El hombre de Villa Tevere. Los años romanos de Josemaría Escrivá
CAPÍTULO I / CAPÍTULO II / CAPÍTULO III / CAPÍTULO IV / CAPÍTULO V / CAPÍTULO VI / CAPÍTULO VII / CAPÍTULO VIII / CAPÍTULO IX / CAPÍTULO X / CAPÍTULO XI / CAPÍTULO XII / CAPÍTULO XIII / CAPÍTULO XIV / CAPÍTULO XV / CAPÍTULO XVI / CAPÍTULO XVII / CAPÍTULO XVIII / CAPÍTULO XIX / CRONOLOGÍA / ÍNDICE / ONOMÁSTICO / FOTOS DEL LIBRO
CAPÍTULO XVI: Barro y gracia. Dios no juega a los dados. «Si Tú no necesitas mi honra…» Las letanías de la miseria. Sesenta rebuznos. Una raya y una carcajada. Un burro sarnoso. Complejo de superioridad. «Soy un principiante.» «A, a, a… no sé hablar.» «Un trapo sucio, basura.» «Dios es mi general.» Conversación con Pablo VI. Ni santo, ni diablo. El doctorado, para el burro. Con la frente en el suelo. «Ocultarme y desaparecer.» «No quiero ser obispo.» Los custodios de Escrivá. «Álvaro no me pasa una.» «No soy un río que no pueda volverse atrás.» «Vengo a que me perdonéis.» El forcejeo del fotógrafo. «Álvaro, ¿lo cuento?» «¡Doctor, haga, haga…!» Doble ciudadanía. El marquesado de Peralta. La tumba de los soldados desconocidos. «No soy nada…, pero soy el fundador.» Un viejo papel amarillento. «Como notario doy fe…» «¿Tú seguirías con la Obra?» Un niño que balbucea. «Yo estorbo.» Con lañas en el alma. Los confesores de Escrivá. Comiendo con el padre Arrupe. Barro de botijo.
La pregunta desconcertada y emocionante, la pregunta osada y desvalida, la pregunta aldaba de todos los enigmas, la pregunta del insomnio y de la soledad, la primera y la última pregunta del filósofo, del científico, del artista, ha sido y será siempre la misma: ¿qué es el hombre?
El pensamiento se hace oceánico, buscando una respuesta certera. Sin embargo, ese interrogante está respondido desde hace miles de años en la primera página de la Biblia. Pero está respondido con tal simplicidad, con tal candor, que pasan y pasan las generaciones humanas sobre ese relato del Génesis, sin recobrarse de la sorpresa.
Ahí se nos da la noticia de que el hombre es a un tiempo telúrico y espiritual, fábrica terrosa y criatura divina, hechura de barro y hechura de Dios. O, aún más diáfanamente: tierra húmeda animada, «almada», a semejanza e imagen de Dios.
En esa ecuación dual se amasa la insondable tensión del hombre: barro, invitado al endiosamiento.
Cuando se sabe con certidumbre que el origen y el porvenir, la cuna y la tumba son indefectiblemente el polvo, la tierra, la ceniza, se puede sucumbir a la tristeza y caer en la hondonada de la melancolía. Por el contrario, cuando se adivina a tientas que hay algún Edén de deleites donde es fácil «ser como dioses», se puede enloquecer en el vértigo de la vanidad y de la arrogancia. Entre ambos «desnortes», el trazado del camino sensato sería atreverse a «ser como Dios», pero… persiguiendo el parecido, intentando el contagio, trabajando la imitación, buscando la semejanza. La semejanza, no la igualdad. Y no está de más recordar que allí donde se afirma una semejanza, a la vez se señala una desemejanza. Por ello es preciso, junto al realismo humilde de saberse polvo y ceniza, terra et cinis, el otro realismo, más audaz, de identificarse como imagen de Dios, imago Dei. Es el juego apasionante y misterioso del barro y de la gracia. ¿Y qué otra cosa es el hombre, sino «barro agraciado»?
Sabe el sabio que no hay caos ni azar: un orden y unas leyes físicas rigen el cosmos, y «Dios no juega a los dados». (1) Pero más sabe el santo: el hombre no es «una pasión inútil» (2) ; palpita en su interior un anhelo de infinito y se orienta hacia un horizonte de eternidad. Dios tampoco juega a hacer monigotes de terracota. El hombre, cada diferente hombre, es «barro agraciado»; pero «agraciado»… desde la libertad.
Quien extiende el arco de su vida en esas coordenadas de gracia y de libertad, no desfallece ni se abate cuando palpa la fragilidad de su pasta de barro, y no se engríe ni se envanece cuando percibe el mérito de sus logros o la excelencia de su misión. Por agraciado, agradece. Y por humilde, hecho del humus, se tiene en poco, o en nada, huye de la caricatura magnificante, y se mide a sí mismo con el tallaje elástico del buen sentido del humor.
Tal vez por eso, no hay santidad taciturna. Como no hay santidad orgullosa.
Los santos son gente afable, alegre, sencilla, desolemnizada y sin afición a las tragedias; más fáciles a la sonrisa que al rictus, más amigos de la conversación coloquial que del engolado sermonario. Los santos son gente que, desapegados de su honra, han convertido el sentido del honor en sentido del humor.
¡Tienen tanto que ver -humus, tierra, barro, suelo- la humildad y el buen humor!
Mil novecientos cuarenta y dos. Josemaría Escrivá está en el punto de mira de demasiadas acusaciones, habladurías, injurias y calumnias. Disparan de todas partes. Ha comenzado, escociente y cruel, la que él llamará «contradicción de los buenos». Una noche, en la residencia de Diego de León, desvelado e inquieto por todos esos malévolos ataques, va al pequeño oratorio. Allí, solo, de rodillas junto al sagrario, llora como un hombre acosado que no se puede defender. Solloza, sin preocuparse de enjugar las lágrimas que arrasan las mejillas. Al cabo de un rato, con un vigor de inusitada valentía, se encara a Jesucristo:
-Señor, si Tú no necesitas mi honra, yo ¿para qué la quiero?
Pasado el tiempo, confesará: «Y me costaba, me costaba porque soy muy soberbio, y me caían unos lagrimones… Desde entonces, ¡me importa un pito todo!» (3)
Esa noche, desamarrado de su propia estima -«si Tú no necesitas mi honra, yo ¿para qué la quiero?»-, ha traspasado el umbral de la genuina libertad: nada tiene que temer, porque nada tiene que perder. Desdramatiza. Hace el quiebro humilde del honor al humor: «¡me importa un pito todo!» Y arreciando en el único respeto que le merece la pena, el respeto a lo divino, va dejando atrás, muy atrás, los respetos humanos. El primero, el suyo propio.
