo con la muerte no es en Escrivá un logro tardío, vejentón y resignado. Es de siempre. Le viene de tener muy arraigado el anhelo de eternidad y muy a flor de piel la conciencia de su temporalidad.

Sobre el dintel de una de las puertas de su cuarto de trabajo hay una inscripción en viejo castellano que, a diario, le recuerda esa tensión dual entre el tiempo y lo eterno: «Oh, cuán poco lo de acá. Oh, cuán mucho lo de allá.»

Por las noches, ya acostado, reza una oración que él mismo ha compuesto. Es una sencilla aceptación de la muerte. La recita cada vez con un sentido nuevo, como si ésa fuera la última ocasión:

«¡Señor, cuántas veces me has perdonado! Señor, no acudo a tu justicia, sino a tu misericordia. ¡Me has perdonado tantas veces!

»Dame una buena muerte: cuando Tú quieras, como Tú quieras, donde Tú quieras… ¡ahora mismo, si quieres! Pero, si puede ser, dame el spatium verae poenitentiae, tiempo de verdadera conversión: ¡que tenga un poco de tiempo, para amarte más! Concédeme borrar en mi vida los restos de maldad. Haz que pueda eliminar ese rastro con más amor de Dios.» (8)

«Un poco de tiempo, para amarte más.» Sí, él desea vivir, vivir para «desvivirse» trabajando por Dios y por los hombres. Con frecuencia les dice a los suyos que «es antieconómico morirse joven».

El 12 de octubre de 1968, Escrivá está en Madrid, en el Colegio Mayor Zurbarán, con unas doscientas universitarias. Una de ellas, Pepa, muy enardecida, acaba de decirle que «por la gente, hay que hacer lo que sea, hay que darse a tope, hay que ¡matarse!». Arriba, en el escenario del Aula Magna, Josemaría Escrivá gira rápido hacia el punto de donde procede la voz. Cuando ya la ha localizado, replica con enorme energía:

-¿Matarse…? ¡No! ¡Hay que vivir! ¡Hay que vivir! No estoy conforme con que la muerte sea el remedio. Tengo ya muchos años y no deseo morir; aunque, cuando el Señor quiera, iré a su encuentro encantado: in domum Domini ibimus!, con su misericordia, iremos a la casa del Señor.

A partir de ahí, suavizando el tono de voz, repentiza un sorprendente soliloquio sobre la vida y la muerte:

-Pedid que esté contento también a la hora de morir. Que los que me rodeen, me vean sonriente, como he visto siempre sonrientes a mis hijos a la hora de la muerte, sabiendo que vita mutatur, non tollitur; que no es más que cambiar de casa, salir de estas cosas de la tierra, para ir al Amor: un Amor que no hace traiciones, que sacia sin saciar, que es el Sol, que es toda la armonía: que es un encanto, que es el Amor de los amores.

»Padre, entonces, ¿usted tiene ganas de morir? ¡Ni hablar! Sería ir contra el espíritu del Opus Dei. Llevo cuarenta años predicando que no deseamos la muerte: desear la muerte es de cobardes. Hemos de desear vivir, para trabajar por nuestro Señor y para querer bien a todas las almas (…). En tiempos de santa Teresa, los enamorados -tanto los místicos como los que cantaban el amor humano- solían exclamar, para demostrar la intensidad de su amor: que muero, porque no muero. Y una letrilla famosa, que conoceréis, decía:

»Ven muerte tan escondida
que no te sienta venir,
porque el placer de morir
no me torne a dar la vida.

»Yo disiento de esta manera de pensar, y digo lo contrario:

»Que vivo porque no vivo,
que es Cristo quien vive en mí.

»Que viva en mí Cristo, hijas. Si de alguna manera queréis hacerme un bien, pedid al Señor que sea Cristo quien viva en mí. Ojalá, viejo y todo, viva muchos años para amar a todas las almas, a todas las criaturas, para demostrar con hechos que no tendré jamás rencor a nadie. ¡Vivir y trabajar! Los años no cuentan: somos jóvenes siempre. (9)

Ha hecho un quiebro, que no es un malabarismo verbal, sino el resultado de un largo proceso de maduración espiritual: ha pasado de Teresa de Jesús a Pablo de Tarso. Del desgarrado, desfalleciente que muero porque no muero, al germinal, palpitante que vivo porque no vivo.

Para Josemaría, la cuestión no es vivir o morir, ni siquiera desvivirse o desmorirse. Él apunta hacia unas azoteas mucho más luminosas: ser vivido por el Otro… tomado, habitado y señoreado por el Otro. Y, puesto ya en esa cota, cuando el «yo» de uno se ha vaciado totalmente, para alojar al «Tú» del Otro, ¿vivir?, ¿morir?, ¡tanto da!

