El hombre de Villa Tevere. Los años romanos de Josemaría Escrivá
CAPÍTULO I / CAPÍTULO II / CAPÍTULO III / CAPÍTULO IV / CAPÍTULO V / CAPÍTULO VI / CAPÍTULO VII / CAPÍTULO VIII / CAPÍTULO IX / CAPÍTULO X / CAPÍTULO XI / CAPÍTULO XII / CAPÍTULO XIII / CAPÍTULO XIV / CAPÍTULO XV / CAPÍTULO XVI / CAPÍTULO XVII / CAPÍTULO XVIII / CAPÍTULO XIX / CRONOLOGÍA / ÍNDICE / ONOMÁSTICO / FOTOS DEL LIBRO
CAPÍTULO XVII: Veranos sin hamaca. «Este hombre lleva dentro una bomba atómica.» «Padre, eso es trampa.» Castelletto del Trebbio. Forastero y de prestado. La «caza» del alacrán. Lo tan real, hoy lunes. «La perdiz, por la nariz.» Abrainville. Unas semanas en Gagliano Aterno. «Così facciamo patria!» La privacy de los ingleses. «Tenetemelo da conto!» Sant’Ambrogio Olona. Una boquilla para don Álvaro. Media mesa de ping-pong. «Ni quiero, ni puedo, ni voy a escribirlo.» La Primavera de Praga. Escapada a Einsiedeln. Javier hace un puzzle. Un «correo» de Milán. Otra vez en Villa Gallabresi. La diffidenza. Caza de brujas. Il punto di vista ottimale. «Sólo descansaría si pudiera olvidarme de la Obra.» «Me río, porque tengo presencia de Dios.» ¡Clama, ne cesses!¿Tabaco de contrabando? Caglio, 23 de agosto. El vendedor de sandías. Civenna. Unas botas de aldeano. ¡Qué solo se muere un Papa! «Álvaro, ¿nos invitas?» Escrivá consuela a Pablo VI.
Cuando el cardenal Pizzardo se encontraba con monseñor Escrivá, sin importarle ni poco ni mucho que hubiera o no gente delante, le cogía por la cabeza y le estampaba un sonoro beso en la nuca, al tiempo que exclamaba:
-¡Gracias, porque usted me ha enseñado a descansar!
Y, si veía ojos de asombro alrededor, hacía esta confesión:
-Yo era uno de los que pensaban que, en esta vida, sólo cabía o trabajar o perder el tiempo. Pero él me regaló una idea clara, maravillosa: que descansar no es no hacer nada, no es un ocioso dolce far niente, sino cambiar de ocupación, dedicarse a otra actividad útil y distraída durante un tiempo. (1)
Pizzardo, una personalidad de peso en el Vaticano, fue secretario del Santo Oficio y prefecto de la Congregación de Seminarios y Universidades. Sabía bien lo que era trabajar. Pero le faltaba aprender esa lección del descanso activo, del descanso enriquecedor, del descanso que no es pérdida de tiempo.
También Escrivá, durante muchos años, a quienes le insistían en que parase su frenética actividad, les respondía: «descansaré cuando me digan: requiescat in pace».
Con el paso del tiempo, comprendió que ese criterio era un error. Y así lo decía: «no se pueden mantener en tensión constante el cuerpo y la cabeza, porque acaban rompiéndose».
Sin embargo, hasta 1958 no pudo organizarse un tiempo de descanso. La razón más inmediata era la falta de un lugar adecuado, fuera de Roma. Esos lugares existían en el Opus Dei: casas de retiros y de convivencias, en el campo. Pero las utilizaban sus hijas y sus hijos, para ellos y para sus apostolados, en tandas sucesivas y sin solución de continuidad. Así que ahí no podía ir.
Desde 1958 Escrivá empieza a salir en verano, a Gran Bretaña, a Irlanda, a Francia y a España, alojándose en casas alquiladas o prestadas. Así, los años 1958, 1959 y 1960 pasa algunas semanas de julio y agosto en Woodlands, un chalé de alquiler en la zona norte de Hampstead Heath, al fondo de la Courtenay Avenue, en Londres. Los dueños de Woodlands son una pareja bien pintoresca: él se dedica a la industria del cine y ella a la quiromancia y al espiritismo. En 1961 y 1962 Escrivá vuelve a ese mismo barrio londinense, pero se aloja en otra casa, en el número 21 de West Heath Road, alquilada a mister Soskin, un juez de guerra de origen ruso-judío.
En todos esos veranos, combina el descanso, el estudio y el impulso a las personas y a las labores del Opus Dei, no sólo en Gran Bretaña e Irlanda, también en la Europa continental: se desplaza por carretera a diversas ciudades de Francia, España y Alemania, en 1960; y, en 1962, viaja a Austria, Suiza y Francia.
En el verano del 63 descansa algún tiempo en una casa llamada Reparacea, en Navarra, entre San Sebastián y Pamplona. Y en el de 1964, en Elorrio, un pueblo de Vizcaya.
A Álvaro del Portillo y a Javier Echevarría -que le acompañan siempre- les pide que le sugieran planes y programas para trabajar en otras materias, en otros asuntos, durante ese tiempo de vacación. Cuando sale de Roma, se hace un voluntario «lavado de cerebro», desconecta de su labor habitual y delega lo más posible las tareas de gobierno de la Obra. Pero su mente -una portentosadinamo de ideas- no puede cruzarse de brazos.
El psiquiatra vienés Viktor Frankl -discípulo de Freud y judío como él, que supo desmitificar a tiempo a su maestro- conoció a Josemaría Escrivá. Después de visitarle un día en Villa Tevere, comentó: «Este hombre lleva en la cabeza una auténtica bomba atómica.» Pues bien, en esos veranos -además de leer, estudiar y escribir-, a Escrivá se le ocurren miles, cientos de iniciativas audaces, soluciones imaginativas, hallazgos insospechados, que él mismo irá anotando o indicará a quienes le acompañan, para «echarlos a andar» cuando regrese a Roma, cara al nuevo curso.
Quizá lo más llamativo en las vacaciones de monseñor Escrivá sea su escaso aparato, su sobria guarnición, su leve equipaje. Ciertamente, no son vacaciones bajo palio. Tampoco de playa y hamaca. Ni de balneario y chaise longue.
Entre los pocos bultos que transporta el Fiat 1100 color beige, no se ven artes de pesca, ni raquetas de tenis, ni palos de golf. Ni bicicletas, aunque se ha dicho bellamente que «las bicicletas son para el verano».
