El hombre de Villa Tevere. Los años romanos de Josemaría Escrivá
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CAPÍTULO XIII: La pasión por la libertad. «¿Has votado a Kennedy?» Clichés de celuloide rancio. «Lo raro de no ser raros.» «Nunca seremos un grupo de presión.» «Aquí no se hace política.» Ullastres, López-Rodó, López-Bravo, Mortes… van a ver a Escrivá. Tomás Moro hubiera sido del Opus Dei. «¡No seáis fanáticos de nada!» «Se han confundido ustedes de puerta.» Una carta al abad de Montserrat. Escuelas de tiranía. «Ni integristas ni progresistas.» «… Y también por la cuneta.» «Yo sólo soy un voto.» No se apalanca con un churro. «¿Quieres ser mi secretario?» «Creí que querían pescarme.» «¿Por qué llevo esta funda de paraguas?» «Mi yugo es… ¡la libertad!»
-¡Fernando, esa pregunta está de más!
La voz enérgica del Padre se ha dejado sentir, como una cuchilla, en el ambiente cordial y desenfadado de la tertulia. Fernando Valenciano Polack acaba de preguntar al estadounidense Dick Rieman si ha votado a favor de John F. Kennedy en las recientes elecciones americanas de 1961.
Después de cortar en seco la cuestión, Escrivá continúa:
-A ninguno de los que estamos aquí nos importa si Dick ha votado, ni por quién lo ha hecho… Y yo os pido a todos que, en la Obra, ¡nunca! me saquéis estos temas de conversación. (1)
Escrivá ha actuado con temple y con prudencia al marcar la frontera justa donde acaba el «derecho a saber» de Fernando Valenciano y empieza el «derecho al voto secreto» de Dick Rieman. En el juego de las libertades siempre hay un punto límite: aquel donde la libertad de uno puede pisar o profanar la libertad del otro.
Irene Rey Elmore, peruana, asiste en 1958 a una tertulia en el Colegio Romano de Santa María y testifica este rápido diálogo entre una chica de la Obra y monseñor Escrivá:
-Padre, hay elecciones en Sicilia. Voy a ir, porque tengo que votar…
-Hija, me parece muy bien que vayas, pero no me interesa saber por quién vas a votar. No me lo digas. Tú tienes bien claro que puedes votar a quien te dé la gana, ¿verdad?… A ver ¿me contáis otra cosa? (2)
En el Opus Dei no se hace política. Escrivá lo ha expresado siempre con rotundidad diáfana:
-Si alguna vez el Opus Dei hubiera hecho política, aunque fuera durante un segundo, yo -en ese instante equivocado- me habría marchado de la Obra. Por tanto, nunca creáis ninguna noticia en la que puedan mezclar la Obra con cuestiones políticas, económicas, ni temporales de ningún género. De una parte, nuestros medios y nuestros fines son siempre y exclusivamente sobrenaturales, y de otra, cada uno de los socios y de las asociadas tiene la más completa libertad personal, respetada por todos los demás, para sus opciones temporales, con la consiguiente responsabilidad, también personal. El Opus Dei, por tanto, no es posible que se ocupe jamás de labores que no sean inmediatamente espirituales y apostólicas, que nada podrán tener que ver con la política de ningún país. (3)
Sí, en ese instante equivocado, el propio fundador se habría marchado de la Obra. Esa opción radical del Opus Dei por la libre espontaneidad no sólo no impide sino que permite a cada uno de sus miembros, a título personal, apostar sus preferencias en una pluralísima gama de opciones, sin que a nadie se le estorbe el ejercicio legítimo de sus derechos ciudadanos.
Ahora bien, no sólo la libertad política, sino todo el rico y complejo haz de las libertades humanas -desde la elección de estado civil, de profesión o de nacionalidad, hasta las preferencias culturales, deportivas o estéticas-, más que garantizadas y respetadas, en el Opus Dei son un hecho de vida esencial. No en vano, cuando monseñor Escrivá habla con sus hijos, cara al día después, aun siendo consciente de que ha puesto en sus manos la tarea inacabable de «hacer el Opus Dei en el mundo», resume en dos las prendas humanas que les deja como herencia: «El buen humor y el amor a la libertad.»
En España, durante los años cincuenta y sesenta, la presencia de algunos hombres del Opus Dei en el gobierno, o en la universidad, o en la banca, o en los medios de comunicación, lleva a ciertas personas a confundir lo que son trayectorias individuales y personales con supuestas estrategias colectivas de «toma del poder». Ruedan, como moneda corriente para referirse a la Obra, los estereotipos de «lobby de intereses», «masonería blanca» o «grupo de presión». Son clichés de celuloide rancio, que se impresionan en la cámara oscura de quienes todavía no entienden que, en el honrado ejercicio de un trabajo profesional, en medio del mundo y en competencia leal con los demás ciudadanos, se puede vivir un camino, intensamente serio y profundamente alegre, de santidad personal. De santidad personal. Es decir: individuada, autodeterminada, responsable y libre, en la que cada cual traza su propio itinerario.
Todavía el Concilio Vaticano II no ha aplicado su megafonía a «la llamada universal a la santidad». Es comprensible, pues, que muchos crean aún que el buen laico ha de ser un apéndice o longa manus de los clérigos, que se asoma al mundo a instancias de…; y no que está en el mundo por su propia iniciativa, actuando con libertad y apechando con su responsabilidad. Ésta es la clave anticipada y novedosa que palpita en el Opus Dei. Ésta, también, la rareza («lo raro de no ser raros») que lleva a algunos a poner bajo un cerco de sospecha las actuaciones civiles de los miembros de la Obra, imaginándolos como piezas robóticas de un extraño ajedrez, esbirros, servidores lacayunos, que obedecen a consignas imperadas siempre desde más arriba.
Un día de 1964, Escrivá conversa con un grupo de hijas suyas. Sale al paso de esos estados de opinión cuyas madrigueras, curiosamente, están más cerca de las sacristías que de los cenáculos intelectuales:
-Yo no hablo nunca de política. Respeto todas las opiniones políticas, cuando no son contrarias a la Iglesia, a la fe y a la moral de Jesucristo. Y además venero a las autoridades en todas las naciones adonde voy: ¿está claro? Pero amo la libertad, porque sin libertad no podríamos servir a Dios; seríamos unos desgraciados. Hay que enseñar a los católicos a vivir, no de llamarse católicos, sino de ser ciudadanos que asumen la responsabilidad personal de sus acciones libres. No hace mucho que escribía a una persona altísima -imaginaos lo que queráis, me da lo mismo-, diciendo que los hijos de Dios en el Opus Dei viven a pesar de ser católicos.