¿Cuántas veces se habrá intentado definir al hombre? Desde el «animal político» de Aristóteles, hasta la «pasión inútil» de Sartre, el catálogo de definiciones es tan grueso como insatisfactorio. Pero, entre todas ellas, hay una muy sugerente que, tras las notas de la inteligencia y de la voluntad, añade este trazo genuinamente humano: «el hombre es el único ser que va a morir y lo sabe». En efecto, en esas tres últimas palabras está el rasgo de distinción. Porque también el toro en la plaza va a morir. Y el zorro, perseguido por la jauría de perros, va a morir. Y la gaviota, exhausta en su último raid sobre las rocas, va a morir. Pero ni el toro, ni el zorro, ni la gaviota lo saben. El hombre, en cambio, aun desconociendo el cómo y el cuándo, desde muy pronto sabe con certeza que un día morirá.

No es caprichoso, pues, asociar el «uso de razón», el «sentido común», con el común sentido de la muerte: la convicción de que uno ha de morir. Y así, cuando de verdad se podrá decir de un niño que «ya razona como un hombre», será cuando tenga una noción de la muerte, como algo que también ha de acontecerle a él, como algo que le afecta, como algo que va con él.

Los niños de esta civilización de la imagen, por su fácil acceso a los vídeos, al cine y a la televisión, tienen esa noción de la muerte demasiado temprano. Sin duda, por eso mismo, alojada la noticia como un aguijón amargo, se inician muy pronto en el uso de la razón. Saben que «la vida es drama», mucho antes que lo supieron sus abuelos y sus padres. Y ese estigma los avejenta, los cuartea, desgarrándoles prematuramente la primera inocencia.

Pero esto no era así en los años 1902-1913, y menos aún en los apacibles escenarios rurales de Barbastro y de Fonz, donde transcurrió la infancia de Josemaría Escrivá. Lo normal para un chiquillo de entonces era vivir bastante tiempo en una feliz inconsciencia, ignorando el sufrimiento y el dolor.

Sin embargo, Josemaría tuvo de un modo tremendo y precoz tres experiencias -ajenas pero muy cercanas- de la muerte: en tres años, morirán sucesivamente sus tres hermanas pequeñas.

Rosario muere con nueve meses, el 11 de julio de 1910. Josemaría tiene ocho años.

El 10 de julio de 1912 muere Lolita, a la edad de cinco años. Josemaría ya tiene diez.

Al año siguiente, el 6 de octubre de 1913, fallece Asunción, Chon, con ocho años.

Con todo el desconcierto del mundo reflejado en sus ojos, el niño Josemaría verá sacar de su casa, uno tras otro, los tres pequeños ataúdes blancos.

Han ido muriendo de menor a mayor, como si la muerte subiese una trágica escalera, inexorable, peldaño a peldaño, sin saltarse ninguno. Por ello, con esa lógica descarnada de los niños, Josemaría le suelta un día a su madre: «la próxima vez, me toca a mí».

Josemaría ya es «un ser que va a morir y lo sabe».

Vienen al hilo de este agua aquellos versos de Miguel Hernández:

Cada nuevo día es
más raíz, menos criatura,
y escucha bajo sus pies
la voz de su sepultura. (10)

Esa certidumbre no le vuelve taciturno, pero le hace madurar. Sin duda, sufre.

Una tarde, Carmen, su hermana mayor, juega a las cartas con sus amigas. Acabada la partida, han levantado con mucho cuidado un castillo de naipes.

Así están, muy quietas y conteniendo la respiración para que no se desmorone el equilibrio, cuando entra en la salita Josemaría. Se acerca a la mesa. Planta su mano sobre las cartas y ¡zas!, con un golpe seco aplasta el castillo.

-Pero…, ¿por qué haces esto?

Josemaría no es un muchacho brusco, ni entrometido. Vacila un momento, antes de responder. Cuando lo hace, su voz es todo lo masculinamente grave que puede ser en un niño:

-Eso mismo hace Dios con las personas: construyes un castillo, y cuando casi está terminado, Dios te lo tira. (11)

Por aquello de que «el hombre es el único ser que va a morir y lo sabe», un hombre será más él mismo -y, por tanto, más humano- cuanto más consciente sea de que su vida está emplazada con una «cita terminal».

El hombre frívolo raramente piensa que ha de morir. El sensato vive sabiéndolo. Y el más sensato, el santo, hace de su vida una larga preparación de la muerte: una graduación, un master de idoneidad, para cuando deba… empezar a ser eterno.

Ni ocioso, ni miedoso, el santo avanza resuelto, sin distraerse hacia ese umbral de su ultimidad: (12)

ni cogeré las flores
ni temeré las fieras,
y pasaré los fuertes y fronteras. (13)

No hay para el santo «muerte repentina», por lo mismo que no hay «muerte improvisada». El santo tiene siempre hechas las maletas para el último viaje. Como todos, él desconoce también el día y la hora. Pero, a partir de cierto momento, empieza a tener intuiciones, luces fugaces, vislumbres entreverados de claridad y oscuridad. Se va internando en algo que atardece y en algo que amanece. Un luminoso crepúsculo, donde hay que entornar los ojos, cerrarlos casi, porque tanta luz ciega. Entonces, desea no ver nada, o ver sólo… con los ojos prestados de Dios.