Escrivá no ha tenido tiempo en su vida para aprender otro deporte que andar. Sin duda, en eso habrá batido todas las marcas. Por necesidad -que no por afición- ha dejado muchos pares de suelas en el asfalto de las ciudades, pateándolas de punta a cabo, mientras desplegaba un apostolado a destajo, sin «perras» para autobuses o tranvías. Siendo ya un hombre entrado en años, podía caminar -si era necesario- tres horas por la mañana y otras tantas por la tarde: se había acostumbrado desde muy joven. En Zaragoza y en Madrid, su labor sacerdotal la hizo al golpe de sus pisadas. Cuando era un curita recién ordenado, en Perdiguera, a la hora en que el pueblo dormía la siesta, él salía a andar, a campo abierto, haciendo su oración o enseñando el catecismo al hijo del sacristán. Después, en sus viajes por Europa, roturando la tierra de los países a donde tenía que llegar el Opus Dei, procuraba recorrer las ciudades a pie. Era como auscultarlas, pero no sobre un mapa, sino en vivo. Y así las conocía. Y así las rezaba.
Tenía, por eso, las piernas musculosas y fuertes. Los brazos, en cambio, tan fláccidos y delgados que era difícil ponerle una inyección intramuscular sin dar con la aguja en hueso.
Cuando, desde 1965, monseñor Escrivá empiece a pasar el ferragosto fuera de Roma, pero en Italia, practicará otro deporte «barato», de los que no necesitan cancha ni pista especial: le bocce. Un juego de bolas cuya gracia consiste más en el tino que en la fuerza, y que exige agacharse, arrojar las bolas, levantarse… Como el «terreno de juego» es el puro campo, de tierra suelta, y se levanta mucho polvo con le bocce, para jugar las partidas se cambia cada día de arriba a abajo: se quita la sotana y se pone unos pantalones más viejos, una camisa usada y unas zapatillas negras de lona.
Le bocce no se le dan demasiado bien. Pero son partidas a cuatro, por parejas, y eso tiene su emoción de rivalidad. Escrivá suele jugar con el arquitecto Javier Cotelo -miembro de la Obra que, durante los viajes, conduce el coche-, frente a Álvaro del Portillo y Javier Echevarría. Este tándem gana, de todas todas. Es divertido ver cómo se las ingenia Escrivá para poner algún handicap a los vencedores natos. A veces, cuando les toca lanzar la bola, les empuja levemente para que desequilibren el tiro.
-¡Eso no vale, Padre! ¡Eso es trampa!
-¡Hombre, Álvaro, esto es parte del juego…! ¿No presumís de que lo hacéis tan bien? ¡Pues alguna dificultad teníais que tener…!
En otras ocasiones, si alguna bola de las de su equipo queda muy alejada del “premium” y no puntúa, Escrivá la coge y, fingiendo un «pase mágico», dice con pillería: «¿Os creíais que esta bola estaba aquí? Pues no. Está… ¡aquí!». Y, con todo descaro, la coloca mucho más cerca.
Son bromas para hacer más simpático el rato de deporte. Después continúan jugando los dos Javieres. Escrivá y Del Portillo siguen la partida sentados. El Padre, como si fuera un auténtico hincha, anima y jalea a Cotelo, precisamente porque el chico tiene menos habilidad y pierde casi siempre. Si alguna vez gana, Escrivá se mete con Echevarría:
-¡Qué mal lo haces, Javi! ¡Eres un «matao»!
Un día están jugando largo rato ya las dos parejas. Queda una bola por tirar: la de Escrivá. Con suerte podría llevarse la puntuación máxima, si lograra situarla de un golpe diestro junto a la bolita “premium”.
Escrivá lanza. Y, ante el asombro de todos, incluso de él mismo, la bola queda al lado de la bolita “premium”. Entonces, con expresión de chaval «convicto y confeso», declara allí, sobre el terreno:
-No lo vuelvo a hacer… Esto de ahora es peor que las trampas de siempre… ¿Os confieso lo que he hecho?
Los otros tres le miran expectantes. Escrivá baja la voz, como avergonzado por lo que va a decir:
-Antes de tirar la bola, me he encomendado con fuerza al ángel custodio, para que me saliera bien… Pero ahora me doy cuenta de que es una simpleza meter al custodio en un juego que no tiene la menor transcendencia.
En 1965, Scaretti, un amigo de Álvaro del Portillo, les cede la casa de una finca de labranza que tiene en Castelletto del Trebbio, a unos veinte kilómetros de Firenze (Florencia), con la condición de que la dejen libre a mediados de agosto, que es cuando piensa ir él con su familia.
La casa muestra las huellas del envejecimiento y el desuso y dista bastante de ser un sitio confortable. No tiene teléfono, ni televisión. Para acceder a ella hay que subir una alta colina por un camino pecuario, de tierra sin asfaltar. Los alrededores son campos de labor. Y la zona, como casi toda la Toscana, es de clima continental: muy frío en invierno y muy cálido en verano.
Escrivá, Del Portillo, Echevarría y Cotelo pasarán allí, en Il Trebbio, varias semanas de julio y agosto.
Por delante van cuatro mujeres de la Obra: Marga Barturen, Victoria Postigo, Dora del Hoyo y Rosalía López. Ellas se encargarán de la administración doméstica y de convertir esa desvencijada vivienda en un hogar alegre y acogedor.
Scaretti había advertido que en el comedor verían unas bellas porcelanas de Capodimonte valoradas en cuarenta millones de liras. Así que, nada más llegar, el Padre indica que se recojan con muchísimo cuidado, se guarden en un armario que no haya que utilizar, y así se evite el riesgo de romperlas y de tener que hacer un gasto innecesario.
Aquí, en Il Trebbio -y en cualquier otra casa donde pase el tiempo de vacaciones-, Escrivá mantiene una continua consciencia de que está usando un inmueble, unos muebles y un ajuar que no son suyos, y se esmera en evitar desperfectos. Si, por organizarse el trabajo y el estudio, deciden mover algunos muebles, encarga a Javier Cotelo que haga «un dibujo de la habitación, tal como está al llegar, para dejarla igual cuando nos marchemos». Procura también que los muebles no rocen las paredes; o que se reponga una bombilla fundida, aunque ello comporte tener que ir a comprarla hasta el pueblo.
No le incomoda sentirse así, forastero y de prestado. Más bien, le ayuda a vivir sin arrellanarse y sabiéndose pobre. Cuida lo ajeno como si fuera propio. Durante uno de los veranos, en Londres, se da cuenta de que hay un tránsito de hormigas perfectamente organizadas en fila india que, procedentes del jardín, entran por una puerta, cruzan el cuarto de estar y salen por otro balcón. Llama a Dora y a Rosalía y les pide la aspiradora. Después, con la ayuda de Javier Echevarría, procede al «exterminio por absorción» de toda aquella «tropa».