Escrivá puede estar refiriéndose, aun sin mencionarlo, a una amplia carta que, con todo respeto pero con toda valentía, escribió desde París, el 15 de agosto de ese mismo año, al cardenal Angelo Dell’Acqua, de la Secretaría de Estado Vaticano, con la convicción de que, por la hondura de su contenido, antes o después llegaría a la mesa de Pablo VI. 4 Ahora continúa hablando:
-No es cierto que vayamos en manada: es mentira. No somos un grupo de presión: no es verdad. Se han equivocado los que lo han dicho. Tengo muchos hijos de todos los temperamentos, de todas las razas, de todas las lenguas, en todo el mundo. No lo digo con orgullo, pues tengo obligación de vivir con humildad colectiva. Y si yo pretendiera presionar en una cosa temporal, se me marchaban todos a sus casas. Dirían: «que se quede ese señor ahí…». ¡Hemos de ser libérrimos en todo! (5)
La paradoja es que, al tiempo que en algunos círculos eclesiásticos y políticos se teme que el Opus Dei pueda ser un bloque poderoso, un grupo de presión, en otras esferas, también eclesiásticas y también políticas, se desea y se intenta que el Opus Dei sea precisamente eso: una infiltración organizada de «topos», una especie de «termitas» programados que invadan los estamentos y las estructuras de la sociedad. No falta, incluso, quien pretende que las voluntades individuales de los miles y miles de miembros del Opus Dei, tan diversos como dispersos, sean manejables y se puedan accionar de un golpe, como si se tratara de una sola voluntad, o de muchas idénticas.
La visión errónea que en ciertos ambientes se tiene de la Obra lleva a algunos a sugerir: ¿por qué los miembros del Opus Dei no uniformizan sus criterios, en lo político, y se convierten, si no en un partido, sí en una fuerza social operativa, con el voto «confesionalmente orientado»?
Es Escrivá en persona quien, una y otra vez, se enfrenta con enérgicas negativas a estas desvirtuadas pretensiones:
-En la Obra no damos nunca un criterio, cuando llega el momento de ejercitar los derechos o los deberes de los ciudadanos. Cada uno hace lo que cree en conciencia. A nadie se le dice que sea de esta opción o de la otra. Si hay algo que decir, relacionado con la vida pública de un país, lo tiene que decir la jerarquía eclesiástica episcopal. Nosotros, no. Nosotros defendemos la libertad personal de los nuestros y de todos. (6)
O, espoleando la libertad y el «derecho a la diferencia» entre los suyos, dice también:
-Cuando sea verdad todo lo que esos pocos susurran, y diez veces más, en el terreno económico, etc., no podremos ser jamás un grupo de presión, por la misma libertad de que gozamos en el Opus Dei: ya que, en cuanto se manifestara un criterio concreto en una cosa temporal, tendrían el deber de rebelarse los demás miembros de la Obra que piensan de distinta manera. (7)
Una vehemente protesta de libertad recorre estas palabras, dichas a un grupo de estudiantes alumnos del Colegio Romano, en 1967. Quizá sólo algunos de los presentes en esa tertulia detectan el verdadero alcance de su queja:
-Nosotros, hijos, queremos a todo el mundo, también a los que no nos entienden o no quieren entender nuestra actuación libre, personal, de simples cristianos. No les entra en la cabeza que sois libres como pájaros. Somos libérrimos, y tenéis derecho a pensar y a actuar como os dé la gana. Cada uno hace lo que quiere en lo temporal, siempre que no se aparte de la fe católica. Hay un abanico de opiniones muy grande para escoger. Jamás nadie os dirá nada contra esa noble libertad, y esto lo hemos vivido desde 1928.
»Algunos querrían que fuéramos un partido político, para poder manejarnos; pero el Opus Dei no es eso. El Opus Dei es la libertad santa de los hijos de Dios. Hay algo -pocoen lo que estamos todos de acuerdo: la fe y la moral de Jesucristo, y el espíritu de la Obra. En lo demás, sois libérrimos. Vivimos en un mundo de tiranías, más o menos disfrazadas, y esta maravillosa libertad nuestra, la de cada uno, con su consiguiente responsabilidad personal, no cabe en la cabeza de algunos, que no son capaces de imaginar que exista ¡una cosa tan hermosa! (8)
José Luis Múzquiz, ingeniero de Caminos, que, junto a Del Portillo y a Hernández de Garnica, fue de los tres primeros que se ordenaron sacerdotes en el Opus Dei, tomará la pluma en 1975 para poner por escrito algunas de sus vivencias personales, como miembro muy veterano de la Obra. En cierto tramo de ese relato, espontáneo y vivaz, se puede leer:
-Al cabo de cuarenta años, no recuerdo que me hayan preguntado nunca mis opiniones políticas. En cambio, sí recuerdo, cuando estaba en Estados Unidos, haber ido a votar con otro de la Obra; y aunque no habíamos comentado nada, yo estaba seguro de que él votaba de modo diferente al mío. La libertad en estas cuestiones opinables, de la que ya me habló el Padre a principios del año 1935, se ha vivido siempre en el Opus Dei: en todos los países y en todas las circunstancias.
Con la nitidez con que se conservan en la memoria los hechos que han marcado una huella indeleble en la vida de un hombre, José Luis Múzquiz evoca, en esas mismas notas manuscritas, su primer encuentro con Josemaría Escrivá de Balaguer. Vienen al hilo de esa libertad política que, en todo momento, el fundador quiso que se viviera en los centros de la Obra.
Ese encuentro se produjo en 1935, en Madrid: exactamente, en la Academia DYA, siglas que para la gente significaban «Derecho y Arquitectura», porque realmente allí se daban clases de esas materias; pero para los de la Obra tenían otro alcance y otra traducción: Dios y Audacia.
-Fui a la calle de Ferraz, 50, a primeras horas de la tarde -estoy prácticamente seguro de que eran las cuatro-, a visitar al Padre. Yo tenía cierta curiosidad por saber qué pensaría aquel sacerdote de la situación, los partidos, los prohombres políticos que más se movían en España. En aquella época turbulenta, antes de la guerra, todos los sacerdotes opinaban de política.