¿Intuye Josemaría Escrivá que se acerca el final?

Parece que sí. Hablando con sus hijas, empieza a intercalar algunas referencias a su propia muerte:

-Hace años yo no decía estas cosas, pero ahora le agrada a Dios que hable así… Tengo que estar preparado, para oírle cuando me llame. (14)

Otra vez es con sus hijos, en una tertulia de clima intimista:

-Yo no soy necesario. Os podré ayudar más desde el cielo. Vosotros lo sabréis hacer mejor que yo: yo no soy necesario. (15)

Cada vez, con más frecuencia, va apuntalando a quien habrá de ser su sucesor:

-Cuando yo muera, hijos míos, al Padre, sea quien sea, amadlo mucho, mucho, aunque se os pasen por la cabeza pensamientos de que no es suficientemente santo o inteligente, o mil pensamientos más que se os pueden ocurrir y que habéis de desechar inmediatamente, porque son malos (…). ¡Amadle mucho, hijos míos, que es muy duro llevar esto encima! (16)

En la misma línea, comenta a los suyos:

-En esta bendita Roma, cuando me cuentan de alguna institución que, al morirse el fundador o la fundadora, sufre una especie de terremoto… os aseguro que en la Obra no habrá ningún terremoto. Tengo certeza. (17)

En los últimos años de la vida de Escrivá, Carmen Ramos es la secretaria central para las mujeres del Opus Dei en todo el mundo. Está acostumbrada a despachar con el Padre, todos los días, asuntos del gobierno de la Obra, ya sea por escrito, personalmente, o a través del teléfono interior. De modo habitual, anota en su agenda de mano las indicaciones que Escrivá le sugiere para cada asunto concreto. Pero, por un golpe de intuición femenina, desde octubre de 1974 hasta junio de 1975, toma nota literal de todo lo que el Padre le dice, especialmente cuando hablan por teléfono.

A la vista de esos rápidos apuntes, Carmen se dará cuenta, después, de que en los últimos nueve meses de su vida, Josemaría Escrivá no se limita al escueto mensaje utilitario, de trabajo, sino que agrega algunas palabras más personales: pide oraciones por la Iglesia; pregunta cómo están todas las que viven bajo el mismo techo, en esas casas vecinas de La Montagnola y de Villa Sacchetti; dice lo que cara a cara no suele decir: «¡os quiero mucho, hija mía…!»; siente la necesidad de «daros las gracias por cómo me cuidáis»; y siempre, sin fallar una sola vez, antes de colgar el teléfono, su voz suena clara y cordial, despidiéndose con un animoso: «hija mía, ¡que Dios te bendiga!». (18)

Es el presentimiento del crepúsculo. Escrivá empieza a desgranar el adiós. El primer día del año 1975, que será el año de su muerte, Josemaría Escrivá pasa un rato festivo con sus hijos del Consejo general, en la sala de Comisiones. Se le ve muy alegre. En cierto momento pide que les lleven champán, allí mismo, para brindar por el año nuevo.

Invita a esos hijos suyos a unirse «todos los días a mi misa, pero ¡con más fuerza que antes!». Y, a modo de explicación, añade: «porque este año que ahora empieza, estaré mucho más unido al Señor que nunca». Ninguno, de los que en aquella habitación alzan su copa de champán, puede imaginar el alcance profético que van a tener esas palabras. (19)

A finales de ese mismo mes, el 29 de enero, Escrivá sale de viaje hacia Venezuela, para acometer su tercera catequesis pública en América. Agotadas sus fuerzas, está muy cansado y, desde hace tiempo, es cada vez más tenue su visión: con el ojo izquierdo, se defiende; pero con el derecho sólo percibe bultos de sombra y la luz como algo hiriente. Muy pocos lo saben. No porque Escrivá trate de ocultarlo; sino porque no se queja, camina garboso, procura usar gafas oscuras para salir a los lugares soleados; y, por la casa, cuando tiene que subir o bajar escaleras, se las ingenia para que Javier vaya delante y Álvaro detrás.

Ese tercer viaje predicador a América le viene cuesta arriba. No está enfermo. Son los 73 años de una vida muy esforzada, muy exigida, muy gastada, que se hacen sentir. Pero una vez más su alma tira de su cuerpo.

Cuando ya están a punto de salir, desde el aeropuerto les advierten que, por la niebla y la falta de visibilidad, el vuelo se retrasará.