Años más tarde, cuando veranee en Premeno, en el norte de Italia, intervendrá también en otra operación similar, armado de un palo enorme, mientras Javier Echevarría y Javier Cotelo destruyen el hormiguero, quemándolo con gasolina… ¿Qué hombre -por famoso, sabio o santo que sea- no chavalea jugando a la guerra, con el utilísimo pretexto de «aniquilar» unos insectos?
Aquí mismo, en el Castelletto del Trebbio, el «enemigo a abatir» serán unos alacranes, que tienen su guarida cerca de la habitación de Javier Echevarría. Escrivá le gasta bromas:
-Javito, se ve que tienes el corazón como una piedra, porque esos alacranes van siempre a donde estás tú…
Y cuando un día Javier Echevarría cuenta que acaba de matar otro de esos arácnidos, Escrivá, fingiendo una seria preocupación, le dice:
-Mira, no sé si será cierto, pero yo he oído que los alacranes marchan siempre en pareja. Y esto es un dicho de la sabiduría popular. Así que, vamos un momento a tu cuarto para encontrar a su pareja. No vaya a ser que hayas matado a uno y luego te pique el otro; y no por venganza, sino porque los que venían eran dos…
Como, casualmente, encuentran vivo al alacrán desparejado, mientras dura la cacería, Escrivá comenta muy divertido:
-¿Lo ves? ¿Lo ves? ¡Ya te lo dije! Lo que pasa es que tú eres hombre de piso y no conoces… las maravillosas aventuras de vivir en el campo.
En esas semanas, Escrivá se organiza un horario en el que haya tiempo para rezar, para trabajar y para hacer deporte, dar algunos paseos, salidas de excursión…
El trabajo lo centra en revisar un texto suyo -la Instrucción sobre la Obra de san Gabriel- que se refiere a los miembros supernumerarios del Opus Dei y al apostolado con personas casadas.
Escrivá empezó a redactar ese texto en mayo de 1935 y lo terminó definitivamente en septiembre de 1950. Pero en ese año no existían fotocopiadoras, el ciclostil era de muy baja calidad, y en Villa Tevere aún no funcionaba la imprenta. Así que, para distribuirlo por los distintos países donde trabajaba la Obra, se hicieron copias mecanografiadas. Algunos copistas, involuntariamente, habían vertido errores de sintaxis y de puntuación; incluso, se habían saltado palabras. Eso mismo ocurrió con las otras Instrucciones (la de la Obra de san Rafael, referente al apostolado con la gente joven; y la de la Obra de san Miguel, sobre los miembros del Opus Dei, numerarios y agregados, que permanecen célibes). Escrivá hizo retirar de la circulación todas las copias, para dar un texto único, impreso, que se editaría en la imprenta de Villa Tevere. Y, justo ahora, prepara esa edición.
A la vista de cómo puede alterarse todo el sentido de una frase por la colocación errónea de un punto o de una coma, o por la omisión de un adverbio -sobremanera, cuando se trata de textos que deben conservar íntegro su carácter «fundacional»-, Escrivá comenta a Álvaro y a Javier Echevarría la necesidad de «exigirnos todos, para acabar los trabajos materialmente bien, porque a Dios no podemos ofrecerle chapuzas». Esos días les insiste mucho en «la ascética de las cosas pequeñas».
Toma notas de sus lecturas, para un proyecto de libro -Diálogo- sobre la vida contemplativa, que lleva bastante avanzado, aunque no llegará a culminarlo.
Sigue los documentos del Concilio Vaticano II. Reza por los grandes temas que aún se han de debatir: el de los religiosos y el de los sacerdotes. Da gracias por el documento Lumen Gentium, en el que se percibe el eco de algunos puntos del espíritu del Opus Dei, que pasan así a ser doctrina de la Iglesia, solemnemente proclamada y recomendada. Escrivá gasta muchos ratos en el pequeño oratorio que han instalado allí, en Il Trebbio, agradeciendo ese resello de la Iglesia a lo que, durante tantos años, se juzgaba con reticencia, no se comprendía y no se aceptaba.
Como en la casa no hay televisión y el periódico llega muy tarde, cada día, al volver de caminar, Escrivá pide a Álvaro -así: «pide»- poner la radio para escuchar el boletín informativo de la una del mediodía. Le interesa estar al corriente de lo que ocurre en el mundo. Mientras oye las noticias, casi siempre hace algún comentario de calado sobrenatural y anima a los que están con él para que recen por tal país, por tal situación, por tal persona…
Cuando llevan casi una semana en Castelletto del Trebbio, Escrivá llama a Marga Barturen, la directora del pequeño equipo de administración. Javier Echevarría está delante en el momento en que Escrivá habla con ella. Después de recordarle la conveniencia de confesarse cada semana, le dice:
-Con entera libertad, podéis acudir al párroco del pueblecito más cercano o, si preferís, a una iglesia de Florencia.
Ese mismo día, Marga vuelve a hablar con Escrivá:
-Padre, lo hemos pensado despacio, y hemos llegado a la conclusión de que nosotras preferimos confesarnos con un sacerdote de la Obra.
-Pero, ¿con quién? Aquí estamos sólo don Álvaro, don Javier y yo. Y, como tú sabes, el Padre -fuera de necesidad urgente- no confiesa ni a sus hijas ni a sus hijos. (2) En cuanto a don Álvaro y a don Javier, porque forman parte del Consejo general, no quiero que ejerzan esa labor pastoral con personas de la Obra, teniendo cargos de gobierno. (3) Así que te repito que tenéis toda la libertad del mundo para ir a confesaros con quien queráis…
-Sí, Padre, ya sabemos que la gracia del sacramento nos llega a través de cualquier sacerdote. Pero, para atendernos en nuestra vida interior, preferimos abrir la conciencia a una persona que viva nuestra misma espiritualidad, sin tener que andarnos con largas explicaciones.
-Eso está muy bien. Pero yo te insisto en que podéis acudir libérrimamente a cualquier sacerdote del pueblo más cercano, o de Florencia. Y, sin que os pongáis orgullosas, os anticipo que con vuestra vida de piedad haréis mucho bien a quien reciba vuestras confesiones.
Marga no da su brazo a torcer:
-Padre, nosotras preferimos que nos atienda un sacerdote del Opus Dei.
-Bueno… Como por aquí cerca no hay ningún centro de la Obra, ya veremos el modo de arreglarlo.
En cuanto Marga Barturen sale de la habitación, Escrivá le dice a Javier Echevarría:
-Hay que organizar las cosas, para que puedas atender a tus hermanas en la confesión. Esta tarea tan importante es una de las pasiones dominantes que deben tener los sacerdotes del Opus Dei. Para cumplirla como Dios quiere, encomiéndate al Espíritu Santo, y procura servir ¡con abnegación! a cada alma, sabiendo que vale toda la sangre de Cristo.