»El Padre me habló, desde el primer momento, en un plan sobrenatural y apostólico. «Me alegra mucho que hayas venido, tenía ganas de conocerte… Te he encomendado mucho.» Esto no me lo había dicho nunca hasta entonces ningún sacerdote. Después, el Padre me dijo: «No hay más amor que el Amor. Los otros amores son amores pequeños.» (…). He dicho que iba con cierta curiosidad en materia política: en efecto, pregunté al Padre qué opinaba de uno de aquellos personajes públicos -me parece que fue de Gil Robles- por quien entonces yo sentía cierta simpatía. El Padre me contestó inmediatamente: «Mira, aquí nunca te preguntarán de política. Vienen jóvenes de todas las tendencias: carlistas, de Acción Popular, monárquicos de Renovación Española, etc. Ayer mismo estuvieron el presidente y el secretario de la Asociación de Estudiantes Nacionalistas Vascos.»
»A continuación, el Padre añadió: «En cambio, te harán otras preguntas molestas… Te preguntarán si haces oración, si aprovechas el tiempo, si tienes contentos a tus padres, si estudias: pues, para un estudiante, estudiar es una obligación grave.» Me quedó bien claro el criterio de la libertad en cuestiones políticas. 9
Una mañana de febrero de 1957, Escrivá está un rato con los del Colegio Romano. Uno de los muchachos más jóvenes, pensando que va a dar al Padre un «notición», le cuenta que en la prensa italiana de ese día se dice que un político español ha sido nombrado ministro del Gobierno de Franco. Se refiere a Alberto Ullastres.
Con tono amable, pero con clara firmeza, Escrivá le responde que eso, a él personalmente, no le importa mucho; que lo que sí le interesa es que ese hijo suyo cumpla bien las normas del plan de vida espiritual y haga con honradez su trabajo, sea el que sea. Luego añade, con humor:
-Me importaría más, si me dijeran que a ese hijo mío le había salido un grano aquí, en la espalda… ¡o todavía más abajo! 10
Pocos días después, un cardenal amigo suyo le telefonea desde el Vaticano: quiere darle la enhorabuena y felicitarle por ese nombramiento. La respuesta de Escrivá es muy similar:
-¿Y me felicita usted a mí? ¡A mí no me va ni me viene! Este asunto afecta a la vida profesional y política de Alberto Ullastres. Yo, como padre, me alegro de los éxitos profesionales de todos mis hijos. Pero ¡nada más! Lo que a mí me interesa es que Alberto sea muy santo y esté muy bien de salud… Por lo demás, igual me da que sea ministro o barrendero, con tal que se haga santo en su trabajo. (11)
Éstas y las otras pueden ser palabras para la galería. Pero no lo son. El propio Alberto Ullastres escribe una nota, de su puño y letra, tras un encuentro con Escrivá, a raíz de su designación ministerial. Es reveladora su escueta textualidad:
«Cuando fui nombrado ministro de Comercio -febrero de 1957- le pedí al Padre un consejo: ¿qué norma de actuación debería seguir, para vivir mejor mi vocación en esta nueva experiencia de mi vida?
»El Padre me contestó: “Sólo esto: que me cumplas las Normas y que ames la libertad.” Entendí que no quería decir nada más.» (12)
Y así lo hace siempre que algún hijo suyo, promovido a algún cargo de relevancia pública, le solicita «un consejo, para esta nueva situación».
En esos mismos años, Laureano López-Rodó, miembro del Opus Dei, empieza a descollar en la política del régimen franquista. Llegará a ser ministro del Plan de Desarrollo y ministro de Asuntos Exteriores. El 20 de noviembre de 1957 tiene un encuentro en Lourdes con monseñor Escrivá. En su agenda de bolsillo anota ese mismo día:
«El Padre me dijo una serie de cosas:
»Tienes absoluta libertad política: ¡que no es broma!
»Que sirvas con lealtad a la Patria.
»Que procures unir, acercar, operar siempre con el signo más (traza una cruz), que es el signo de la caridad.
»Que obres con serenidad.
»Que cuando dejes el cargo tengas alegría. Que te importe un pito. Mejor dicho: ¡medio pito!
»Si el trabajo te impide cumplir las Normas de piedad, piensa que ese trabajo ya no es Opus Dei: es opus diaboli.
»Que tengas siempre afán de santidad.
»Cada uno de estos consejos me venía al pelo.» (13)
Cuatro años más tarde, el 27 de noviembre de 1961, López-Rodó vuelve a estar a solas con Escrivá. Le visita en Roma. El Padre le insiste en los mismos temas: la caridad y la libertad. Le hace ver que «servir a la Patria por amor a Dios es más excelente que servir a un hombre; ninguna persona merece esa servidumbre: sólo Dios». Después, le subraya:
-En la Obra somos libérrimos: los directores ¡nunca! te darán una consigna o una sugerencia. Nosotros, como los demás católicos, seguiremos las indicaciones que pueda dar la Iglesia a través de la Jerarquía. Admitimos todas las opiniones que la Iglesia admite y todos los partidos… menos los totalitarios.
Aun sabiendo que habla con el ministro de un país donde rige una dictadura militar, o quizá por ello mismo, Escrivá se explaya en el capítulo de la libertad. Pero lo hace situándose por encima de las cuestiones políticas, como un verdadero sacerdote:
-Yo cada vez tengo más amor a la libertad. Hay que saber respetar la libertad de los demás. Y ser comprensivos: aceptar que otros tienen sus motivos para pensar de modo distinto; y admitir que nosotros podemos estar equivocados. No seamos nunca fanáticos. No hay cosa de este mundo por la que valga la pena ser fanático. Sólo prestamos adhesión sin reservas a las verdades de la fe. Pero todo lo demás ¡todo! es opinable. Y si aquél o el otro piensan de modo diferente, ¿qué? ¡ni me ofende, ni me ofendo! (14)
En otra ocasión es Gregorio López-Bravo quien le visita en Villa Tevere, aprovechando quizá algún viaje oficial a Roma, también en su época de ministro de Franco:
«Cuantas veces intenté tratar con monseñor Escrivá algunas dudas que me suscitaba el ejercicio de mi cargo, siempre reaccionó recordándome que su misión no era política, sino sacerdotal, y que sólo podía recordarme con fidelidad la doctrina católica. Me reiteraba que los cristianos no éramos ciudadanos de segunda clase, desentendidos o ausentes de los problemas de nuestro tiempo: teníamos que estar “allí donde nace la historia” (…). Siempre que intenté obtener alguna precisión mayor sobre su idea de la libertad y la responsabilidad en las actuaciones civiles, me respondía que “nuestra conducta de cristianos corrientes no tiene más límites que los que marca la Iglesia” y que, “a esa luz, cada uno debe estudiar los problemas y buscar las soluciones concretas, actuando con conciencia recta y con plena libertad personal” (…). En todas las ocasiones que hablamos, me insistió en que evitase creerme en posesión de la verdad, en temas tan opinables como los relacionados con la actividad política. “Huye de toda intolerancia y de todo fanatismo: no puedes tratar a nadie con frialdad o con indiferencia, por el simple hecho de que piensen de manera distinta a como piensas tú”, me recomendaba.» (15)
En enero de 1970 este mismo López-Bravo, miembro del Opus Dei, casado y padre de una familia muy numerosa, recibía en su domicilio madrileño la fotocopia de un antiguo grabado de santo Tomás Moro, que murió en el patíbulo por orden de Enrique VIII, después de haber sido depuesto en su cargo de Canciller de Inglaterra, por oponerse al divorcio del Rey. En el reverso de la ilustración, había una nota autógrafa de Josemaría Escrivá de Balaguer:
«Santo Tomás Moro ha sabido amar a su familia, a su Patria, a la Santa Iglesia de Dios y al Romano Pontífice: si viviera hoy, sería Supernumerario del Opus Dei.» (16)
También son de primera mano, y en esta misma línea, los recuerdos que aporta Vicente Mortes Alfonso, casado, ministro del Gobierno español y miembro del Opus Dei.