Escrivá está con Del Portillo en el comedor de la Villa Vecchia. Llama a Carmen Ramos y a Marlies Kücking. Charla un rato con ellas. No puede disimular su decaimiento físico. El tono de su voz es quedo, opaco y como craquelado. Les confiesa:

-Hijas mías, yo no tengo ningunas ganas, ningún deseo de hacer este viaje. Voy allí, a América, otra vez, porque es voluntad expresa de Dios que vaya… Pero yo no tengo fuerzas para ir. Voy también por amor a mis hijos, y me identifico con la voluntad de Dios; pero si no fuese así, yo no haría este viaje.

Mientras habla, Escrivá sostiene entre las manos una copa de agua en la que se está diluyendo un medicamento. Tendiéndoselo a Del Portillo, le dice:

-Álvaro, hijo, mira a ver si esto se ha disuelto ya, porque yo no veo bien…

-Es que el día está muy encapotado, Padre, y aquí hay muy poca luz… Pero no, todavía no se ha disuelto. (20)

Ve muy poco. Son aquellas cataratas que diagnosticó en Milán el doctor Romagnoli. Curiosamente, Escrivá ha escogido como lema, como leit motiv de su oración para este año final, unas palabras del Evangelio: Domine, ut videam!, Señor, ¡que vea! Son las mismas con que, siendo un muchacho, interpelaba a Dios, porque necesitaba «ver» qué quería de él.

Ahora ya no pide ver el querer de Dios, sino a Dios mismo. Y conjuga el verbo de modo generoso: «¡que vea!, ¡que veamos!, ¡que vean!».

En alguna ocasión, rezando en el oratorio, con la mirada puesta en el crucifijo del altar, lanza en voz alta un lamento doliente:

-¡No te veo! ¡No puedo verte a Ti, Cristo mío! (21)

Tiene muy leídos, muy trabajados, muy rezados los salmos del Salterio de David. De uno de ellos, el número 26 -tibi dixit cor meum…, oigo en mi corazón: buscad mi rostro. Tu rostro buscaré, Señor, no me lo apartes-, toma unas palabras, vultum tuum, Domine, requiram, y las repite saboreándolas, de manera constante, al menos desde diciembre de 1973. Josemaría las traduce con fuerza apremiante: «busco tu rostro, Señor, ¡quiero verte, cara a cara!». Y, a veces, incluso durante la comida se le escapa un irreprimible «¡Señor, que quiero darte un abrazo!». (22)

Esa búsqueda del rostro de Dios, sin velaturas, sin nociones intermedias, en un abrazo «cuerpo a cuerpo», lleva un ritmo decrescendo tumultuoso en su alma:

-Los que se quieren, procuran verse. Los enamorados sólo tienen ojos para su amor. ¿No es lógico que sea así? El corazón humano siente esos imperativos. Mentiría si negase que me mueve tanto el afán de contemplar la faz de Jesucristo. Vultum tuum, Domine, requiram. Buscaré, Señor, tu rostro. Me ilusiona cerrar los ojos, y pensar que llegará el momento, cuando Dios quiera, en que podré verle, no como en un espejo y bajo imágenes oscuras… sino cara a cara. (23)

«Cerrar los ojos, y pensar (…) que podré verle.» Es el luminoso crepúsculo en el que se va encendiendo más y más la luz, a medida que el día viejo atardece.

En otro momento, abriendo su confidencia, recia y suavemente, como se abre una hogaza de pan, les dice a algunos de sus hijos:

-No acabo de aprender, no acabo. Tengo ansia de ver a Jesucristo, de conocer su rostro. Tengo hambre de encontrarme con mi Dios… Ayer me apuntaba algo que había leído, recitándolo, montones de veces: et ostende faciem tuam et salvi erimus, ¡hazme ver tu cara, tu rostro; y ya estoy en el Cielo, ya estoy salvo, ya estoy seguro! (24)

Es como si se le hubiese fijado una afición que ni puede ni quiere ahuyentar:

-Muchas veces, cuando hago la oración solo, la hago… ¡a gritos!, aunque sea oración mental. ¡Tengo hambre de conocer el rostro de Jesucristo! Pero…, dejémoslo estar. Ya llegará ese momento. (25)

Esas impaciencias, esas prisas por echarse en los brazos del totalmente Otro, no son cosa de última hora. Desde que era un mocetón bachiller, Josemaría ha sentido el abrazo envolvente del amor de Dios. Y así ha vivido siempre: «tomado, habitado, señoreado por el Otro».

Lo prodigioso es que, con el paso del tiempo, ese amor no esté agriado, ni enmohecido, ni ajado. Lo mantiene terso, sabroso, impulsivo, como cuando era joven. Como cuando, en Burgos, 1938, escribía aquel intrépido y encantador punto 111 de Camino, que a tantas y a tantos habría de dar envidia:

«Me has hecho reír con tu oración… impaciente. Le decías: No quiero hacerme viejo, Jesús… ¡Es mucho esperar para verte! Entonces, quizá no tenga el corazón en carne viva, como lo tengo ahora. Viejo, me parece tarde. Ahora, mi unión sería más gallarda, porque te quiero con Amor de doncel.»