Como un estribillo natural, repite con frecuencia una especie de letanías de la bajeza: «no valgo nada, no tengo nada, no puedo nada, no sé nada, no soy nada… ¡nada!» (4) Cuando sus hijos acuden a felicitarle el día de su cumpleaños, muy familiarizado con la imagen del borrico, el jumento faenero de pelaje rudo, les comenta: «sesenta años, Josemaría: ¡sesenta rebuznos!» (5) Y también: «he trazado la raya debajo de todos esos años y me ha salido… ¡una carcajada!»(6)
Desde los inicios de su sacerdocio, se ha considerado como un «burro sarnoso». En sus cuadernos de notas íntimas de conciencia, ya en los años treinta, aparecen con frecuencia las letras «b.s.», iniciales de «burrito sarnoso», porque así se ve ante Dios: lleno de sarna; y porque le gusta parecerse al asno humilde y trabajador, que nada exige y a todo se acomoda.
En ocasiones, sobriamente emocionado, rememora aquella locución interior en la que escuchó con nitidez: «un borrico fue mi trono de gloria en Jerusalén». Sin hacer alusión alguna a esa vivencia, comenta:
-¿Lo veis? Jesús se contenta con un pobre animal, por trono. No sé a vosotros, pero a mí no me humilla reconocerme, a los ojos del Señor, como un jumento. (7)
Un día, Joaquín Mestre, canónigo de la catedral de Valencia y durante años secretario de monseñor Marcelino Olaechea, pide a Escrivá un retrato suyo.
-Sí, hombre, sí, con mucho gusto. Ahora mismo te lo doy.
Josemaría va a una habitación contigua. Al instante, vuelve trayendo en la mano la pequeña figura de un asno en hierro forjado. Se la tiende:
-Toma. Ahí tienes un retrato mío. Eso soy yo: un borriquillo. Y ojalá sea siempre un borriquillo de Dios, instrumento suyo de carga y de paz. (8)
La última vez que va a Torreciudad, en mayo de 1975, sonríe al descubrir, en un pequeño oratorio, el relieve de un burro, que forma parte de una escena de «la huida a Egipto», y que suele pasar inadvertido. Se acerca ligero y lo besa, diciéndole:
-¡Hola, hermano! (9)
También, en el despacho, en Roma, tiene una talla tosca y popular de san Antón, patrón de los animales domésticos. Entre bromas y veras, celebra cada año el día de su fiesta, como si fuera la de su propio patrono.
Ya al final de su vida, durante una breve estancia en Madrid, está con tres o cuatro hijos suyos que le cuentan cosas diversas. Uno de ellos, Francisco García Labrado, sentado muy cerca de él, oye con claridad cómo Escrivá musita varias veces en voz muy baja las palabras del Salmo 72: ut iumentum factus sum apud te! (10)
Ésa es su meditación profunda. Ahí están los dos extremos del arco: ut iumentum… apud te; «como un burro», pero «ante Ti». Es el engarce del barro y la gracia. La pértiga audaz para saltar, desde un sincero «complejo de inferioridad» hasta «el endiosamiento bueno».
Un día de 1968, en Roma, una universitaria italiana le pregunta:
-Padre, ¿cómo se puede conciliar la humildad con el aplomo y el complejo de superioridad que un cristiano necesita para remover el mundo?
-Mira, hija mía, yo tengo tres doctorados… y soy viejo…, luego algo tengo que saber. Pero, cuando me presento delante de Dios, reconozco que soy un borriquillo. Frente a Dios no sé nada, no valgo nada, no puedo nada… Él, en cambio, es Sabiduría, Potencia suma… ¡y es mi Padre! Sin Él, tengo un gran «complejo de inferioridad». Pero con Él, con su ayuda ¡lo puedo todo! Soy hijo suyo, y tengo su sabiduría, su Poder. Y digo con san Pablo: omnia possum in eo qui me confortat, todo lo puedo en Aquel que me da fuerzas.
»Tengo este «complejo de superioridad» para servir, para servir a los demás sin que se note, sin hacer sentir este servicio, este trabajo, y por amor de Dios. El «complejo de superioridad» es una manifestación clarísima de humildad: sin Dios no puedo hacer nada, con Él puedo ¡todo lo que es bello, luminoso, grande…! (11)
Sin fingimientos, tiene un pobre concepto de sí. Se considera «instrumento inepto, ciego, sordo», «un pecador que vive entre santos», «un bobo muy grande, que no acaba de aprender las lecciones que Dios le da», «un principiante», «un niño que balbucea», «un cero», «nada… ¡la nada!»
Cierta noche de 1957 ve por la televisión a un famoso científico que con gran naturalidad presenta un montón de libros, fruto de muchos años de trabajo. Al día siguiente, Escrivá comenta a sus hijos: «Al ver a ese anciano, tan sencillo, me sentí muy avergonzado delante de Dios, porque yo, con tantos años de vocación, no puedo decir lo mismo: no puedo presentar tales o cuales obras cumplidas. No he hecho nada. No sé nada. Estoy en el abecedario de la vida espiritual. Me siento un principiante.» (12)
Aun cuando le llegan ecos constantes de que sus escritos percuten y su predicación remueve y arrastra, él siente de verdad esa ineptitud. José Ramón Madurga recuerda que un día de 1941, en Madrid, sorprendió al Padre con su agenda de bolsillo abierta, en la mano, leyendo o tomando alguna nota. José Ramón hizo ademán de querer curiosear. Entonces Escrivá le mostró algo que estaba allí escrito. Era una frase del profeta Jeremías, cuando arguye ante Dios que no sabe predicar, que es como un niño torpe para expresarse.
-Mira, lee: A, a, a, Domine Deus! ecce nescio loqui quia puer ego sum! Yo también lo digo: «A, a, a, Señor, no sé hablar, porque soy un niño.» Acostumbro a decir estas palabras como jaculatoria, para prepararme antes de predicar o de dar una charla. (13)
Por esa conciencia instrumental de hombre que ha de establecer un contacto entre otros hombres y Dios, busca deliberadamente no distraer, no estorbar, «hacer y desaparecer».