Después de entrevistarse en Roma con el Padre, en septiembre de 1963, Mortes apunta algunas frases de esa conversación privada:
«Me da alegría que sirvas a la Patria. Es un trabajo profesional que exige muchas renuncias y mucha dedicación y, por tanto, puede ser un buen camino de santidad. De todas maneras, no sabría yo decirte qué trabajo es más importante: ¿el tuyo, o el del ordenanza que introduce las visitas? Siempre, el que se haga con más amor de Dios.»
En octubre de 1967, con ocasión de un viaje de monseñor Escrivá a Pamplona, Vicente Mortes tiene otro breve encuentro, desenfadado y cordial:
-¡No te preocupes tú, politicón! Yo no soy político de ninguna especie. Yo tengo los brazos abiertos para recibir a todo el mundo. ¿Está claro? Mira, yo no tengo derecho a tener opiniones políticas. Además, defiendo -y por eso me llaman «hereje»- la «libertad de las conciencias», no la «libertad de conciencia» que consiste en hacer cada uno lo que le da la gana…
Vuelve a verle, el 11 de febrero de 1968, en Villa Tevere, y recoge estas anotaciones. Sorprendentemente, son casi idénticas a las de sus colegas López-Rodó y López-Bravo:
«En política, como en todo, utilizad el signo más, que tiene forma de cruz y significa sumar: en las cosas terrenas hay muchos caminos para llegar a un fin, y bastantes de esos caminos son igualmente buenos… Un político que rechace a los que no piensan como él es un mal político. No maltratéis a nadie, ni siquiera a los que van por mal camino: ¡tratadlos, atraedlos, para acercarlos a Dios! Respetad la libertad de los demás. Siempre el signo más: ¡Sumad, sumad! ¡No dividáis! (…). Los que tenéis vocación de servir a vuestros conciudadanos, me merecéis todos los respetos. Además, ¡sois libérrimos!, siempre que no ofendáis a Dios. Pero de este criterio general no salgo. ¡Ni media palabra más! Nunca pongo peros a la labor personal de nadie, a ninguna labor pública, porque sois ciudadanos como los demás. Ni más, ni menos: como los demás.» (17)
Vicente Mortes había conocido a Josemaría Escrivá en 1940, en la residencia de estudiantes de la calle Jenner, de Madrid, siendo él un muchacho de provincias que iniciaba los estudios de Ingeniería de Caminos, Canales y Puertos. Pasados treinta y cinco años, recuerda nítido aquel primer encuentro:
-Mi padre y yo habíamos venido a Madrid, desde Valencia, con el fin de buscarme alojamiento. Don Eladio España, sacerdote ejemplar y rector del «Corpus Christi», me hablaba con frecuencia de don Josemaría Escrivá, el autor de Camino, y también de la residencia de estudiantes que había instalado en Madrid.
»Llegamos a Jenner, número 6. Subimos al primer piso. Esperamos en una salita pequeña con balcón a la calle. Unos instantes después apareció ante nosotros un sacerdote joven, con aspecto fuerte y cordial. Era el Padre. Intentamos besarle la mano, como se acostumbraba entonces, pero él la retiró con gesto afectuoso. Ya sentados, mi padre fue hablándole de mí. Insistía en que yo era hijo único y que por primera vez iba a vivir separado de la familia. Tenía miedo de que me «perdiera» en la gran ciudad. Quería, por tanto, dejarme alojado en un sitio donde no corriera peligro; donde se controlaran mis entradas y mis salidas; donde, en pocas palabras, estuviera vigilado.
»Mientras mi padre hablaba, iba cambiando el semblante de don Josemaría Escrivá: se había ido poniendo serio, muy serio. En cierto momento, interrumpió a mi padre y dijo:
»-Se han confundido ustedes de puerta. En esta Residencia no se vigila a nadie. Se procura ayudar a los residentes a ser buenos cristianos y buenos ciudadanos, hombres libres que sepan formar criterio y cargar con la responsabilidad de sus propias acciones. En esta casa se ama mucho la libertad, y el que no sea capaz de vivirla y de respetar la de los demás no cabe entre nosotros.
»Afortunadamente, mi padre comprendió que don Josemaría tenía razón: que sin un sentido personal de la responsabilidad, la vigilancia no servía para nada, y menos para formar hombres libres. Al fin, el Padre nos dio a entender que, por su parte, no había inconveniente en que yo me alojase allí.
»-Bien. Suban al tercer piso y hablen con el director. Se llama Justo Martí Gilabert y es licenciado en Derecho. Él les dirá si hay o no hay plazas y cuáles son las condiciones económicas, si las hubiera. Eso no es cosa mía. A mí, como sacerdote que soy, sólo me corresponde la dirección espiritual de la Residencia.