Y es que, más de cuarenta años atrás, Josemaría vivía ya con el desgarro de un «corazón en carne viva», ansiando una «unión más gallarda», y presintiendo que, toda una vida, sería «mucho esperar para verte».

Ya desde entonces tenía un sentido pletórico y nupcial de la muerte.

Durante la catequesis multitudinaria que desarrolla en España y Portugal en 1972, dice varias veces que le quedan «tres locuras por cumplir». Pero al explicarlas, sólo habla de dos, que por entonces están ya acometidas y casi a punto de culminarse: una es Cavabianca, la sede del Colegio Romano de la Santa Cruz, un centro de formación superior al que acudirán hombres del Opus Dei de todas las naciones; y la otra es el santuario de Torreciudad, cerca del Pirineo de Huesca, construido a base de reunir «muchos pocos»: más que algunas donaciones multimillonarias, un gran montón de aportaciones personales, limosnas anónimas y donativos que salen del ahorro sacrificado de numerosas familias. Escrivá, es claro, promueve y remueve toda esa generosidad.

Y bien, estando un día en Portugal, un hijo suyo de ese país le pregunta:

-Padre, siempre nos habla de tres locuras, pero no conocemos más que dos: Cavabianca y Torreciudad. ¿Cuál es la tercera?

Escrivá carga su mirada sobre el muchacho que ha preguntado, y, para desdramatizar lo que va a decir, sonríe:

-¡Morirme a tiempo! Porque llegará un momento en el que yo aquí estorbaré. (26)

El fundador del Opus Dei parece intuir que se irá de este mundo sin ver configurada la Obra jurídicamente, como una prelatura; y que los obstáculos, las reticencias, los interminables trámites y dilaciones se solventarán «antes, más y mejor» cuando él ya no esté aquí abajo: «desde el cielo os podré ayudar mejor». (27)

Pero, además de eso, cuando habla de «morirse a tiempo» esboza el deseo de que le llegue la hora cuando esté, como los frutos en sazón, «maduro para el cielo».

Y todavía un rasgo más de ese «a tiempo»: Escrivá no quiere prolongarse con una senilidad enojosa, o con una larga enfermedad que haga sufrir a los de alrededor. Muchas veces lo ha dicho: «me gustaría morirme sin dar la lata».

Cuando Josemaría es un joven sacerdote y escribe aquellos puntos de Camino que él con buen humor llama «gaiticas», ya deja entrever lo costoso que puede resultar quedar al final de su vida «varado» en el lecho de una larga enfermedad: «Me hablas de morir “heroicamente”. ¿No te parece más “heroico” morir inadvertido, en una buena cama, como un burgués…, pero de mal de Amor?» (28)

Entiende y acepta que esa «normalidad» de morir en la cama es lo más congruente con la espiritualidad del Opus Dei, que no pide a su gente ni vocación de mártires, ni vocación de héroes. Pero él preferiría una muerte rápida. A ser posible, en activo. Trabajando. En el tajo. Así se lo dice, un día de mayo de 1960, a sus hijos:

-Yo le pido a Dios que me pueda vestir hasta el último día. Más razonable es -también para el espíritu del Opus Dei- que me muera tranquilo, en la cama, como un buen burgués… Pero, por mi gusto, ¡hasta con los zapatos! (29)

Y así será. Josemaría vivirá su última jornada con una actividad madrugadora, intensa, cronometrada, sin pausas… Y morirá como deseaba: de pie, con los zapatos puestos, y en el cuarto de trabajo.

Ese día final, el 26 de junio de 1975, se levanta muy temprano, como siempre. Se viste la sotana nueva, porque piensa salir de casa. Hace media hora de oración, como acostumbra cada mañana. Le cuadran, hoy y siempre, las palabras del Mio Cid: «la oración fecha, cabalgaba». Ése es el arranque de su quehacer.

A las 7,53 celebra la misa -en honor de la Virgen María- en su oratorio, ante un retablo bellísimo de mármol de Carrara que representa a la Trinidad. Javier Echevarría le ayuda. Después de la acción de gracias, el desayuno frugal, con Álvaro y Javier, hojeando la prensa. Habla con sus hijos Francisco Vives y Giuseppe Molteni, y les encarga que visiten al doctor Ugo Piazza, el médico de Pablo VI.

A las 9,35 sale -con Del Portillo y Echevarría- hacia Castelgandolfo. Conduce el automóvil Javier Cotelo. Aunque es temprano, por la carretera aprieta ya el calor. Rezan una parte del rosario. Después, hilvanan una conversación entretenida: Cotelo cuenta «hazañas» de unos sobrinos suyos que acaban de pasar por Roma.