Y ya, a lo largo de toda esa estancia estival, jamás le hará la más leve referencia al servicio sacerdotal que está prestando. Así remacha, una vez más, el cuidado extremoso con que se ha de guardar el sigilo sacramental y el sigilo de la dirección espiritual.
El calor aprieta. En ocasiones es más sofocante que en Roma. Pero Escrivá lo soporta bien, aun sin el refrigerio de una piscina, sin dormir siesta y sin quitarse la sotana. (4)
Una vez cada semana bajan a Florencia, la joya renacentista, patria de los Medici y de Savonarola, junto al río Arno. Sin embargo, aunque a Escrivá le apasiona el arte, no hacen turismo. No van a los museos, ni deambulan por la ciudad para contemplar al paso tantos y tan espléndidos monumentos.
Curiosamente, la mayor parte del tiempo la pasan rezando en el interior de la iglesia de Santa María Novella o en la de la Santa Croce, junto al monumento a Dante. ¿Por qué, teniendo la catedral y tantos otros templos bellísimos, Escrivá sólo visita estos dos? Es posible que la razón esté en que Santa María Novella es la sede más importante de la Orden de los Dominicos en Florencia, como Santa Croce lo es de los Franciscanos. Y, a estas alturas del Concilio, a monseñor Escrivá no se le van de la mente ni del corazón las necesidades espirituales de esas dos grandes y antiguas familias religiosas.
Después de esas semanas en Castelletto del Trebbio, van a Piancastagnaio, una finca cerca de Orte, que tampoco dispone de teléfono ni de televisión. El dueño quiere venderla y les cede el uso por unos días.
Escrivá tiene interés en adquirir una casa con terreno alrededor. Los alumnos del Colegio Romano de la Santa Cruz necesitan un «pulmón» para los tiempos vacacionales. Durante años se ha usado la finca de Salto di Fondi cerca de Terracina, junto a la costa del Tirreno. Pero la que en un principio era una playa solitaria, invadida ahora por los turistas, es lo más parecido a la Quinta Avenida en hora punta, y lo menos adecuado para unos días de descanso y de formación.
Nada más llegar a Piancastagnaio, se percatan de que ese lugar está muy cerca de unos manantiales de aguas sulfurosas, lo cual hace el aire bastante irrespirable.
No se le oye a Escrivá la menor alusión a los malos olores. Pero, en cuanto se cumple el plazo fijado con el propietario, comunica que «después de haber estado allí, con esos pocos días de experiencia, comprendo que no es el lugar que estábamos buscando».
Ese verano de 1966 vuelven al Castelletto del Trebbio. Como el año anterior, Escrivá recuerda a sus hijas su absoluta libertad para confesarse con quien quieran. En lugar de Marga Barturen -que ha marchado a Estados Unidos-, es Blanca Fontán quien dirige el equipo de administración. La respuesta es unánime: prefieren que, espiritualmente, las atienda un sacerdote de la Obra. Javier Echevarría se encarga otra vez de ese menester.
-Sé puntual -le encarece el Padre- y estáte disponible, siempre que ellas te lo pidan. No les falles nunca.
Escrivá pasa largos ratos en el oratorio. Desea considerar y madurar el modo de convertir en vida las conclusiones allegadas en el Congreso general del Opus Dei, que acaba de celebrarse. Pero, sobremanera, le preocupa la Iglesia y la autoridad del Papa, en esa época posconciliar de tensiones, conflictos, lecturas sesgadas e interpretaciones abusivas.
En el Concilio ha quedado expedito el camino para que el Opus Dei pueda tener, al fin, su adecuada formulación jurídica como prelatura. El Vaticano II ha sancionado algo que, aun siendo una solución nueva, prolonga una figura ya conocida y utilizada en la Iglesia: las jurisdicciones personales.
Escrivá había visto ya, en 1929, que ésa era la clave. Así lo dejó escrito en sus Apuntes íntimos. Y así se lo dijo a Pedro Casciaro, un día de 1936. (5)
Ahora pide luces a Dios, para poder presentar ante la Santa Sede la solicitud bien fundamentada y bien documentada, que les haga «quitarse la piel de culebra»; dejar de ser de derecho lo que ya no son de hecho: pasar, de la figura del instituto secular, a la de la prelatura personal del Opus Dei. Pero entiende que, por prudencia, eso habrá de pedirlo en el tiempo oportuno, cuando las convulsiones posconciliares se apacigüen y las reformas se sedimenten.
En los paseos que da con Álvaro y con Javier, hablando de esta «intención especial», más de una vez les comenta:
-Ofrezco mi vida a Dios, para que lleguemos a la solución definitiva, aunque yo no la vea realizada en la tierra, si el Señor me pide ese sacrificio.
También en esas conversaciones por la finca de Castelletto del Trebbio, como en los ámbitos eclesiásticos y en los mass media se abusa de la palabra «posconciliar», presentándola como lo novedoso, lo moderno, lo progresista… y, sobre todo, lo opuesto a lo que había, Escrivá les dice:
-Estamos en «tiempo posconciliar» desde el siglo I: desde el Concilio de Jerusalén. Eso de «tiempo posconciliar» es un término impreciso e impropio, para referirse sólo al Vaticano II; porque este último concilio continúa los anteriores y ratifica todo lo de los anteriores: no puede haber solución de continuidad entre las otras asambleas ecuménicas de la Iglesia y la que terminó el año pasado.
Esto mismo lo dirá, años después, ante miles de personas. Pero, en el verano de 1966, esas frases son sus primeras reflexiones en voz alta: el respingo mental inconformista de quien no intenta adoptar el color de la moda imperante, no se acamaleoniza.
Escrivá recurre a todos los medios para pedir por la Iglesia, «desde la Jerarquía hasta el último de los bautizados». Y, para el día 4 de agosto, fiesta de santo Domingo de Guzmán, organiza un viaje a Bolonia, en la región Emilia-Romagna, porque desea celebrar la misa en el templo de San Domenico, donde se conserva el arca sepulcral del santo fundador de los dominicos.
Van en el Fiat 1100, que no tiene aire acondicionado. Están en plenos días de canícula. Por la autopista, el calor se deja sentir como plomo derretido. Durante el trayecto, a la ida y a la vuelta, Escrivá recomienda a sus tres acompañantes -y lo hace con insistente interés- que recen mucho por los religiosos. No necesita decirles que ésa no es la espiritualidad del Opus Dei; pero sí les subraya que «el estado religioso ha sido y sigue siendo absolutamente necesario en la Iglesia».