En 1948 predica un curso de retiro para profesionales, en Molinoviejo. Percibe que los asistentes están entusiasmados. Previendo que, al finalizar y levantarse el silencio, se pueda producir una explosión de admiraciones y elogios hacia su persona, se las ingenia para quitarse de en medio. Llama aparte al director de ese curso, el catedrático de Derecho Civil Amadeo de Fuenmayor, y le indica:
-Amadeo, cuando termine la última plática, tú sigue con todos en el oratorio. Dame unos minutos de tiempo para que el coche pueda arrancar y yo salga hacia Madrid. ¡Hasta que no oigas que el motor está en marcha, no digas la jaculatoria final! 14
El pincel con que el artista pinta su cuadro, el sobre en el que alguien envía una carta con un mensaje, el lodo del que se vale el taumaturgo para devolver la vista a un ciego… eso se considera. Y nada más.
En 1964, después de una estancia en Pamplona, en la que ha desarrollado una predicación multitudinaria y de espléndida eficacia, comenta cómo le llenaron de vergüenza las manifestaciones de afecto que recibía: «¡me llevaban y traían como a un san Roque!» Y agrega: «Luego me enteré de que hubo muchas conversiones, confesiones de gente dejada… Y yo me acordaba del lodo con que el Señor abrió los ojos del ciego del Evangelio…» (15)
Y a la periodista rhodesiana Lynden Parry Upton, que insiste en agradecerle su conversión al catolicismo y el hallazgo de su vocación al Opus Dei, le contesta sin tener que pensarlo dos veces:
-¡Todos tenemos tanto que agradecer al Señor! A mí no. Dios escribe una carta y la mete dentro de un sobre. La carta se saca del sobre… y el sobre se tira a la basura. (16)
En multitud de ocasiones repetirá que en la Obra él es sólo «un instrumento desproporcionado», que Dios ha querido escoger «para que se vea que la Obra es suya».
Así lo declara el 2 de octubre de 1971, haciendo su oración en voz alta, delante de los miembros del Consejo general del Opus Dei, a la luz tamizada de una bella vidriera que representa la Pentecostés sobre un grupo de mujeres y hombres, cristianos de la primera hora. Ligeramente vuelto hacia el sagrario, habla con voz intimista, desgranando las palabras en caliente, en vivo, tal como las rezuma su corazón:
-Te agradezco, Señor, tu continua protección y la realidad de que hayas querido intervenir, en ocasiones de modo bien patente -yo no lo pedía, ¡no lo merezco!- para que no quede ninguna duda de que la Obra es tuya, sólo tuya y enteramente tuya. (17)
Lo ha dicho otras veces de manera aún más descarnada y con la firmeza de quien está bien persuadido:
-Soy un trapo sucio, soy basura, y me ha elegido Dios a mí, para que se vea que la Obra es suya. (18)
Y cualquier «2 de octubre», cuando sus hijos le felicitan por ser aniversario de la fundación del Opus Dei, para alejar de sí cualquier agasajo a sus propios méritos, les contesta, devolviéndoles el elogio, con la cantarina salmodia de un adagio italiano:
«Il sangue del soldato fa grande il capitano!»
Así lo entiende él: «La sangre del soldado hace grande al capitán.»
Corta de raíz toda adulación a su persona. Si le dicen que unos visitantes, después de estar un rato con él, se han ido muy reconfortados, enseguida replica: «¡Claro! Son personas buenas, muy buenas, y todo lo que se les echa lo convierten en buen vino. En cambio, si fueran malos, hasta el vino de las bodas de Caná lo convertirían en vinagre.» (19)
Al terminar de recibir las visitas, se le suele ver sensiblemente impresionado: «¡Qué gente tan buena! ¡El Señor me da lecciones continuas! ¡Siempre estoy aprendiendo!»
Un día de 1973 ha tenido más visitas de las habituales. Lejos de mostrar fatiga, hace palpable su admiración y su agradecimiento:
-¡Qué buenos son todos los que vienen! ¡Y cuesta tanto ser bueno! Ser medianamente bueno, ¡supone tanta lucha! Yo me veo como un pigmeo, muy pequeño, al lado de todos ellos. (20)
Una tarde, en Villa Sacchetti, Giuseppina Bertolucci lee en voz alta una carta en la que su familia le cuenta lo contentos que han vuelto todos, después de haber estado en Roma con el Padre. Al llegar al párrafo de las alabanzas -«cada vez que se acuerdan, se les ponen gli occhi lucidi, los ojos brillantes»-, Escrivá no quiere seguir oyendo y precipita él mismo el final de la carta:
-Bueno, bueno… «te envío un abrazo muy fuerte»… ¡y pasemos a otra cosa! (21)
Otra hija suya empieza a relatarle que ha estado con el cardenal Casariego, y en cierto momento de la conversación el prelado le ha dicho:
-Rece usted, para que yo sea la mitad de santo que monseñor Escrivá.
El Padre zanja el relato en seco, con energía:
-¡No, hija mía! ¡En eso, no le hagas caso! (22)
Al regresar un día del Vaticano, después de la que sería su última entrevista con Pablo VI, Escrivá llega a casa muy serio, con expresión apenada. Álvaro del Portillo nota que algo ha sucedido. Le pregunta, pero respeta el silencio del Padre. Sólo al cabo de algún tiempo éste le contará lo que había ocurrido: en plena conversación, Pablo VI se había detenido de repente exclamando:
-¡Usted es un santo!
La respuesta de Escrivá fue una protesta espontánea, sincera, vivaz:
-Aquí, en la tierra, no hay más que un santo: el Santo Padre. Los demás somos todos pecadores.
Ese comentario del Papa era lo que le abrumaba, y empapaba su alma de tristeza. (23)
Desde su realismo humilde, se siente en todo momento muy lejos del endiosamiento al que aspira. Sabe que es un hombre que lucha con denuedo y sin rutina, en un constante «ahora empiezo» -nunc coepi, es la expresión que utiliza-. Pero precisamente porque siempre está empezando una lucha nueva, jamás se entretiene en la autocomplacencia.
Un general argentino acude con su esposa a visitarle en Villa Tevere, un día de octubre de 1964. En cierto momento de la entrevista, Escrivá les hace esta confidencia:
-Por las noches, en la tribuna de mi cuarto de trabajo, desde donde veo el sagrario del oratorio, le digo al Señor, que es mi general: «Soy un soldado, un pequeño soldado tuyo, en esta guerra de paz. Y, como soldado, en el día de hoy he luchado, pero… Josemaría no está contento con Josemaría.» (24)
Esa misma humildad veraz le resguarda de cualquier desorientación. Ni la injuria le abate, ni la alabanza le envanece. Tiene un sentido cabal de quién es él, sin padecer jamás esas que llaman «crisis de identidad».