»Nos despidió con afecto. Aquellas palabras suyas, que entonces me parecieron durísimas, no se me han olvidado nunca: en 1940 y en España, no era frecuente oír hablar de libertad. Después, a lo largo de los años, ¡cuántas veces he oído al Padre pronunciar esta palabra! Para él, sin ninguna duda, era mucho más que una aspiración o un ideal: era el aire que necesitaba para vivir. (18)
Entre los muchos recuerdos que Vicente Mortes ha puesto por escrito, este otro dibuja con trazo rápido y resuelto esa libertad, aplicada a las decisiones públicas y políticas, tal como siempre se ha vivido en la Obra:
«Al venir a Madrid y empezar mis estudios superiores me incorporé al Sindicato Español Universitario (SEU). José Miguel Guitarte era entonces su jefe nacional.
»En la residencia de Jenner yo había conocido a gente estupenda: estudiantes responsables y con prestigio entre sus compañeros. Pensé que el SEU recibiría un gran refuerzo, si estos jóvenes se incorporaran a él en sus puestos de mando. Podríamos tener así unos formidables delegados de curso, que atrajeran a los demás. Le hablé de ello a Guitarte. La idea le pareció espléndida. Muy contento, me fui a ver al director de la residencia. Me escuchó atentamente. Cuando terminé, con muy buenas palabras puso en evidencia mi error:
»-Mira, Vicente, yo aquí no puedo hablar a ningún residente de cuestiones políticas. Cada uno es libérrimo de pensar y actuar como quiera, en todo lo opinable… que es casi todo, porque los dogmas de fe son muy pocos, y ésos los proclama la Iglesia. Pero a mí ni me incumbe, ni me interesa, ni es mi papel, animar o desanimar a nadie sobre tal o cual iniciativa política. Sería entrometerme en la libertad de los demás…
»Estaba bien claro: otra vez me había equivocado de puerta.» (19)
Ese respeto, íntegro y profundo, a las actuaciones y opiniones personales es en el Opus Dei el fruto maduro de una arraigada pasión por la libertad responsable. Monseñor Escrivá ama la libertad, como don inalienable de los hijos de Dios, porque sólo desde ella se origina la determinación humana y el mérito sobrenatural de las acciones.
Ahora bien, para Escrivá la libertad no es un subterfugio de retórica artillera que haga más atractivo el discurso exigente de la entrega. No es un tema sobre el que se habla, sino un clima en el que se vive. Un modo de actuar que o se embrida con la responsabilidad, o campa por las praderas de la anarquía. Y así, en tándem bien abrochado, libertad responsable, la ejerce él y la contagia a sus hijos.
El 25 de marzo de 1958, cuando algunos eclesiásticos no acaban de comprender esa libertad de los miembros de la Obra en sus trabajos profesionales y en sus ocupaciones civiles, Escrivá de Balaguer escribe sobre este asunto a Aurelio M. Escarré, abad de Montserrat:
«Me ha divertido de veras el último párrafo de su carta, porque yo también critico a mis hijos en público, cuando en sus libérrimas actuaciones personales públicas pienso que lo merecen; aunque, en otras muchas actividades de ese mismo ambiente, merezcan alabanzas, que tampoco debemos escasear.»
Sigue diciéndole que en el Opus Dei esa libertad personal es bien conocida y vivida por todos:
«Y trae como consecuencia una responsabilidad también personal y exclusiva, lo mismo en los éxitos que en los fracasos (…). Así -lógicamente- la Obra, por una parte, nunca se puede hacer solidaria de las actividades profesionales, sociales, etc. de sus miembros, y por otra, jamás puede acortar esa libertad personal de sus hijos, mientras sientan y actúen dentro del ámbito consentido por la fe y la moral de la Iglesia. Sé de sobra que Vuestra Reverencia no dejará de aclarar estas ideas, cuando lo juzgue conveniente. Y sé también que lo agradecerán y lo entenderán, porque lo entienden -en todo el mundo- todas las personas honestas que son capaces de respetar la libertad de los demás.»
Y dicho esto con diafanidad meridiana, sin agregar más, se despide:
«Que V. R. y esa Venerable Comunidad no se olviden de rezar por nuestro Opus Dei y por este pecador, que le abraza cariñosamente y queda suyo siempre affmo. in Domino. Josemaría Escrivá de B.» (20)
Esa libertad en todo lo opinable, la transpone también al terreno de la filosofía y de la teología. Un día de marzo de 1964 Escrivá dice a un grupo de mujeres de la Obra, en Roma:
-Nosotros en materia de fe seguimos la doctrina definida por la Iglesia. En las demás cuestiones, que Dios ha dejado al libre arbitrio de los hombres, cada uno opina como quiere: aunque sean cuestiones teológicas. Por eso prohíbo terminantemente que en la Obra haya escuelas o corrientes doctrinales comunes para los miembros del Opus Dei en lo que sea opinable, porque también en estas materias filosóficas o teológicas, etc., somos libres. (21)
Suena fuerte esa prohibición, pero no es sino el más audaz paradigma de la libertad: el prohibido prohibir, el no os encadenéis a ligaduras con las que ni el mismo Dios nos ata. Y en esa misma conversación abunda su doctrina cristianamente libertaria:
-Mienten los que dicen que somos integristas. Mienten los que dicen que somos progresistas. Somos libres, qua libertate Christus nos liberavit (…). Amor a la libertad, pues, dentro de los términos de nuestra vocación. Sin embargo, como el mundo está ahogado por tiranías, quizá habrá gente que no nos entienda. Por eso, porque son tiranos, y no son capaces de comprender a las almas que caminan in libertatem gloriae filiorum Dei, con la libertad de los hijos de Dios. Nosotros hemos de ser campeones de la libertad, de la libertad santa. (22)
En numerosas ocasiones alerta a sus hijos para que luchen con denuedo y noblemente «contra cualquier clase de tiranía, y, en caso de duda, poneos siempre del lado de la libertad». (23)
Paseando un día de otoño de 1967 por el jardín de Láriz, una casa de Elorrio (Vizcaya), comenta a los que le acompañan que ha escrito y guardado un buen montón de fichas sobre la tiranía:
-Un tirano suele tener dos o tres cuestiones tabú que no permite que nadie más que él toque. Para conseguirlo, deja que quienes le rodean tiranicen, a su vez, en todo lo demás… Con lo cual, el ejercicio de la tiranía viene a ser una temible escuela de tiranos. (24)
Porque defiende la libertad de las conciencias, la libertad sagrada de cada hombre para relacionarse con Dios, recomienda a los suyos: «No encorsetaros en vuestra piedad (…) sólo de vez en cuando convendrá que le aprieten a uno las clavijas (…) en lo que es vida contemplativa, no se pueden dar leyes generales, a partir de la experiencia de dos docenas de personas, como han hecho algunos escritores místicos: ¡Dios actúa en las almas, en cada alma, de las formas más variadas!» (25)