Javier Echevarría suele ayudar a Escrivá, cada día, en el momento más importante de su jornada: cuando celebra la misa. Sería lógico que se hubiese acostumbrado. Sin embargo, no es así. Y, en concreto, esa misa del Padre en San Domenico deja en él tal impresión, tal muesca, que, evocándolo veintiocho años después de aquel viaje, escribe: «Tengo muy viva en la memoria la devoción con que celebró aquella misa. Digo esto porque, si cada una de sus misas era ya una sacudida fuerte para quienes la presenciaban, en aquella de San Domenico, notamos, palpamos que nuestro Padre rezaba de un modo muy especial por el estado religioso: con amor, con gratitud. Yo diría que… con predilección.»
Un rasgo personalísimo, inconfundible, de Josemaría Escrivá de Balaguer es la naturalidad con que pasa de lo más sublime a lo más pedestre; y, al revés, de lo más común a lo más eminente. Sin cortes bruscos, sin necesidad de echar el telón o de abrir paréntesis. ¿Y eso por qué? Por su constante noción de saberse en presencia de Dios. Para él, es algo tan natural como respirar, o como sentirse alojado bajo la capa del cielo. Desde ese prisma, nada humano le es indiferente. Antes bien, está persuadido de que todo lo que tiene un bisel humano puede tener, debe tener, un bisel divino.
Si hubiese entomólogos de santos, a Escrivá deberían clasificarlo como un santo todoterreno: un santo de los que están en lo real. Como dijo el poeta, en «lo tan real, hoy lunes».
En ese correlato se entiende el siguiente suceso.
El 15 de agosto, fiesta de la Asunción de la Virgen, y día en el que todos los miembros del Opus Dei consagran sus personas, sus trabajos y sus apostolados al Corazón Dulcísimo de María, el Padre pasa a la zona de la administración, para estar un rato con Blanca, Begoña, Dora y Rosalía. Les habla de las resonancias históricas y familiares que esa fecha tiene para los de la Obra. Y estando así, en conversación de asunto tan elevado, de pronto se acuerda de… lo del pollo.
Lo del pollo es que, la víspera, mientras Escrivá, Álvaro y los Javieres trabajan entre libros y papeles, oyen durante varios minutos un estridente cacareo. Suena muy cerca. Se miran con caras de extrañeza, porque ese sonido no es habitual allí en el Castelletto. Pero no dicen nada.
Al día siguiente, 15, es la gran celebración. A la hora de comer, mesa de fiesta y, como gran festín, un pollo muy engalanado. Ya en el primer bocado notan que está duro y correoso. Disimulan. Nadie hace el menor comentario.
Cuando entra la doncella para retirar los platos y servir el postre, Escrivá le pregunta:
-Rosalía, hija mía, ¿de dónde habéis sacado este pollo?
-Fueron a comprarlo ayer, en el pueblo. Lo trajeron vivo. Lo matamos aquí, por la tarde.
Ah, eso explica los cacareos de la víspera. Y también, la agarrotada dureza de la vianda.
Ahora, de tertulia con sus hijas, Escrivá les sorprende, pasando de la Asunción a la gastronomía, sin más transición que una simpática sonrisa:
-Mirad, siendo yo un niño, oía comentar a mi padre, que era un buen cazador: «la perdiz, por la nariz». Con ese refrán quería decir que los animales, después de sacrificados, hay que dejarlos algún tiempo antes de comerlos. Los cazadores -según me explicaba mi padre- suelen colgar la caza por el cuello, hasta que las piezas caen al suelo por sí mismas, cuando se desprende el cuerpo de la cabeza. Entonces, la carne está ya a punto para ser comida. Pero no antes, porque el trauma de la muerte produce una rigidez muscular, y la carne se queda muy dura. De ahí que haya que esperar unos días. «La perdiz, por la nariz.» Son sabios los refranes… ¿No veis, hijas mías, que en las tiendas, en las pollerías, tienen las piezas colgadas, y pasa bastante tiempo desde que las sacrifican hasta que las venden? ¿No os habíais fijado? ¡Pues… debéis ser más «fijonas»!
No les menciona el pollo del mediodía. Ni falta que hace. Con la mayor amenidad, les ha enseñado algo útil que ellas no tenían por qué saber. Lecciones de cosas. «Lo tan real, hoy lunes.»
Pocos días después, dejan el Castelletto del Trebbio y se trasladan, por carretera, hasta Abrainville, un pueblo cercano a Etampes. Allí los del Opus Dei en Francia han buscado una casa. Un chalé en el campo. El Padre quiere ver a sus hijas y a sus hijos franceses.
A eso va: a dar alientos a sus apostolados y a pulsar el bordón de sus almas. Sí, sus almas. La otra vez que estuvo en Francia, Escrivá rehusó probar el vino. Bebió sólo agua mineral. Y como alguien, extrañado, le preguntase si es que no le gustaba el vino de Francia, respondió:
-Con ser buenos los vinos franceses, a mí, de Francia, me interesan más las almas.
Cada día, nada más terminar de comer, salen desde Abrainville hacia París. Allí, en Dufrenois, está un rato con sus hijos. No ha ido a otra cosa. Alguna escapada al mercado de anticuarios y ropavejeros, al popular marché du puces, y poco más. En sus desplazamientos utiliza un Citroën 4L de matrícula francesa, que le han prestado, para no llamar la atención con el vehículo de matrícula romana.
El 30 de agosto va a Couvrelles, en los alrededores de Soissons. Couvrelles es una noble casona, no muy grande pero armoniosa, con sus fachadas del xvii, rodeada de bosque y con un bello estanque. Es un centro internacional de encuentros donde, a lo largo del año y sin interrupción, van a desarrollarse coloquios culturales, conferencias, cursos intensivos de formación doctrinal, retiros, convivencias, etc. Al mismo tiempo, desde la administración, se atenderá la residencia, una escuela de hostelería y actividades para matrimonios.
Escrivá consagra los altares de Couvrelles. Y, ya con la puesta del sol, fuera de la casa, tiene una tertulia inolvidable con hijos suyos de Francia, Alemania, Bélgica, Holanda, Suiza, Italia y España que, sentados en los peldaños de piedra de la doble escalinata, se sienten interpelados por el brío y el calor de sus palabras:
-¡Nadie puede guardarse para uno mismo el tesoro de la fe, ni el tesoro de la vocación!
En 1967, encuentran unos terrenos en venta cerca de Roma, por la zona de la via Flaminia llamada Saxa Rubra, Piedras Rojas. Ahí se levantará la sede definitiva del Colegio Romano de la Santa Cruz, Cavabianca, capaz para alojar a más de doscientas personas, con instalaciones deportivas, zona ajardinada; y una vivienda anexa, del todo independiente, para la administración: Albarosa.