En julio de 1950, hablando de los comentarios, buenos y malos, que desde hace tiempo han circulado sobre su persona, afirma:
-Unos decían que era un santo; y no es verdad, porque soy un pecador. Otros decían que era un diablo; y tampoco tenían razón, porque soy un hijo de Dios. (25)
El 25 de febrero de 1947, cuando todavía residen en el apartamento de Città Leonina, Radio Vaticana da la noticia del Decretum laudis para el Opus Dei. Escrivá logra que les presten un receptor de radio. Quiere oír la información junto a sus hijas Encarnita Ortega, Julia Bustillo, Rosalía López, Dora Calvo y Dora del Hoyo, las únicas mujeres de la Obra que entonces viven en Roma. El locutor se deshace en homenajes hacia la figura y la labor del fundador del Opus Dei. Escrivá, que no se esperaba tal avalancha de elogios, se repliega sobre sí mismo muy silencioso, muy cabizbajo, con los ojos semientornados… No atiende a la voz del locutor. Parece ausente. Está rezando con intensidad. (26)
Al año siguiente, en Madrid, se celebran dos actos importantes para la vida del Opus Dei. La actitud de Josemaría Escrivá es también la de quien desea pasar inadvertido, sin convertirse en centro de las miradas. Así, Aurora Bel registra el detalle de que, en la apertura del proceso de beatificación de Isidoro Zorzano -ingeniero argentino, y uno de los primeros miembros de la Obra-, el Padre se sienta entre los bancos del público y ha de ser monseñor Leopoldo Eijo y Garay, patriarca de las Indias Occidentales y obispo de Madrid-Alcalá, quien le inste a colocarse arriba, en el estrado, junto a él. (27)
Y así, también, en 1948, Mercedes Morado ve cómo en la ceremonia de ordenación sacerdotal de varios miembros del Opus Dei, celebrada en Madrid en la iglesia del Espíritu Santo, Escrivá de Balaguer, celando sus ojos con gafas oscuras, entra discretamente por una puerta lateral y se sitúa en un lugar rinconero del presbiterio. (28)
Pero aún es más difícil actuar con humildad, cuando se es protagonista de un suceso de agasajo. Sin embargo, ésa es la impresión que retiene el profesor Carlos Sánchez del Río, testigo de la investidura de Escrivá como doctor honoris causa por la Universidad de Zaragoza, en 1960: «Era muy humilde. Lo vi emocionarse, cuando le hicimos doctor honoris causa. Agradecía el cariño, a la vez que aceptaba el encendido homenaje que se rendía a su persona, un poco a pesar suyo: como si tuviera que recibirlo por circunstancias ajenas a sus propios méritos.» (29)
Lo que ignora el profesor Sánchez del Río es que, ya de regreso a Roma, Josemaría Escrivá toma el anillo de ese doctorado de honor y, con uno de sus rasgos de humor, sorprendente para todos menos para él, lo coloca, a modo de dogal de adorno, alrededor de una oreja de uno de los borricos que hay en su cuarto de trabajo. No es un desprecio. Es un desprendimiento. Un símbolo bienhumorado del escaso valor en que tiene los honores. Exactamente, el quiebro del honor al humor.
En octubre de 1960, con motivo de la erección jurídica de la Universidad de Navarra, que el propio Escrivá ha fundado, se celebran en Pamplona diversos actos públicos. Al periodista Joaquín Esteban Perruca le impacta la actitud de monseñor Escrivá, que presencia muy de cerca. Recuerda cuando, reclamado por la multitud, ha de salir al balcón del Ayuntamiento. Abajo, la gente le vitorea y le aplaude: «El Padre -escribe este periodista- se ha mantenido todo el tiempo profundamente recogido, como si esas aclamaciones no fueran con él.» (30)
Cierto día de 1955, en Roma, dos mujeres de la Obra van a visitar al prelado don Pedro Altabella quien, ponderando el valor y el alcance que ha de llegar a tener el Opus Dei en la Iglesia universal, les dice, con el énfasis de un vaticinio:
-Os aseguro que llegará un día en que el nombre de Josemaría Escrivá de Balaguer sonará hasta en el último rincón de la tierra.
De vuelta a Villa Tevere, se lo cuentan al Padre. Escrivá las escucha en silencio. Después, y desde esa fibra del «realismo humilde», hace este comentario:
-Es verdad. No se equivoca don Pedro. Así será… Por eso, todos los días, postrado en tierra y con la frente en el suelo, rezo el salmoMiserere. (31)
Monseñor Escrivá está en Madrid en abril de 1970 y se aloja en la casa de Diego de León. Una mañana entra en el comedor para acompañar a sus hijos durante el desayuno. Se fija entonces en algunos detalles de la decoración de esa estancia. La lámpara, lo recuerda muy bien, se compró a principios de los años cuarenta, «procedía de un billar y, como es toda de bronce y muy pesada, cada vez que mi madre la veía, le daba miedo que se nos pudiera caer encima». Después repara en que han colocado unas pequeñas peanas de madera dorada bajo un juego de reloj y candelabros de guarnición, que están sobre la chimenea. Él mismo lo había sugerido, en un viaje anterior.
-Os ha quedado muy bien. Así lucen más. En la vida civil, también los hombres necesitan cierto pedestal, para que se vean mejor sus valores. En cambio, lo mío ha sido siempre ocultarme y desaparecer… «Conviene que Él crezca y yo mengüe.» ¡Y aun así…! (32)
Este voluntario eclipsamiento, tan opuesto a la tendencia natural de cualquier trayectoria humana, que lo que busca es despuntar, sobresalir, ganar relieves de prestigio y de notoriedad social, Josemaría Escrivá lo pretende desde siempre: hay ya una carta suya, en los primeros años treinta, en la que declara al Vicario general de la diócesis de Madrid: «Cada vez veo más claro que lo mío es ocultarme y desaparecer.» (33)
Más de cuarenta años después lo expresará con idénticas palabras, en las vísperas del 28 de marzo de 1975, fecha de sus «bodas de oro» sacerdotales: «Deseo pasar este jubileo de acuerdo con la norma ordinaria de mi conducta de siempre: ocultarme y desaparecer es lo mío, que sólo Jesús se luzca.»
Su «conducta de siempre», sí.
Cada año el Opus Dei da a la Iglesia una leva nueva de sacerdotes, seleccionados y preparados de entre las filas de los profesionales seglares de distintos países. Pero Escrivá, habitualmente, no asiste a las ceremonias de esas ordenaciones. Se queda en casa, rezando. Cuando le preguntan la causa de su ausencia, responde con convicción: «Lo mío es ocultarme y desaparecer.»