A las 10,30 llegan a Villa delle Rose. El Padre quiere despedirse de sus hijas -licenciadas de muy diversos países, que cursan estudios en el Colegio Romano de Santa María-, porque tiene previsto viajar a Asturias dentro de dos días.

En cuanto esté con ellas les dirá:

-Tenía muchas ganas de venir. Estamos terminando estas últimas horas de estancia en Roma, para acabar unas cosas pendientes. De modo que ya para los demás no estoy: sólo para vosotras.

Unas frases que parecen triviales; pero que, asombrosamente, resisten una relectura, palabra a palabra, a la luz del inesperado desenlace que tendrán los hechos esa misma mañana.

En Villa delle Rose, en el Soggiorno que llaman «de los abanicos», se reúnen para tener un rato de tertulia. A Escrivá le gusta cómo ha quedado esa sala: sin ningún lujo, tiene un aire distinguido y, a la vez, muy familiar.

Les habla de que todos los bautizados deben tener «alma sacerdotal»: llevar a Dios a la gente, y la gente a Dios. Como si hubiese amanecido con esa idea-fuerza golpeándole la frente, también a ellas les insiste en el amor y la lealtad a la Iglesia y al Papa, «cualquiera que sea». Después, pide que le cuenten cosas. De modo espontáneo van interviniendo Heidi, que es de Austria; Chagüina, de México; Isabel, de Chile; Adriana y Giovanna, de Italia; Anita, de Brasil; Michiko, de Japón; Memé, de España; Liz, de Estados Unidos; Anna, que le da noticias del apostolado del Opus Dei en Kenya…

-Siempre digo lo mismo: ¡que tenéis mucho trabajo por delante!

Han transcurrido unos veinte minutos, cuando Escrivá se siente indispuesto…

Con Álvaro y con Javier, baja a la habitación del sacerdote: un pequeño despacho de trabajo. Descansa un poco y, en cuanto le parece que está mejor, se levanta decidido a irse. Le insisten para que permanezca más tiempo reponiéndose. Se niega. Aunque no lo dice, quiere actuar como siempre ha aconsejado que lo hagan sus hijos sacerdotes: estar en los centros de mujeres de la Obra sólo el tiempo imprescindible para cumplir el ministerio sacerdotal.

Ya al salir, indica a Chus de Meer y a Elisa Luque algunos detalles materiales que conviene mejorar en esa habitación del sacerdote, donde acaba de estar. Después, pasa un momento al oratorio para despedirse del Señor.

En el garaje, mirando a Chus, a Elisa, a Conchita y a Vale, que han salido a decirle adiós, les comenta con simpatía: «¡Perdonadme, hijas, por la lata que os he dado!»

El coche arranca. Javier Cotelo conduce rápido para llegar pronto a Roma. El Padre le ha pedido que les lleve a casa per breviorem, por el camino más corto. Durante el regreso, Josemaría Escrivá no muestra decaimiento: se le ve fatigado, pero sereno. Incluso con expresión de alegría, de contento.

Habla poco. La conversación es ocasional y discontinua. En los tramos de silencio -con toda seguridad- Josemaría continúa su «acción de gracias» por la misa que ha celebrado esa mañana. Es su costumbre. A partir de las doce, suele empezar a disponer su actitud interior para la misa del día siguiente.

Faltan tres minutos para las doce, cuando el coche se detiene en el garaje de Villa Tevere.

Como siempre que entran o salen de casa, van en directo a saludar al Señor en el oratorio de la Santísima Trinidad. Allí Escrivá clava la rodilla derecha en tierra, en una genuflexión pausada, adoradora, de ésas con las que, en cosa de un instante, reza todo el cuerpo y toda el alma reza. Mira hacia el sagrario, que es una colomba, una «paloma eucarística», precioso trabajo de orfebrería. Ésta es -¿lo sabría él?- su última visita a Jesucristo, bajo las veladuras de la Eucaristía. Muy pronto, dentro de pocos minutos, van a encontrarse cara a cara. Josemaría va a conocer, al fin, ese rostro -vultum tuum Domine…- que anda buscando, día y noche, con obsesión de enamorado.

En el ascensor de madera suben hasta el despacho de Álvaro, que es el lugar donde Escrivá trabaja. Es sorprendente: este hombre viene mal, muy mal; pero no se va a su cuarto, para echarse en la cama y descansar, ni a una salita donde puedan servirle cualquier bebida fresca, o un refrigerio. No. Ut iumentum, como ese borrico faenero que tanto le gusta, vuelve a la noria, vuelve a la mesa de trabajo… Pero nada más traspasar la puerta llama:

-¡Javi!

Javier Echevarría se ha quedado detrás, cerrando el ascensor.

El Padre, haciendo acopio de fuerzas, vuelve a llamarle:

-¡Javi!… No me encuentro bien.

Inmediatamente, se desploma en el suelo.