Acometer la financiación y construcción de estos edificios será para Escrivá de Balaguer una de sus «tres últimas locuras».
En realidad se trata de una locura muy cuerda. De una parte, la expansiva mundialización de la Obra y el aumento de vocaciones amplían, cada nuevo curso, el número de alumnos que pasan por el Colegio Romano. En Villa Tevere viven prácticamente hacinados, estirando demasiados años ya una situación de provisionalidad. De otra parte, esa misma acrecida y esa extensión del Opus Dei hacen cada vez más necesario que Villa Tevere se dedique al fin propio para el que se concibió: ser la sede central del gobierno de la Obra, con las oficinas y servicios administrativos de apoyo: los del Consejo general, de los varones; y los de la Asesoría central, de las mujeres.
Este año, en abril, Escrivá está en Lourdes. De ahí va a Pamplona. Después, Molinoviejo (Segovia), Pozoalbero (Jerez), Lisboa, Fátima… La crisis de la Iglesia se ha agudizado. El mismo Pablo VI lo denuncia durante su visita a Fátima.(6) Monseñor Escrivá acomete una ronda de oración y de predicación, una ronda itinerante, que le llevará por esos mundos de Dios, sin parar ya, hasta que muera.
No le gusta ser «figura estelar», ni que se hable de él en los periódicos; pero ahora acepta ser entrevistado para los grandes rotativos del mundo: Time, Figaro, New York Times, L’Osservatore della Domenica… Se sirve de la megafonía de esos medios de masas, de tiradas millonarias, para hablar de Dios a todo volumen.
A primeros de octubre, se preparan en Pamplona encuentros multitudinarios del Padre con los Amigos de la Universidad de Navarra. Tertulias en el campus, a la descubierta, con más de 35.000 personas. Tertulias sin guión, sin ensayo, sin trampa ni cartón: «preguntadme lo que queráis y yo os respondo…». Literalmente: tertulias, a la buena de Dios.
En el ínterin pasa tres semanas de agosto en Gagliano Aterno, en los Abruzzi. La casa es de la baronesa Lazzaroni, que se la ha ofrecido para que descanse. Un caserón antiguo, con algunos detalles arquitectónicos muy originales que Escrivá le irá señalando al arquitecto Javier Cotelo, para que los dibuje con cuatro trazos, «por si sirven en Cavabianca». Así, una columna baja y rechoncha, a la que bautiza como «la chaparrita». Y cuando, años más tarde, la vea reproducida en Cavabianca, alta y esbelta, la llamará castizamente «la bien plantá».
La casa dispone de un oratorio familiar. En una lápida se afirma de modo rotundo que san Francisco de Asís estuvo en este lugar. Al recorrer la vivienda, el primer día, Escrivá lee ese texto de la lápida, pero no dice nada.
Poco tiempo después, cita allí, en Gagliano Aterno, a dos hijos suyos, miembros del Consejo general, para que salgan por un día delferragosto romano, dejen el trabajo y le acompañen, en esa ronda de oraciones que ha iniciado, a visitar un santuario de la Virgen.
Uno de los que vienen es Giuseppe Molteni, un lombardo, oriundo de la Brianza, doctor en química y en teología, seglar y administrador general del Opus Dei. El Padre, familiarmente, le llama Peppino.
Mientras se hacen los preparativos de última hora para la salida, le lleva al oratorio y le muestra la lápida. Después, bromeando comenta:
-Chico, Peppino, es difícil, ¡dificilísimo!, encontrar en Italia un sitio, aunque sea muy recóndito, donde no se diga que allí estuvo san Francisco de Asís, o que allí estuvo Garibaldi. No me lo negarás: ¡sois un poco triunfalistas en los recuerdos…!
-Certo, certo… Es una costumbre muy difundida por toda Italia, para dar realce a los distintos lugares: aquí estuvo Leonardo da Vinci, aquí Torcuato Tasso, aquí Il Dante, aquí Garibaldi… Così facciamo patria!
Escrivá ríe a carcajadas, divertido, por el desparpajo y el acento lombardo de Peppino.
Marchan todos, menos Javier Echevarría. La noche anterior le sentó mal la cena y tiene el estómago revuelto. No es nada importante; pero prefiere no meterse en carretera con mal cuerpo y el calor pegando duro. El Padre indica a las de la administración que, a su hora, le dejen la comida ya servida, en unas cazuelas térmicas que tienen; de modo que no sea preciso que pase nadie a atenderle durante el almuerzo.
Javier Echevarría se da cuenta, entonces, de cómo el Padre vive lo que predica. Y recuerda lo que tantas veces le ha oído decir:
-Yo me fío de cada una de mis hijas y de cada uno de mis hijos, al cien por cien. Pero pienso que es una norma de prudencia que jamás coincidan ninguno con ninguna, a solas, en una habitación. Y esto, no solamente para los seglares. También para los sacerdotes. Así lo he vivido yo desde los comienzos.
»Dando gracias a Dios, puedo decir que jamás he estado con una hija mía a solas, fuera del confesonario, para hablar con ella. Siempre me he hecho acompañar de otras personas. En los primeros tiempos, cuando no contaba con sacerdotes, a veces rogaba a mi madre o a mi hermana Carmen que me acompañaran, que estuvieran presentes en mi conversación con aquella o con aquellas hijas mías, mientras les iba dando la formación sobre el espíritu de la Obra.
»En ocasiones, mi madre o Carmen no estaban disponibles. Entonces pedía a alguno de vuestros hermanos -Álvaro del Portillo, Pedro Casciaro, Paco Botella- que vinieran conmigo. Al que fuera, le decía: «Tú no abres el pico. Te pones en un lugar discreto de la habitación, rezas, encomiendas la tarea apostólica de la Obra y no intervienes para nada. Pero es preferible que yo no vaya solo.»
»Doy muchas gracias a Dios, por esta prudencia que el Espíritu Santo puso en mi alma, desde que era muy joven: yo no he tenido otro maestro, para tantas y tantas cosas de la fundación del Opus Dei. Y no tenía a quien referirme: porque, como es lógico, las luces el Señor me las daba a mí, para que llevase a cabo este nuevo camino.
La vida en aquel caserón está muy limitada, porque hay poco espacio para pasear. De vez en cuando salen de la casa con el coche. Al llegar ante la cancela, junto a la vivienda de los guardeses, Escrivá encarece a alguno de los Javieres que se adelante a abrir y cerrar la puerta:
-Bastante quehacer les damos ya, con que tengan que estar atentos a la manutención de la casa. Por eso, como un acto de caridad, y para que vean que no queremos darles más trabajo, cada vez que salgamos, adelantaos uno de los dos… Así dejamos tranquilos a este matrimonio y a sus hijos.