No son sólo palabras. Es un deliberado estilo de vida. Aun a sabiendas de que nunca han de faltar quienes confundan «ocultamiento» y «secretismo», lo que hace Escrivá -durante casi treinta años de encierro en Roma- es hurtarse al relumbrón social, para trabajar con más eficacia.
En los comienzos del Opus Dei, varias personas sensatas y bien intencionadas le aconsejan que, para influir más y hacerse oír mejor, oposite a alguna cátedra de universidad, o se procure algún pedestal honorífico: que no sea «un simple cura de a pie». Josemaría contesta invariablemente: «Si yo me limito a ser sacerdote cien por cien, habrá muchos otros sacerdotes cien por cien, habrá muchos buenos católicos que serán catedráticos, empleados o campesinos -hombres y mujeres-, que servirán fielmente a la Iglesia como cristianos cien por cien.» (34)
También en esos primeros años, cuando tiene que dar el impulso inicial al Opus Dei recién fundado, él reside en Madrid como sacerdote extradiocesano. Desea encontrar un modo de incardinarse en la diócesis matritense; entre otros motivos, para desplegar la actividad de formar a las primeras vocaciones. Alguien le facilita una entrevista con don Pedro Poveda, fundador de la Institución Teresiana y secretario del patriarca de las Indias, como persona muy bien relacionada que puede resolver su problema. Poveda y Escrivá mantienen esta conversación:
-Podría usted pensar en el cargo de capellán palatino honorario…
-Y eso, ¿qué es?
-Pues verá: vestiría usted más o menos como yo, y obtendría algunos beneficios…
-Pero, don Pedro, ¿eso me da derecho a incardinarme en la diócesis de Madrid?
-No, eso no.
-Entonces, ¡no me interesa para nada! (35)
A don Pedro Poveda le asombra y le admira tal reacción. En esos tiempos, para muchos sacerdotes, formar parte del clero de la casa real es un honor muy preciado; pero Josemaría Escrivá lo rechaza, sencillamente porque no es eso lo que él busca para realizar su tarea.
A partir de ese diálogo, entre Poveda y Escrivá surge una firmísima amistad, que no se truncará ni con la muerte.
En otra ocasión, por esos mismos años, don Cruz Laplana, obispo de Cuenca y pariente de Escrivá, le ofrece una canonjía en la catedral conquense. Josemaría declina la oferta: dejar Madrid y trasladarse a Cuenca, cuando el Opus Dei ha de empezar a difundirse, sería obstaculizar la misión fundacional a que Dios le ha llamado. (36)
Asimismo, el 11 de febrero de 1933, rechaza de plano la interesante propuesta que le hace don Ángel Herrera Oria, recién nombrado presidente de la Acción Católica española, para que sea director de la casa del consiliario de AC, donde Herrera piensa «reunir a lo más selecto del clero secular español». A más del influjo apostólico que podría ejercer sobre esos sacerdotes, ya se avista que ese cargo puede ser -lo fue, de hecho- trampolín inmediato para llegar al episcopado.
-Piense, don Josemaría, que en esa casa reuniré a los mejores sacerdotes de España y que lo que le ofrezco a usted es que sea su director…
-No, no. Agradecido, pero no acepto: yo debo seguir por el camino que Dios me llama. Además, no acepto por eso mismo que usted me dice: porque en esa casa se reunirán los mejores sacerdotes de España. Y es evidente que yo no valgo para dirigirles. (37)
Se ha dicho -¿con qué fundamentos?- que Escrivá deseaba ser obispo. Sin embargo, hay datos, expresos y positivos, que demuestran todo lo contrario: su prevención ante la posibilidad de llegar a ser promovido para el episcopado. Así, después de la guerra civil española, cuando invierte gran parte de su tiempo en predicar tandas de ejercicios espirituales a los obispos de diferentes diócesis, su prestigio sacerdotal crece por días. Sin duda le llegan no pocos comentarios sobre la eventualidad, nada remota, de que le consagren obispo. En esa situación, pide «luz verde» a su confesor -que entonces es don José María García Lahiguera- para «hacer voto de no aceptar jamás la carga o dignidad episcopal». Pero García Lahiguera le responde que no se lo permitirá, si antes no cuenta con el consentimiento del obispo de Madrid. Firme en su determinación, Escrivá se lo plantea a monseñor Leopoldo Eijo y Garay. Conversa con él el 19 de marzo de 1941. A continuación toma nota de los temas tratados con este prelado. En ese escrito puede leerse: «El señor obispo no me da el permiso. Y me disgusta de verdad.» (38)
En los años cincuenta le conceden una preciada condecoración civil. Durante la tertulia con sus hijos, uno de ellos, militar de profesión, le da la enhorabuena por la cruz recibida. Escrivá sonríe, pero no pierde la ocasión de dejar las cosas claras:
-Hijo mío, para vosotros -los militares- esto de las condecoraciones es una cosa interesante…
Con gesto expresivo y simpático, se señala en la pechera de la sotana unas imaginarias insignias: como si luciera con orgullo una colección de medallas, placas y grandes cruces.
-Pero para mí, no. A mí -y sé que a ti, en el fondo, también- sólo me interesa una cruz: la Santa Cruz. (39)
Ni quiere honores, ni busca pedestales, ni le complacen las alabanzas. Con vivacidad explica que lo peor que puede sucederle a un hombre es recibir sólo elogios. En cambio, vive y agradece las correcciones.
Tendrá que «forcejear» con la Santa Sede, para que no se le prive de la «corrección fraterna», que es un medio de formación fundamental al que todos en el Opus Dei tienen derecho. En el Vaticano le hacen notar que, según avezada costumbre, «un superior no puede ser corregido por sus subordinados». Pero Escrivá insiste en no ser desposeído de esa ayuda que tanto estima. Al fin, se aprueba la figura de los custodes, o admonitores, que viven junto a él y le advierten o corrigen con las observaciones que estiman oportunas. Durante muchos años tendrán ese encargo Álvaro del Portillo y Javier Echevarría.
Agradece la fortaleza de ánimo que han de poner en juego quienes le hacen esas advertencias personales, para que enmiende o mejore algún punto concreto de su conducta. Así se lo dice un día a un grupo de mujeres de la Obra:
«A mí también me hacen advertencias, y las recibo con la cabeza baja. Si alguna vez pienso que no tienen razón, rectifico… y veo que el equivocado soy yo.» (40)
Durante la construcción de los edificios de Villa Tevere, va un día charlando con varias hijas suyas mientras les muestra los avances de las obras. Les acompaña Álvaro del Portillo. En un determinado momento, el Padre se detiene y, apoyado en la baranda de un andamio, les hace esta confidencia:
-Hoy don Álvaro me ha hecho una corrección. Y me ha costado aceptarla. Tanto, que me he ido un momento al oratorio y, una vez allí: «Señor, tiene razón Álvaro y no yo.» Pero enseguida: «No, Señor, esta vez tengo razón yo… Álvaro no me pasa una… y eso no parece cariño, sino crueldad.» Y después: «Gracias, Señor, por ponerme cerca a mi hijo Álvaro, que me quiere tanto que… ¡no me pasa una!»