Quiere Escrivá de Balaguer que esta libertad campee, soberanamente, en ese arcano íntimo de la vida interior donde el hombre se entiende a solas, sin testigos y de tú a tú con Dios. Anima a los de la Obra a «no atarse a esquemas ni métodos de vida interior» y a «que, con libertad, digáis vuestra propia oración, para que pongáis algo vuestro, personal, en el trato con el Señor: hay mucho -debe haber mucho- de autodeterminación en la vida espiritual». (26)
Compara la Obra con una gran avenida, con un amplio camino andador por el que no se desfila en batallón uniforme y compacto, sino que cada cual lo cubre libremente, a sus anchas o a sus estrechas, metido de modo individual en la apasionante aventura de una santidad que jamás será colectiva, porque siempre tendrá que ser una andadura calzada, pisada y recorrida en primera persona del singular: «El camino de la Obra es muy ancho. Se puede ir por la derecha o por la izquierda, a caballo, en bicicleta, de rodillas, a cuatro patas como cuando erais niños, y también por la cuneta, siempre que no se salga del camino.» (27)
Al propugnar la libertad, monseñor Escrivá estimula la diversidad, y fomenta que en cada uno de sus hijos cuaje una personalidad distinta de la del resto, sin homologaciones ni igualitarismos. Defiende con tanto ardor la unidad, como previene de la uniformidad. Está bien persuadido de que entre los seres humanos no puede haber clonados, porque Dios no se repite nunca: Dios es siempre original. Y cada hombre y cada mujer agotan en sí mismos todas sus posibilidades de diferenciación y de unicidad. Por ello, dice con grande fuerza expresiva:
-A cada uno Dios le da, dentro de la vocación general al Opus Dei -que es santificar en medio de la calle el trabajo profesional-, su modo especial de llegar. No estamos recortados por el mismo patrón, como con una plantilla. El espíritu nuestro es tan amplio que no se pierde lo común por la legítima diversidad personal, por el sano pluralismo. En el Opus Dei no ponemos a las almas en un molde y luego apretamos; no queremos encorsetar a nadie. Hay un común denominador: querer llegar, y basta. (28)
Atento y avizor siempre de cualquier riesgo de uniformización y de gregarización, afirma una vez, y otra, y otra, el derecho a la diferencia, dentro de la sociedad de masas y en el seno mismo de la Obra:
-En el Opus Dei, cuanto más diferentes seamos unos de otros, mejor; siempre que el pequeño denominador común sea inquebrantable. Respetamos a todos y defendemos su libertad; así tenemos también derecho a defender la legítima libertad nuestra. No soy fanático ni del Opus Dei, y os pido por amor de Dios que no seáis fanáticos de nada. ¡Tened un corazón muy grande! (29)
Desde que el Opus Dei comienza a expandirse por distintas latitudes, Escrivá deja establecido un modo de actuación con los miembros a quienes se va a pedir que se trasladen a otro país, para desarrollar allí nuevas labores de apostolado: que el destino foráneo se les proponga y no se les imponga; que se les deje un tiempo para pensar y decidir; que, en caso de aceptarlo, se les pregunte si marchan libremente; que, en razón de esa libertad, sepan que no supone «mal espíritu» declararse sin fuerzas para acometer tal tarea y en tal lugar. De este modo nadie va forzado, o a disgusto, a otra nación sino después de haberlo decidido él, ella, con libre determinación. Además, esos desplazamientos a países extranjeros son temporales: tendrán más o menos duración, pero siempre son viajes con billete de retorno.
También, para garantizar la libertad y evitar la concreción de algún atisbo de mangoneo autoritario, establece desde el principio que el gobierno en la Obra sea siempre colegial y nunca unipersonal. Todas las cuestiones, mayores y menores, son estudiadas por escrito entre varias personas. Él mismo gobernará asistido siempre por un equipo de hombres -el Consejo general-, o de mujeres -la Asesoría central.
Cuando le pasan el informe de algún asunto que precisa un cambio de impresiones, llama a las dos o tres personas más directamente responsables de ese tema, para resolverlo con ellas. Les lee el texto o les expone la cuestión que sea, y pregunta cuál es su parecer. No antepone su criterio, para no coartar la libertad de nadie. Les deja exponer sus razones. Y sólo al final indica su propia opinión.
Explicando el modo de gobernar en el Opus Dei, dirá siempre que es colegial, plural; lo contrario de una autarquía: «Y yo sólo soy un voto.»
En cambio, por exigencia de lealtad personal con Dios, como fundador, no delega disposiciones o criterios en nada que sea medularmente fundacional. Sabe que ahí es sólo él quien tiene el carisma para el acierto y, por tanto, la responsabilidad para la decisión.
En ocasiones Escrivá corrige a los suyos de modo claro y terminante, sin acritud, pero con firmeza. Muchas veces habla de su carácter fuerte -su caratteraccio, que dirían los italianos-, comentando que el Señor ha querido servirse de ese genio fuerte, para sacar adelante el Opus Dei: «No se puede apalancar con un churro.»
A comienzos de los años cincuenta, encomienda a Javier Echevarría, que entonces es un jovencísimo estudiante de Derecho y alumno del Colegio Romano, estar al tanto de las obras de acomodación que se realizan en una zona de la Villa Vecchia.
Cierto día entra uno de los proveedores. Javier le deja pasar. En ese mismo instante el Padre baja por las escaleras, se cruza con ese hombre y le saluda. Después, dirigiéndose a Javier, le pregunta:
-¿Tú sabes quién es éste que ha entrado?
-No, no lo sé, Padre.
-Ah, ¿no? Pues… hijo mío, tú no estás aquí de adorno. Tú estás aquí para seguir cómo van las obras, cómo trabajan, qué pueden necesitar, quiénes vienen y a qué vienen… Y lo lógico es que si entra alguien al que no conoces le preguntes: «¿usted quién es?», porque ésta es tu casa. ¡Tu casa! Y si no te preocupas de cuidarla, y no te interesas por quién viene a trabajar, es que tienes poco sentido de la responsabilidad.
Javier ha palidecido, turbado por la reprimenda. Es un madrileño de Chamberí, el menor de ocho hermanos, de una familia de la burguesía media. Hace cosa de tres años murió su padre, pero él tuvo la arrancada de querer venirse a Roma, sin que nadie se lo propusiera, para vivir cerca del fundador.