Por las ventanas entra, restallante, el sol de mediodía.

Cae el angelus desde el límpido cielo romano.

Álvaro del Portillo se percata de la gravedad y, mientras lo sostiene en sus brazos, le da la absolución. Al trazar en el aire la señal de la Cruz, recuerda que, justo un día como hoy, el 26 de junio de 1944, recién ordenado sacerdote, oyó al Padre en confesión: ésa fue la primera vez que él impartió la absolución. Desde entonces, en treinta y un años, ¡cuantísimas veces habrá hecho ese mismo gesto: ego te absolvo a peccatis tuis!

Poco después le administra el sacramento de la Unción. En infinidad de ocasiones Escrivá le ha suplicado con mucha fuerza: «cuando esté muriéndome ¡no me privéis de ese tesoro!». (30)

Durante hora y media, en aquel cuarto de trabajo de don Álvaro, se despliega una lucha titánica, con masajes cardíacos, con respiración artificial, inyecciones, oxígeno, electrocardiogramas… Sobre el cuerpo de Escrivá de Balaguer, tendido en el suelo, se turnan en ese esfuerzo varios hijos suyos -Dan Cummings, Fernando Valenciano, Umberto Farri, Giuseppe Molteni (Peppino), y los médicos José Luis Soria (Joe) y Juan Manuel Verdaguer, que también son miembros de la Obra.

Javier Echevarría va y viene, trayendo algunos objetos de auxilio médico. Después, se distancia unos pasos. Su mirada y la de Álvaro se cruzan. Javier rompe a llorar, con desconsuelo.

Joe Soria se arrodilla en el suelo, junto al cuerpo de Escrivá. Se inclina hasta rozarle el rostro. Le alza uno de los párpados. Después, el otro. Las pupilas del Padre están en midriasis: muy dilatadas, sin tono, no se contraen, no reaccionan ante el estímulo de la luz que entra por la ventana.

Alrededor se ha hecho más denso el silencio. Costillas adentro, todos rezan. Joe Soria comenta en voz baja:

-Reflejo pupilar perdido…

Con su mejilla pegada a la del Padre, sigue rastreando dentro de los ojos, por ver si todavía hay un hilo de vida. Quizá venga a su mente un jirón del Salmo 12: «Da luz a sus ojos, Señor, para que no se duerma en la muerte.» (31)

Pasado mucho tiempo, Joe Soria conservará una impresión vivísima de aquella exploración: «Era como bucear por el interior del Padre.» (32)

Mientras aquéllos insisten en provocar que el corazón de Escrivá siga latiendo, Del Portillo telefonea a Carmen Ramos. Le encarga que todas las que viven en La Montagnola y en Villa Sacchetti acudan a los diversos oratorios de la casa y recen «por una intención muy urgente».

Álvaro ha visto siempre que, ante situaciones difíciles, el fundador «se apoyaba», con una confianza especial, en la oración de sus hijas, el devoto femineo sexo, «porque ellas, cuando quieren, rezan más… y pueden más». Así que ni lo duda: en este trance tremendo, acude a ellas. Pero humanamente ya no hay nada que hacer. Cuando Josemaría Escrivá cayó al suelo era porque el corazón se le había desplomado.

Comienza ahora un ajetreo rápido, silencioso y eficaz, que va desde informar al Papa, a través del cardenal Villot, hasta buscar una tabla de madera, para trasladar el cadáver de Escrivá al oratorio de Santa María de la Paz. Álvaro del Portillo le quita el relicario con el lignum crucis que lleva al cuello. Sin falsos recatos y sin solemnidades ampulosas, con toda sencillez, dice a los que están allí:

-Hasta que se elija al sucesor del Padre este lignum crucis lo llevaré yo.

Después, sin poder reprimir el llanto, le descalza los pies.

Carlos Cardona presencia la escena y evoca entonces la figura airosa del Padre lleno de vida, diciéndoles aquello de «yo le pido a Dios que me pueda vestir hasta el último día (…). Por mi gusto, ¡hasta con los zapatos!».

Javier Echevarría va vaciándole los bolsillos de la sotana: la pequeña agenda, el crucifijo, el rosario, un pañuelo, un silbato que le habían regalado las chicas de un club de bachilleres…

Carlos Cardona, Julián Herranz y Javier Echevarría le revisten con ornamentos sacerdotales: el amito, el alba de encaje, el cíngulo, la estola y la casulla.

Entretanto, Jesús Álvarez Gazapo se ha encargado de comprar el féretro, preparar la sepultura de la cripta, y avisar a un amigo suyo, escultor, para que saque una mascarilla del rostro y de las manos del fundador.