Se vuelve hacia Del Portillo que, rezagado, ha escuchado en silencio. Le sonríe y le dice:
-¡Dios te bendiga, Álvaro, hijo mío! (41)
Encarnita Ortega recuerda haberle oído comentar que, ciertamente, le cuesta ser corregido «sobre todo, cuando tienen razón en lo que me dicen»; pero que, «al sentir esa resistencia interior, si estoy solo, digo en voz alta: ¡siempre tienen razón! ¡siempre tienen razón…!». (42)
Rectifica con agilidad: «No soy un río que no pueda volverse atrás… Sería de necios o de testarudos no cambiar de parecer, cuando se tienen nuevos datos.» (43)
Y no sólo con agilidad. Se diría que le alegra dar su brazo a torcer, o reconocer que en tal o cual asunto estaba equivocado. Como quien lo ha experimentado bien, afirma: «Os aseguro que rectificar quita lo agrio del alma.» (44)
No le importa desmerecer a los ojos de los demás, o correr el riesgo de rebajar la estatura de su autoridad, por pedir perdón cuando se da cuenta de que no ha actuado bien, o se ha dejado llevar por un impulso primario de su fuerte temperamento.
A media mañana de un día de 1946, en Madrid, pasa a la administración de la residencia de Diego de León. Saltan a la vista varios detalles de desastrado desorden: un armario con las puertas entreabiertas; otro, con el interior revuelto; las compras del mercado, aún en banastas y paquetes, sin colocar en la despensa; en el lavadero, una pila de platos y tazas usados… Aquélla no parece una casa del Opus Dei. Escrivá se disgusta. Llama a la directora. Pero, al parecer, no está. Acude Flor Cano, otra mujer de la Obra, y es ella quien recibe el «chaparrón» de protestas del Padre:
-¡Esto no puede ser! ¡Esto no puede ser…! ¿Dónde está vuestra presencia de Dios en el trabajo?… ¡Tenéis que vivir todo con más sentido de responsabilidad!
Sin darse cuenta, Escrivá ha ido alzando y endureciendo el tono de voz. De repente se detiene, guarda silencio un instante. Enseguida, con otra entonación completamente distinta, dice:
-Señor… ¡perdóname! Y tú, hija mía, perdóname también.
-¡Padre, por favor, si tiene usted toda la razón del mundo!
-Sí, la tengo, porque lo que te estoy diciendo es verdad… Pero no te lo debo decir en este tono. Así que, hija mía, perdóname. (45)
Otra vez, en Roma, a través del teléfono interior, corrige con energía a uno de la Obra, Ernesto Juliá, por haber dejado de realizar un trabajo importante. Ernesto no protesta ni se excusa. Al cabo de un rato, alguien informa a Escrivá de que Ernesto Juliá no puede tener ni idea de ese asunto, porque no se le ha encargado a él. Al instante, sin dilación, el Padre vuelve a telefonear a ese hijo suyo y le pide que acuda a un punto de la casa donde se comunican los edificios de la Casa del Vicolo y la Villa Vecchia.
Cuando llega Ernesto Juliá, ya está allí Escrivá. Abre sus brazos con gesto de abrir el corazón, alojador, de par en par. Y, con una sonrisa diáfana y rezumante de cariño, le dice:
-¡Hijo mío, te pido perdón y te devuelvo la honra! (46)
Le duele dejar resentida a una persona y no tarda en restañar la herida que, aun sin querer, ha podido producir. Por eso es pronto y pródigo a la hora de rectificar y pedir perdón.
También en Roma, un día de enero de 1955, mientras unos cuantos alumnos del Colegio Romano están charlando con el Padre, en una zona de paso de Villa Tevere, aparece por allí Fernando Acaso. Escrivá le pregunta si ha recogido ya los muebles que han de colocarse cerca de unas escaleras. Fernando inicia un circunloquio evasivo, sin aclarar si los muebles están o no están ya en casa. El Padre ataja:
-Pero ¿los has traído? ¿Sí o no?
-No, Padre.
Escrivá, a propósito de este episodio, dice a los que están allí que deben ser «siempre sinceros y directos, sin temor a nada ni a nadie», y «sin excusaros, ¡porque nadie os está acusando!».
En éstas, llega Álvaro del Portillo. Precisamente viene buscando a Fernando Acaso. Se detiene con el grupo. Saluda a todos y, dirigiéndose a Acaso, le comunica:
-Fernando, cuando quieras puedes recoger los muebles, porque ya hay dinero en el banco.
El Padre se da cuenta entonces de que era ése el motivo de las explicaciones elusivas de Fernando. Enseguida, allí mismo, delante de todos, le pide disculpas:
-Perdóname, hijo, por no atender tus razones… Ya veo que no tenías ninguna culpa. Con tu actitud, me has dado una estupenda lección de humildad… ¡Dios te bendiga! (47)
En el verano de ese mismo año 1955, Josemaría Escrivá viaja a España y pasa un día por Molinoviejo, para estar con un grupo numeroso de hijos suyos que hace allí un curso de formación y descanso.
Están unos cuantos junto a la puerta de la casa, por la parte de fuera que da al pinar. Escrivá mira a Rafael Caamaño, recién llegado de Italia donde ha cursado tres años de ingeniería naval y, como recordando algo súbitamente, le hace una señal para que se separe del grupo y vaya con él hacia una fuente de piedra que hay allí cerca, entre la arboleda. Con ellos va también Javier Echevarría. Cuando están los tres juntos, Escrivá dice a Caamaño:
-Rafael, hijo, tengo que pedirte perdón, porque pude haberte escandalizado aquella vez que no le di limosna al mendigo… Necesitaba decirte que ése no es mi espíritu. Aunque yo nunca llevo dinero encima, podía, debía haberos indicado a alguno de vosotros que le dierais unas monedas a aquel pobre hombre… Ya lo sabes: el Padre no lo hizo bien, y ahora te pide que le perdones.