Inmediatamente, Escrivá extiende sus brazos hacia él y, cogiéndole por los hombros, le zarandea con cariño, mientras le dice en tono entrañable, paternal:
-¿No te das cuenta, Javi, hijo mío, que no soy yo, ni es Fulano o Mengano? Es el Señor quien te ha confiado esta tarea, en este momento… Y, por tanto, debes poner en ella todo tu cuidado, todo tu sentido de la responsabilidad. (30)
Libertad y responsabilidad. El mismo Javier Echevarría evoca este otro suceso:
-En una ocasión, durante aquellos tiempos de obras en Villa Tevere, había que trasladar el material de trabajo del Padre a una zona distinta, para dejar el espacio libre a los obreros. A los que nos encontrábamos en el Colegio Romano, que seríamos docena y media de personas, nos pidió que colaborásemos, para hacer la operación con más rapidez.
»Antes de comenzar, el Padre nos dijo:
»-Tengo la más absoluta confianza en todos los que estáis aquí. Así pues, yo no voy a preocuparme de cómo actuáis. Estoy seguro de que vais a respetar todo este material: sé que ni vais a tocar nada, ni vais a coger nada, ni vais a curiosear nada… El Padre se fía plenamente de sus hijos.
»Organizamos una cadena, pasándonos los bultos unos a otros, de mano en mano.
»De pronto, vi que en uno de los cestos que transportábamos había una caja abierta. Contenía tarjetas de visita del Padre. Pensé que no iba a pasar nada porque yo me quedase con una de esas tarjetas en las que, aparte del nombre y la dirección, impresos, no había nada escrito a mano. Así que tomé una y me la guardé. Me hacía ilusión. Incluso, a los pocos días, lo comenté con alguien, sin darle más importancia. Cuando el Padre lo supo, quiso hablarme a solas. Con sencillez, con claridad y con fuerza me dijo:
»-Hijo mío, si te comportas así, nunca podré tener confianza en ti.
»Me quedé demudado al oír esas palabras. Por un instante, pensé que el Padre estaba magnificando el valor de una simple tarjeta de visita…, pero cuando el Padre siguió hablándome, entendí el alcance de la reprensión:
»-Antes de hacer ese traslado, yo os había indicado de modo claro y expreso que no tocarais nada… Pero, por lo visto, para ti, eso no tiene ninguna importancia… En este plan, Javier, no podré ni confiar ni apoyarme en ti… Tienes que cambiar mucho.
El relato de Javier Echevarría enlaza este suceso con otro ocurrido poco tiempo después:
-Un día de 1952 o 1953 -yo tenía veinte años-, el Padre me preguntó si quería ser su secretario. Al momento le contesté que sí. Entre sus primeras indicaciones, recuerdo que me dijo:
»-Puedes mirar, con toda tranquilidad y con toda libertad, lo que hay en los armarios y en las mesas del despacho donde trabajo y de la habitación que es mi dormitorio. Abre todos los cajones… porque yo no voy a tener ningún secreto para ti.
»No pude evitar que viniese a mi memoria el episodio de la tarjeta de visita. De aquella corrección del Padre me había quedado muy grabada la idea de que, si no cumplía a conciencia una indicación que se me hacía, no se podría confiar en mí. Después pude comprobar que el Padre en ningún momento me había retirado su confianza. Y ahora, al pedirme que fuese su secretario, tenía la demostración más palpable: el Padre confiaba y se apoyaba en todos sus hijos, sin medida, sin restricción, sin quitar la libertad… como un buen padre. Pero exigiéndonos responsabilidad… como un buen gobernante. (31)
A partir de ese momento, y hasta el día de su muerte, Escrivá tendrá junto a él a Javier Echevarría. Él es desde entonces su secretario. En 1956, a la hora de elegir dos custodios, custodes, para que le ayuden en todos los aspectos espirituales y materiales que atañen a su persona, designa a Álvaro del Portillo y a Javier Echevarría.
De su exquisito respeto a la libertad profesional de los suyos, habla con elocuencia suficiente este pequeño detalle, que relata una testigo presencial, Helena Serrano, encargada de la imprenta de Villa Tevere:
-Durante el Concilio Vaticano II, en el que don Álvaro del Portillo era secretario de la Comisión que redactó el DecretoPresbyterorum Ordinis, algunas veces nos pidió que le imprimiésemos determinados trabajos conciliares. Recuerdo que si don Álvaro iba a explicarnos algo referente a la impresión tipográfica del texto que nos había encomendado, el Padre, con naturalidad y con discreción, se retiraba hacia otro lado de la habitación, o incluso salía de la estancia, aguardando al otro lado de la puerta entreabierta, sin escuchar. Era consciente de que a él no le incumbía enterarse de lo que constituía un trabajo personal de don Álvaro en el Vaticano. (32)
Y en cabal reciprocidad, nunca un miembro de la Obra involucra a los demás en sus ocupaciones profesionales o en sus negocios, propios o familiares.
En cierta ocasión, cuando se está instalando Villa delle Rose, en Castelgandolfo, hace falta una tela de unas características muy concretas. Han buscado por todas las tiendas y almacenes sin encontrarla. Un buen día Escrivá lo comenta en la tertulia: «Andamos como locos, porque vuestras hermanas han dicho que tiene que ser esa tela… ¡y tiene que ser esa tela!» Entonces, un hijo suyo italiano propone tímidamente:
-Padre, si quiere pregunto a mi familia…, porque nosotros tenemos una fábrica de tejidos.
-¡Pero, bueno…! ¿Por qué no lo has dicho antes…?
-Es que… no sé…, no me parecía correcto conseguirle yo, desde aquí, clientela a mi padre.
-¡Hijo mío! A veces me salís excesivamente «rigurosos»… Pero ¿sabes lo que te digo?: ¡Que muy bien! ¡Que muy requetebién! (33)
Su apasionada defensa de la libertad -y de la libertad más inviolable del hombre: la del hondón de su conciencia- le hace tener un alma universal, auténticamente ecuménica, capaz de respetar a todos, dialogar con todos, comprender a todos. Y a cada uno. Dice con frecuencia que hay que tener una santa desvergüenza, para meterse en la vida de los demás: «como Dios se metió en la mía, sin pedirme permiso». Pero, al mismo tiempo, sin invadir, sin atropellar, sin violentar, con una delicadeza extrema: «en las almas hay que entrar de rodillas», como se entra en lugar sagrado.