Concluidos estos pormenores salen todos, salvo Álvaro y Javier. Entran entonces en Santa María de la Paz varias mujeres de la Obra: Carmen Ramos, Marisa Vaquero, Marlies Kücking, Blanca Fontán, Mª Dolores Mazuecos y Conchita Areta. Ellas limpian el rostro del Padre, le quitan los restos de yeso de la mascarilla, le peinan… Nada de eso hubieran podido hacérselo en vida. Utilizan un juego de tocador que alguien regaló a Escrivá hace años; pero él lo devolvió a sus hijas, con la excusa de siempre: «no lo necesito… además ¿dónde voy yo con esos lujos?». (33)

Con gladiolos y rosas rojas recién traídas adornan la capilla ardiente. El cuerpo de monseñor Escrivá queda tendido sobre una sábana blanca y un paño funerario, en el suelo: more nobilium, se dice en Roma, al uso de los varones nobles que, en la muerte, se humillan, se abaten, y renuncian a ser alzados en catafalcos.

En seguida empiezan a celebrarse misas de corpore insepulto que se sucederán durante toda esa tarde, la noche y el día siguiente, hasta la misa de exequias.

En cuanto Radio Vaticano informa oficialmente del fallecimiento del fundador del Opus Dei, la Villa de Bruno Buozzi 75 no da abasto a la riada, mansa pero incesante, de gente que acude a rezar.

Josemaría Escrivá -genuit filios et filias- tiene hijas e hijos de su espíritu diseminados en los dos hemisferios. Por radio, por teléfono, por cable, incluso por télex, la noticia viaja veloz. Y allá donde llega, clava su doble aguijón de desconcierto y de dolor. En Francia, Alemania y Austria se conoce pronto. En cambio, por «demoras y congestión de líneas», Irlanda, Australia, Argentina, Uruguay y Paraguay tardan varias horas en saberlo. España, por ser la «primogénita» del Opus Dei, tiene una llamada directa y temprana de Del Portillo al consiliario, Florencio Sánchez Bella.

A eso de las cuatro de la tarde, en el oratorio de La Masada, en Torreciudad, un sacerdote joven, alto y fuerte, está arrodillado en el reclinatorio del último banco. Lleva allí bastante tiempo. A ratos reza. A ratos llora. A ratos deja sueltas las crenchas del pensamiento, evocando los bellos tiempos romanos, dei bei tempi romani

Por la avenida de esos recuerdos surge, de pronto, aquella cancioncilla de Nilla Pizzi, Aprite le finestre, que tantas cosas le sugería al Padre. Y aquel deseo suyo: «me gustaría oír esa canción, cuando esté muriéndome».

Severino Monzó, en ese momento, sólo tiene un dato: el Padre ha muerto de repente. No estaba enfermo. Por tanto, no ha tenido tiempo para estar… muriéndose.

Sabe que, para el Padre, ya no existen relojes ni almanaques, porque ha traspasado la frontera desde donde se empieza a ser eterno.

Levantino, impetuoso y sentimental, Severino alza el mentón, como desafiando al aire, y piensa «¿por qué no?». Pocos minutos después, en el tocadiscos del cuarto de estar de La Masada suena la música organillera, de campanillas, y la voz de Nila Pizzi:

Aprite le finestre al nuovo sole:
è primavera, è primavera,
Lasciate entrare un poco d’aria pura…

Sereno, recuerda con toda nitidez la escena de un mediodía radiante, primaveral, en la galleria del Fumo. Es como si lo estuviera viendo… Las cortinas de lona azul francés. El humo de los cigarrillos, formando inverosímiles volutas a contraluz con el sol de membrillo. El Padre, llevando el ritmo alegre, con la cabeza y con la punta del zapato, mientras suena la musiquilla de Aprite le finestre… Luego, aquella sonrisa pícara de buena complicidad, como emplazándole para un día muy lejano:

-Tú me la cantarás…

Y Severino se pone a cantar, suavemente, al hilo del disco que sigue girando. La melodía le resuena, dulce y amarga, por entre la oscura orografía de las sienes, los tímpanos, las mandíbulas, el paladar… hasta hacérsele un nudo en la garganta. Al doblar la esquina de una estrofa -«¡muchachos y muchachas enamorados, abrid las ventanas al nuevo sol…!»-, no puede más y rompe en un sollozo.

Pone el disco una y otra vez. Está muy a gusto así, «llorándose su pena». Sí, el Padre le miró y le dijo: «tú me la cantarás». Pero agregó algo… ¿qué? ¿qué?

Poco a poco va perfilando los contornos de la evocación… La frase, exacta, literal, fue: «tú me la cantarás… sin lágrimas».

Con el dorso de la mano, como cuando era un chaval, Severino se seca los lagrimones que le resbalan por las mejillas. No es por esa estupidez de que «los hombres no lloran». Es porque entiende que, si esta pena, y este vacío, y esta orfandad, y esta mella en el alma, los ha de afrontar &laq

Ordenación con San Juan Pablo II 1990

Con San Josemaría 16 de junio de 1974

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