Rafael no responde ni media palabra: se ha quedado sorprendido y confuso. No acierta a recordar a qué episodio se refiere el Padre. Sólo más tarde, y después de darle vueltas al tema, conseguirá repescar en la memoria un hecho, tan nimio, que ni siquiera se acordaba bien. En efecto, varios meses atrás, quizá un año, acompañó a Escrivá, junto a otros dos de la Obra, a dar un paseo en coche por las afueras de Roma. En uno de los castelli se habían detenido en un bar a tomar un café. Estando allí, se les acercó un mendigo pidiendo limosna. Con un gesto vago le indicaron que no tenían, o que no le iban a dar… Recordándolo ahora, Caamaño se da cuenta de la fina conciencia de Escrivá, y de cómo un suceso tan trivial, tan frecuente en el deambular de los hombres, había rasgado la sensibilidad del Padre, sin borrarse de su mente, como una deuda moral por la que sentía la perentoria necesidad de reparar: «Necesitaba decirte que… el Padre no lo hizo bien.» (48)
¡Cómo no iba a ser así, si desde hacía muchos años Escrivá había hecho criterio y propósito suyo el «no gastar ni cinco céntimos, si, en mi lugar, un pobre de pedir no pudiera gastarlos»! (49)
Un día, en Villa Tevere, entra en la sala de Mapas, que por entonces funciona como oficina de la Secretaría general de la Obra. Se dirige a dos o tres de los que trabajan allí y les corrige por unos errores conceptuales que han vertido en algún documento de gobierno. No se trata de una cuestión de estética literaria; sino que, al decir una cosa por otra, queda afectada la propia espiritualidad del Opus Dei. Escrivá, después de hacerles ver con tono enérgico el alcance futuro que podrían tener esas equivocaciones, sale de la habitación.
Pasado un rato, regresa. Trae en el rostro una expresión de apacible bonanza.
-Hijos míos, acabo de confesarme con don Álvaro: porque lo que os he dicho antes os lo tenía que decir, pero no de ese modo. Así que he ido a que me perdone el Señor… y ahora vengo a que me perdonéis vosotros. (50)
Otra vez, va con prisa por un pasillo. Una hija suya, que se encuentra allí en ese momento, intenta detenerle, preguntándole algo muy peregrino, que no hace al caso, ni al momento, ni al lugar. Escrivá, casi sin pararse, responde encogiéndose de hombros:
-¡Y yo qué sé!… ¡pregúntaselo a don Álvaro!
El mismo día, más tarde, esta chica está ordenando unas cosas en el vestíbulo de la Villa Vecchia. Pasan por allí Escrivá y Del Portillo. Se detienen un instante con ella:
-Perdóname, hija mía, por cómo te he contestado antes. Los que vivís conmigo, ¡tenéis tanto que aguantarme…! (51)
Salta a la vista que Escrivá tiene un carácter vigoroso y pujante, pero no es menos cierto que lucha por mantenerlo a raya. Se exige hasta en detalles menudos, con una conciencia muy afinada, muy atenta al punto de contrición y al desagravio inmediato. Con la misma naturalidad con que respira, vive ese juego misterioso del barro y de la gracia: el barro agraciado, reaccionando desde la libertad.
La prontitud para rectificar llega a ser en él casi un reflejo instintivo. Sobremanera, actúa así en las decisiones que atañen al gobierno de la Obra. No le importa volver sobre sus pasos y cambiar algo ya decidido, al recibir un dato nuevo. Como norma de prudencia, oye siempre más de una opinión, antes de juzgar la actuación de una persona o de adoptar una solución: «Hay que oír todas las campanas -suele decir- y, a ser posible, conocer al campanero.» Y en su agenda de bolsillo lleva anotada una frase del Evangelio de san Juan, que cada año transcribe de nuevo, al cambiar de agenda: numquid lex nostra iudicat hominem, nisi prius audierit ab ipso? (Juan 7, 51). Lo medita. Lo practica. Y lo aconseja: «¿acaso nuestra ley juzga a un hombre, sin antes escucharle?» (52)
También rectifica o cambia su actitud, por prestar un servicio a alguien. Así ocurre, en 1970, en el aeropuerto madrileño de Barajas. Escrivá hace escala, procedente de Roma y con destino México. En la zona de vuelos internacionales hay un montón de reporteros, a la caza de algunas instantáneas furtivas del fundador del Opus Dei. Eduardo Cáliz, fotógrafo del periódico Nuevo Diario, no consigue «atraparle» con el objetivo de su cámara. Al fin, como es un hombre alto y corpulento, logra abrirse paso entre los que rodean a monseñor Escrivá. Entonces le espeta, con descaro y sin remilgos:
-¡Déjese usted hacer unas fotos…!
Escrivá camina a paso ligero. Al oírle, contesta con campechanía:
-Oye… ¡que yo no soy la Concha Piquer! ¡Yo soy un pobre hombre…!
Contrariado por la evasiva, el reportero replica con cierto desdén:
-A mí, en el fondo, me da igual…
Escrivá sigue su marcha, sin intención de detenerse. El fotógrafo insiste:
-Pero yo tengo que hacer mi trabajo. Esto es el pan de mis hijos.
En ese momento, Escrivá se para en seco. Se vuelve hacia Eduardo Cáliz. Clava en él una mirada intensa y le sonríe, como si hubiera encontrado a un viejo amigo:
-Si tú tienes que hacer tu trabajo para ganar el pan de tus hijos, aquí me quedo, posando… ¡hasta que tú me digas basta! (53)
Un matiz poco conocido de la humildad de monseñor Escrivá es el de su voluntario sometimiento, en cosas aparentemente nimias, a Álvaro del Portillo, que es, por así decir, quien «cuida» su alma. Aunque, como fundador y presidente general del Opus Dei, Escrivá está por encima de Del Portillo, hay evidencias de que, en cuestiones de índole personal, le secunda sin la menor vacilación. Es más, se ve en él la determinación plena de buscar en la aquiescencia o en la negativa de don Álvaro «una ocasión de oro para poder obedecer». Se diría que quiere empapar el menor de sus gestos libres en el mérito de una obediencia que él busca sin que nadie se la imponga.