Y siempre que salen o regresan, tiene para ellos unas palabricas de saludo afectuoso, con el coche en marcha, pero detenido, mientras abren o cierran la cancela:
-¿Cómo se encuentran? ¿Qué tal va el trabajo? Yo lamento darles más ocupación en estos días que nosotros estamos aquí… Pero les recuerdo, a diario, en la Santa Misa. Pido por esta familia. Pido por lo que tengan ustedes interés…
Al principio, los guardeses reaccionaban con reservas y timidez. Pero, al paso de los días, Escrivá se los gana con su trato inmediato y sencillo. Poco a poco, son ellos los que se acercan a dar y tomar ese ratito de conversación. Quizá no saben expresarlo, pero lo que les atrae es que aquel monsignore no les habla desde la condescendencia señorial, sino desde la cordialidad sacerdotal.
Hay por los Abruzzi, en el pueblo de San Felice d’Ocre, una casa de convivencias del Opus Dei, Tor d’Aveia, donde ese año pasan por vez primera sus vacaciones los del Colegio Romano. El Padre se desplazará hasta allí en varias ocasiones, para estar con esos chicos.
Al llegar, va en directo a saludar «al Señor de la casa». Comenta a quienes le acompañan que, en esa temporada, al hacer la genuflexión, suele decir: «Gloria al Padre, gloria al Hijo, gloria al Espíritu Santo, gloria a santa María, y también a san José… ¡Jesús, te amo! Gracias a los ángeles que te hacen la corte.»
Luego está siempre un buen rato con sus hijas, que atienden la administración. Se interesa por todo: si están contentas, si rezan mucho, si hacen excursiones, si sacan tiempo para leer, si se alimentan bien, «pero sin poneros gordas, porque en estos pueblos acostumbran a tomar comidas con mucha grasa».
Otro día, pide ver las cocinas, el menaje, el material de electrodomésticos con que trabajan.
Otro, dirigiéndose a Blanca Nieto, y con un tono de voz vibrante, percutiente, dice algo muy sencillo pero que, a aquellas mujeres, afanadas de sol a sol en el quehacer de sacar adelante la residencia, va a abrirles un formidable horizonte de proyección: el prójimo más próximo. El mismísimo pueblo donde, hasta ese momento, han vivido aisladas en su propia cápsula:
-¡Directora… que tengáis todas mucho espíritu apostólico! En este pueblo, sí, en éste, tenéis que haceros muy amigas de todas las mujeres, de las hijas, de las niñas… Y procurad ir dándoles una formación cristiana profunda (…). Yo quiero que este centro sea un foco de apostolado para todo el pueblo. Y que luego se beneficie toda la comarca. Si sois apostólicas, lograréis que se superen esas rivalidades tan propias de los pueblos latinos más cercanos, que están siempre unos contra otros. Con vuestra caridad, con vuestro servicio, con vuestro interés por todas las personas de aquí, llegaréis a los pueblos vecinos, después de haber dejado una huella honda entre las mujeres que viven en este pueblo de San Felice d’Ocre.
No es un horizonte utópico. Está al alcance de la mano. ¿Almas? ¡Están ahí mismo, a la vuelta de la esquina! Una vez más, «lo tan real, hoy lunes».
Y después de estar con ellas, pasa a estar con ellos. Se le ve disfrutar con lo que unos y otros le cuentan. En esos años empiezan las indumentarias masculinas de colores y estampados agresivos: una moda rompedora de la monótona griseidad milrayas. Escrivá bromea con un joven estadounidense que lleva una llamativa camisa color naranja, con pantalones a cuadros verdes:
-¡Pero, hijo mío, ¿es que vas a una caseta de feria?!
Se preocupa porque hagan deporte. Y, aunque a él eso del fútbol le parece «un fabuloso desorden», les anima a que organicen partidos y se desfoguen «chutando fuerte». En los años cincuenta, ya se ocupó de que los alumnos del Colegio Romano, que en Villa Tevere no tenían donde dar dos pasos, jugasen al fútbol en las instalaciones públicas de Acquacetosa. Y él mismo se acercaba muchas mañanas, unos minutos, porque disfrutaba viéndoles jugar.
Pero, cuando vuelve otro día, ve que uno lleva un brazo entablillado y otro va con muletas y una pierna escayolada. Se lleva las dos manos a la cabeza, como para dar más viveza a su asombro:
-¡Hijos de mi alma! ¿Qué me hacéis? Os dije que hicierais deporte y ejercicio… ¡pero sin exageraciones! Yo no digo que no ocurran estas cosas, una dislocación, o algo así… y no me estoy metiendo con este hijo, que está muy majo con el brazo en cabestrillo. Pero sí digo que no arriesguéis más de lo que se debe, si veis que no podéis hacer ese esfuerzo, que no llegáis, que os supera… Sedme prudentes, también en esto. Si no, el Padre, que es padre y madre de cada uno de vosotros, se preocupa más de lo que podéis imaginar.
Después, aparte, con orgullo de padre, y riéndosele toda la cara dirá:
-¡Qué barbarotes son! ¡Me da una alegría verlos tan sanos y tan fuertes…!
Luego, con las guitarras y unas maracas, cantan alguna canción. Él les pide noticias apostólicas de los distintos países. A los sudamericanos les estimula, para que se esfuercen en su formación humanística:
-Lo que voy a decir no es crítica; pero por desgracia, hijos, en vuestros países…, a veces, el bachillerato no es muy fuerte y no todas las carreras se hacen con la debida profundidad… ¿me explico?
A los ingleses les espolea para que tengan «la audacia de meterse en el alma de los demás»:
-Habéis sido educados en un exquisito respeto a la privacy de los demás. Y eso es una virtud muy laudable; pero, hijos míos, el respeto no puede servir de excusa para desentenderse de una ayuda que, como cristianos, estamos obligados a prestar a los demás (…). Vosotros, sintiéndoos muy ingleses, tenéis que meteros sin miedo -si es necesario, haciéndoos un poco de violencia, eh…- en la vida de los demás. Es la manera de que esa nación vuestra, que ha prestado tan grandes servicios a la humanidad, continúe prestándolos con el verdadero sentido cristiano al que estáis llamados. No me olvidéis, hijos míos ingleses, que vuestra tierra es una encrucijada y, desde allí, se puede hacer mucho bien, o mucho mal. No podéis caer en la omisión de no interesaros por la gente de vuestra tierra. Si no os preocupáis de los que conviven con vosotros, con mucho más motivo os desentenderéis de quienes viven lejos, en lo que antes se llamaban las colonias. Y, a esas personas ¡tenéis el deber de seguir ayudándolas…!