El 9 de abril de 1971, recibe en Villa Tevere a un grupo de muchachas estudiantes y jóvenes profesionales de Holanda, de Alemania, de Italia y de Austria. Una de ellas, alemana y protestante, le pregunta:
-Veo, entre mi religión y el catolicismo, una tremenda separación, a pesar de la fe común en Jesucristo. ¿Cómo se puede superar ese abismo?
-Hija, efectivamente falta unidad entre los cristianos. Yo respeto las creencias de los demás, de tal modo que no te hablaría de las verdades de la fe católica, si no me lo hubieras pedido. Pero, siempre, todos, cristianos o no cristianos, podrán contar con mi amistad leal, sacrificada, alegre, sacerdotal… ¡divina! Cuando me encuentro con gente que no es católica, como gracias a Dios no soy un hipócrita, les suelo decir: «yo soy católico y sé que estoy en lo cierto…».
Y continuó: «tú tienes otra fe y te respeto con toda mi alma, ¡con toda mi alma!, hasta tal punto que haría cualquier cosa por defender la libertad de las conciencias; pero la mía -mi conciencia- no me permite decirte que estás en la verdad». (34)
Una libertad anchurosa, para acoger a quien tiene unas ideas o unas creencias distintas. Y una libertad valiente, que ni por gentileza, ni por amistad, ni por buena educación, cede o transige en cuestiones de fe. Esa libertad es la que, paradójicamente, le hace indesmontable, reaccionando en defensa de la verdad, con la que él llama santa intransigencia. Casi con idénticas palabras que a esa estudiante alemana, responde tres años más tarde, en Lima, a Keiko de Watanabe, una joven japonesa, madre de familia, budista, que desea conocer el catolicismo:
-Con mi ecumenismo particular… porque no puedo hacer otro, sin transigir con mi fe, te digo que yo estoy en la verdad. Por tanto, tú no puedes estar en la verdad. Sin embargo, óyeme, yo respeto tu fe y tus creencias. Y con la ayuda de Dios, daría mi vida por defender la libertad de tu conciencia. (35)
Quienes, profesando otra religión, le oyen hablar de la fe católica con tal seguridad, no perciben en sus palabras ni un atisbo de altanería, ni una sombra de antagonismo. Antes bien, ven en Escrivá a un sacerdote con los brazos abiertos de par en par que, fiel a la verdad revelada, pero sin blandir el dogma, les sale al encuentro, propicia la cercanía y teje un diálogo cordial sobre aquello que pueden tener en común. Busca, «¡signo más!», lo que suma y une, y no lo que resta y separa. Así lo experimentan dos jóvenes profesionales suizos, hermanos, de religión calvinista, que le visitan en Villa Tevere el domingo de Resurrección de 1970. Escrivá les dice, como suele en estas situaciones, que él está en la verdad y ellos no; pero que daría su vida por defender la libertad de sus conciencias. Es decir, porque en toda circunstancia nada ni nadie les estorbe en su derecho y deber de vivir como hijos de Dios.
La simpatía natural, la apertura inteligente y el encuadre sobrenatural con que Escrivá centra el foco de la conversación, hace que estos dos hombres, al terminar la visita, comenten: «Hoy hemos vivido esa alegría de la Resurrección… ¡Hoy ha sido el mejor día de Pascua de nuestra vida.» (36)
Los Cremades son una familia numerosa de Zaragoza: los padres, Juan Antonio y Pilar, y diez hijos, varios de los cuales pertenecen al Opus Dei. En 1964 acuden todos a Roma para ser recibidos por Pablo VI y por Escrivá y festejar allí las bodas de plata del matrimonio.
El Padre les celebra la Santa Misa en el oratorio de la Sagrada Familia, en Villa Tevere. Después les invita a desayunar y mantiene con ellos un animado rato de tertulia, charlando de mil cosas.
En cierto momento Escrivá se refiere a la libertad. Recomienda a Juan Antonio y a Pilar que sean muy amigos de sus hijos, que les formen bien y que les dejen administrar su libertad personal. Insiste en que no conviertan la familia en «una escuela apostólica», ni pretendan «que todos los hijos se hagan de la Obra». Mirando uno a uno a los chicos y chicas de tan numerosa prole, les dice con fuerza: «¡cada caminante siga su camino!»
Uno de los hijos de Cremades, Javier, está en esos momentos bastante reacio a cualquier acercamiento al Opus Dei. Piensa que, bien desde su familia, bien desde sus amigos de Miraflores -un centro de la Obra en Zaragoza-, pueden estar tendiéndole el ganchopara pescarle. Y se defiende esquivando cuanto pueda olerle a intromisión en su libertad. Decide, eso sí, cursar sus estudios de Medicina en la Universidad de Navarra. Al poco tiempo de estar allí, telefonea un día a sus padres, encareciéndoles que vayan a verle:
-Venid cuanto antes, tengo que deciros algo importante.
Ya cara a cara, les suelta:
-He solicitado la admisión en la Obra.
Su padre se queda desconcertado y le pregunta cómo ha sido ese cambio tan diametral. Javier explica:
-Yo estaba convencido de que me querían pescar. Creía que los de Miraflores iban a por mí. Pero cuando en marzo estuvimos en Roma y oí al Padre hablar con tal convicción de la libertad, repitiéndonos que éramos libérrimos y diciéndoos que os abstuvierais de coaccionarnos moralmente, me dije: «Javier, nadie te empuja, nadie te presiona. Estás solo y solo has de decidir. ¡Haz lo que te dé la gana…!» Y palpando esa libertad, he decidido escribir al Padre, pidiéndole ser del Opus Dei. (37)
Santa intransigencia, santa desvergüenza y santa coacción… , tres vectores que se entrecruzan en el punto clave de la libertad. (38)
Un día Escrivá habla con varios hijos suyos de esa santa intransigencia para no ceder, «porque estoy persuadido de la verdad de mi ideal». De esa santa desvergüenza, para «despreciar el qué dirán». Y de esa santa coacción, «para acercar a las almas a Dios, con un apostolado intrépido y sereno». Alguno de los que le escuchan piensa que esa santa coacción debería tener efectos inmediatos, «ya que la palabra de Dios es siempre eficaz, y no puede volverse de vacío».
Escrivá, como adivinando esa juvenil impaciencia, apunta al enigmático y magnífico juego, humano y divino, de la libertad y de la gracia:
-No todo el mundo ha de ser de la Obra. Esto es una vocación. Y Dios la da a quien Él quiere. Hijos míos, hemos de amar mucho la libertad… No hay otra santa coacción que la de rezar