Un día es, en la imprenta, después de ver unos tipos de letras y un formato para imprimir cierto texto. En lugar de decidir por sí mismo, siendo como es tan amigo de la rapidez, indica:
-Éste queda bien, pero no lo hagáis todavía: esperad a que vuelva don Álvaro, que está en la calle, y que él opine también. (54)
Otro día es al llegar al comedor para desayunar. Desde siempre, su desayuno es un panecillo y una taza de café con leche, ni frío ni caliente, sin azúcar. Pero esta vez ve, en una fuente, sobre la mesa, unos huevos fritos, listos para él y Del Portillo. Al instante, indica que los retiren de la mesa, «y que puedan servir para el desayuno de alguien, porque nosotros no los vamos a tomar». Pero como Rosalía, que atiende el comedor, le dice «los ha encargado don Álvaro», cambia de opinión, y acepta inmediatamente. (55)
El 9 de enero de 1968, día de su cumpleaños, por la mañana está un rato de tertulia con las de La Montagnola. Le acompaña Del Portillo. Charlan animadamente. De pronto, Escrivá se queda mirándolas, describiendo con los ojos un travelling en derredor. Con cierta inflexión de confidencia en la voz, les anuncia:
-Hijas mías, os voy a contar una cosa, porque veo que todas sois mayores, para que así encomendéis un asunto.
Los rostros de las que están en aquel soggiorno se animan con curiosidad y con interés. Se acentúa el silencio expectante. Escrivá gira la cabeza hacia Del Portillo y le pregunta:
-Álvaro, ¿lo cuento?
-Padre, mejor que no…
-¿No lo cuento?
-Padre, pienso que no…
-Pues nada, hijas… Lo sabréis en su momento… Y ahora le ofrecéis al Señor esta pequeña curiosidad. (56)
Son detalles muy pequeños y siempre arranca de él la iniciativa de «querer someterse». Así, toma las medicinas que le recetan, sin preguntar de qué producto se trata, cuál es su nombre farmacológico o para qué sirven. Así también, aunque desde antes del amanecer suele estar ya despierto, como le han recomendado que descanse más -sobre todo en los últimos años-, no se levanta de la cama hasta que Javier Echevarría, su otro custodio, le avisa que ya es la hora. Asimismo, si está en una tertulia y Echevarría le indica que conviene terminar, porque aguardan tales o cuales trabajos, se pone en pie, sin demorarse, y concluye la conversación en ese punto, por muy interesante que sea lo que estén hablando.
Un día de las Navidades de 1961, Escrivá acaba de estar con algunas de sus hijas, en el planchero de Villa Sacchetti. Al salir, ya en la galleria della Madonna, se acerca Helena Serrano y le dice:
-Padre, ya que está aquí, ¿por qué no viene un momento a ver el belén que hemos puesto en la imprenta?
El Padre se vuelve hacia Álvaro y Javier, y les pregunta:
-¿Voy?
Ante el gesto afirmativo de ambos, sonríe contento:
-¡Vamos! (57)
Es una docilidad que vive no sólo con sus custodes: también se somete, hasta el límite inverosímil de anular voluntariamente la menor queja, la más mínima protesta, cuando se pone en manos de los médicos. Se deja hacer, como si fuera plastilina insensible. Muy impresionado, lo relata el doctor Kurzio Hruska -un conocido dentista romano, de religión protestante-, en cuya consulta del número 10 de via Carducci, en Roma, atendió numerosas veces a Escrivá:
«Cuando era posible, prefería que le recibiese a primera hora de la mañana, para poder trabajar después, durante la jornada, sin interrupción; incluso sabiendo que tras las intervenciones estaría muy fastidiado.
»Llegaba siempre con antelación a la cita. Y si yo le recibía más tarde de la hora fijada, él entraba siempre en la consulta con el mismo buen humor. No le gustaba hacer esperar a los demás, “porque -me decía- respeto mucho su trabajo”.
»Monseñor Escrivá, como paciente, era una persona muy disciplinada, humilde. Yo me maravillaba, porque no es frecuente encontrar gente así: humilde en cualquiera de sus gestos. Humilde, pese a su tremenda energía y dinamismo. Es curioso: primero, te miraba, te escrutaba profundamente. Se podría decir que casi te radiografiaba por dentro. Pero después, se convertía en un dócil “recluta”. Cualquier cosa que yo dijera o hiciese, le parecía bien. Eso representaba una dificultad para mí, dada su delicada situación dentaria.
»A veces yo le decía:
»-Si le hago daño, dígamelo.
»Y como él no se quejaba, yo interrumpía la operación, con cierta sorpresa:
»-Prefiero que me lo diga todo, y que no soporte el dolor…, porque ¡no es posible que ahora mismo no le esté haciendo daño!
»Mis intervenciones médicas no eran siempre “simpáticas”. En ocasiones tenía que decirle:
»-Hace falta ponerle una inyección.
»Y él respondía:
»-¡Doctor, haga, haga! (Dottore, faccia, faccia!).
»Y yo: faccia, faccia…!
»Tenía que hacer en su boca trabajos duros, fuertes, dolorosos. Y le preguntaba:
»-Come può resistere?
»-El hombre debe habituarse a todo.
»Aunque le hubiese clavado una escarpia en las encías, lo habría aceptado. Pienso que hubiera podido crucificarlo, y él lo habría sufrido (…). Como hombre y como paciente, era humilde, humildísimo; pero no con una humildad apocada o enojosa. Es que… él siempre estaba contento, equilibrado, alegre, sereno. Se sentía hijo de Dios. “Dio mi guarirà” (Dios me curará), decía. Y ello le hacía despreocuparse de su cuerpo, de sus molestias, de su enfermedad.» (58)
Monseñor Escrivá no confunde la humildad con el apocamiento, que lleva a algunos a una encogida dejación de derechos cívicos; y mucho menos con la cobardía, que lleva a otros a incumplir sus deberes. Su humildad sabe ser intrépida, a la hora de ejercer con toda libertad la doble ciudadanía: ciudadano del mundo y ciudadano del cielo.
En ocasiones es más fácil ceder que ejercer un derecho. Josemaría Escrivá lo experimenta a fondo cuando, en 1968, decide rehabilitar el título nobiliario de marquesado de Peralta, perteneciente a sus antepasados, en línea directa, desde varios siglos atrás. Lo hace con la exclusiva finalidad de transmitírselo a su hermano menor, Santiago, y a sus descendientes. En justicia, quiere compensarles de algún modo por la ayuda personal y material con que han secundado la andadura de la Obra desde el primer instante; y ello, a costa del pequeño patrimonio familiar que hubiese correspondido a Santiago y a sus hijos.
Aunque no piensa hacer uso de ese blasón, con toda seguridad será criticado y vituperado por quienes vean detrás de tal decisión una actitud de vanidad mundana o de altivez aristocrática.
Lo reflexiona despacio, en su oración personal. Consulta a diversas personas, dentro y fuera de la Obra. Pide consejo al cardenal Dell’Acqua, al cardenal Marella, al cardenal Larraona, al cardenal Antoniutti, al cardenal Bueno y Monreal, al arzobispo de Madrid Casimiro Mo