Aquellos días de Gagliano Aterno terminaron pronto. Escrivá trabajó en lo que luego sería el Codex, el código, el Derecho del Opus Dei.
Al redactar ese Codex, Escrivá se anticipa. Piensa en un lejano «después». Quiere dejarlo hecho, porque sabe que la autoría le incumbe a él, como fundador. Pero en esos momentos lo que ni sabe ni sospecha es que, transcurridos apenas dos años, tendrá que convocar -con urgencia- un congreso extraordinario del Opus Dei, para debatir y aprobar precisamente ese Codex. Nadie puede intuir, ese verano de 1967, que el cerebro de un hombre está maquinando ya una amenaza grave, muy grave, para la Obra.
Un año después, a mediados de julio de 1968, Josemaría Escrivá, acompañado de Javier Echevarría, visita a su amigo el cardenal Angelo Dell’Acqua, vicario del Papa para la diócesis de Roma: va a despedirse de él. Al comentarle que se marcha por unas semanas al norte de Italia, porque le han prestado una casa cerca de Varese, junto a un pueblecito llamado Sant’Ambrogio Olona, al cardenal se le iluminan los ojos:
-¡Pues si vamos a estar al lado…! ¡Qué buena cosa! Yo soy de Sesto Calende, muy cerca de Sant’Ambrogio… y pienso estar allí unos días de vacaciones en agosto. Iré a verle, sin falta…
Al salir de la sala donde han estado hablando, Dell’Acqua se dirige a Echevarría, que ha esperado fuera. Cambia con él un par de frases amables. Después, aprovechando que Escrivá ya se aleja a paso ligero, le dice en tono de exhorto confidencial:
-Tenetemelo da conto! ¡Cuidádmelo mucho! Mi fa tanto bene parlare con lui! Es un verdadero servicio para mi alma, cada una de las conversaciones que tengo con monseñor Escrivá de Balaguer… Arrivederci!
La casa de Sant’Ambrogio Olona es una villa de tres pisos. Tiene un jardín francés, muy bien cultivado, con rosaledas y estrechos caminillos bordeando las orlas geométricas que forman los setos de boj. Un jardín para admirar de lejos; pero tan perfectamente cuidado que cohíbe andar por él. Frente a la casa hay una explanada. Muchas tardes, Escrivá pasará ahí un rato de tertulia con sus hijas que, como otros años, se encargan de la administración. Han venido también Begoña Múgica, Dora del Hoyo y Rosalía López. Se les ha incorporado una aragonesa, rubia y de ojos muy azules: María José Monterde.
El 18 de julio, nada más llegar, Escrivá les pregunta:
-¿Habéis pensado qué horario vamos a seguir?
-Si le parece bien, podríamos hacer, más o menos, como en Roma…
-Lo que a vosotras os venga mejor. Organizadlo y nos lo pasáis por escrito.
Al poco, María José le entrega una cuartilla donde -como acostumbran- han marcado las horas de desayuno, comida, merienda y cena; las que necesitarán para hacer la limpieza de la casa y que, por tanto, ellos deben dedicar a pasear por fuera de la finca, dejando libre la zona; y también unos tiempos en los que ellas puedan utilizar el oratorio, sin coincidir juntos.
Escrivá lo lee despacio. Hace ademán de devolver el papel, sin alterar ni una coma de lo que sus hijas proponen. Pero entonces pide una pluma. Se apoya sobre la mesa del comedor, donde están, y escribe con fuerza: «¡No os matéis limpiando!»
Más adelante, en distintos momentos, les dirá:
-Aprovechad estos días aquí, para cambiar de aires y de ambiente. No os compliquéis con el trabajo de la casa. No os metáis a dar cera y a hacer limpiezas extraordinarias. ¡Está todo muy limpio! A ver si sacáis algunos ratos, para que salgáis y os distraigáis un poco… ¡Me daríais una gran alegría!
El 19 de julio tienen ya la primera visita: Silvia Bianchi y Rita di Pasquale. Son dos mujeres jóvenes de la Obra. Se han acercado desde Milán, para traer algunas cosas que hacían falta en la casa. El Padre quiere verlas, y pasa un rato con ellas en el cuarto de estar. Con mucho brío les habla de apostolado. Las espolea a que en Italia «tiren del carro» las italianas, «y que las españolas puedan regresar a su país». Les sugiere embarcarse en tareas sociales, obras corporativas del Opus Dei, «que nazcan de modo espontáneo para servir a las gentes de este país en algo que de verdad necesiten: no debéis imitar, ni copiar lo que se hace en otros lugares; aquello va bien allí, pero aquí puede ser más adecuada o más necesaria otra labor».
Esa tarde les habla también, más que de «la virtud» como algo abstracto, de «las virtudes» en concreto: la caridad, la sinceridad, la laboriosidad, la alegría…
Durante estas conversaciones, breves pero casi diarias, en Sant’Ambrogio Olona, Escrivá trata temas muy diversos, pero hay dos en los que incide y reincide: el trabajo bien hecho y la fidelidad a la Iglesia. Aprovecha todos los encuentros para pedir a sus hijas que recen intensamente por el Papa y por la Iglesia. Se nota que es una preocupación que no le deja.
El día 22, Álvaro del Portillo, Javier Echevarría y Javier Cotelo han marchado a Varese, que es la ciudad más cercana, para hacer unas compras. Escrivá se ha quedado trabajando en la casa. Por la tarde, está unos pocos minutos con María José y con Begoña:
-Han ido a Varese, entre otras cosas, a comprarle una boquilla a don Álvaro. Este hijo mío, para vivir la pobreza, apura tanto y tanto las cosas, que la boquilla que usa está ya toda quemada, rayada… ¡hecha un asco! Así que, con ese pretexto, les he hecho salir a que se distraigan.
Comenta después que están en el día de Santa María Magdalena. A Escrivá le gusta la figura de esa mujer, «loca de amor» a Jesucristo. (7) Él la llama, con regusto popular, «la Magdalena».
-¡Quién sabe cómo sería aquella mujer! A lo mejor, comparada con algunas de hoy, hasta pasaría por una buena persona (…). Nosotros también tenemos miserias. Sí, las tenemos. Pero no deben abatirnos, porque acudimos enseguida a Dios Nuestro Señor. Le pedimos ayuda y Él nos perdona. ¡Siempre nos perdona!
Con esa «fácil facilidad» que le permite pasar, sin transición, de lo más espiritual a lo más material, les da las gracias por «la estupenda mesa que me habéis fabricado».
Esto fue que, a los dos días de llegar, les dijo:
-Hijas m&iacu