El hombre de Villa Tevere. Los años romanos de Josemaría Escrivá
CAPÍTULO I / CAPÍTULO II / CAPÍTULO III / CAPÍTULO IV / CAPÍTULO V / CAPÍTULO VI / CAPÍTULO VII / CAPÍTULO VIII / CAPÍTULO IX / CAPÍTULO X / CAPÍTULO XI / CAPÍTULO XII / CAPÍTULO XIII / CAPÍTULO XIV / CAPÍTULO XV / CAPÍTULO XVI / CAPÍTULO XVII / CAPÍTULO XVIII / CAPÍTULO XIX / CRONOLOGÍA / ÍNDICE / ONOMÁSTICO / FOTOS DEL LIBRO
CAPÍTULO VII: Giboso, giboso… Una larga suma a renglón seguido. «Si no tuviera corazón, dormiría a pierna suelta.» La Obra no tiene escudos. Un dibujo, al dictado. El punzón de garantía. «¿Qué te pasa conmigo, Señor? «¿Mi precio?… una raspa de sardina.» La psicología del hombre feliz. «Nunca busqué certificados.» Camino, a la hoguera. ¿Signos cabalísticos? El maletín del fabricante de calumnias. Verdades rotas y datos trucados. Cobre rajado, con lañas. ¿Micrófonos ocultos? La verdad del viaje a Grecia. Unas copas de malvasía. El teléfono suena de madrugada. Enemigos «bienhechores». Coces contra el aguijón. Querían echar a Escrivá. El peligro lleva guantes de seda. «Los de siempre.» Un ciego que da bastonazos al aire. Extranjero en Roma. Un testigo de piedra, en Il Cortile Vecchio.
Es un óleo antiguo, de un pintor español sin celebridad: Del Arco, un contemporáneo de Velázquez, de cuarta o quinta fila. Representa la imagen de un Cristo, casi desnudo, doblado y encogido tras los azotes del látigo y los flagelos. Está en la sacristía mayor de Villa Tevere. Escrivá lo llama con descarnado realismo «el Cristo giboso». En alguna ocasión, pasando por ese lugar, se ha detenido un momento para comentar:
-Hace años, esta pintura me parecía exagerada. Ver al Señor tan encorvado, ¡giboso! ¡giboso! por el sufrimiento… Ahora, no. Porque, cuando estoy muy cansado, siento que también a mí el cuerpo se me dobla, que me cuesta estar derecho… Me he visto así muchas veces: llegando al final de la tarde, encorvado, giboso, cansado, reventado… Y me consuela ver a Jesucristo -¡Él, que es toda la hermosura y toda la fortaleza y toda la sabiduría!- rendido, agotado, en el límite de sus fuerzas. (1)
Cuántas veces alguno de los que viven en Villa Tevere ha visto al Padre de espaldas, subiendo una escalera, ajeno a que desde abajo le puedan estar mirando: va despacio, muy despacio. Un peldaño. Una pausa. Otro peldaño… Como sin fuerzas para tirar de su cuerpo: «encorvado, cansado, reventado».
Giboso, giboso…
Cuántas veces también, ya al atardecer, ha llegado al planchero de Villa Sacchetti, donde trajinan Julia, Dora, Rosalía, Concha…, se ha sentado en una sillita baja, de esas «de costura», les ha echado una sonrisa y, con toda confianza, les ha dicho a media voz: «hoy vengo a que me contéis vosotras… hoy el Padre está muy cansadico…».
Giboso, giboso…
Es el mismo hombre que, por la mañana temprano, aparece radiante, dinámico, risueño, garboso, caminando por una galería a paso ligero. Que no lleva reloj en la muñeca porque, en su jornada detrás de una cosa va otra y otra y otra…, sin paréntesis de minutos libres.
El mismo hombre que despliega una asombrosa capacidad de trabajo y a un ritmo muy difícil de seguir. El mismo que encarga un asunto -«Hazlo cuando puedas»- y, antes que pase una hora, por el teléfono interior marca los dos dígitos de tal o cual oficina para preguntar: «hija mía, ¿me tienes ya eso?», o «hijo, ¿está ya terminado aquello que te pedí?»
El mismo que, después de un día apretado -para su mucho quehacer todos se le quedan cortos-, llega al examen de la noche, exprimido como un limón, giboso, giboso, y le dice al Señor: «hoy no he tenido tiempo de ocuparme de mí».
Al rastrear una vida densa e intensa, como la de Josemaría Escrivá, no sólo hay que atender a la contemporaneidad y a laextemporaneidad de un hombre flechado hacia una misión que le trasciende: se ha de considerar también la abrumadorasimultaneidad con que sucede todo en esa existencia varia y poliédrica.
Los hechos aparecen como una larga suma, cuyos sumandos no se dan uno después de otro, sino todos a la vez, todos en el mismo renglón, superponiéndose en el tiempo. Y todos con la misma energía, todos con la misma pasión, todos con la misma entrega. No cabe hablar de los años de estudio, los años de apostolado, los años viajeros, los años de oración, los años de sufrimiento… No. En cada año y en cada día de la vida de Escrivá se da todo eso, y todo en simultáneo.
Las tareas de gobernar la Obra, que crece y crece por días. Más las gestiones, lentas y delicadas, ante el Vaticano. Más los exhaustivos estudios y trámites jurídicos. Más los viajes por el extranjero, rápidos, ajetreados, asentando la expansión del Opus Dei. Más las obras de construcción, sin tregua, porque antes de haber concluido una ya habrá comenzado otra. Más su siempre imprevisible y arriesgada financiación. Más las múltiples y variadísimas visitas que recibe a diario, en las que conjuga la rapidez, el afecto y un deseo directo de «hablar sólo de Dios». Más los almuerzos con invitados -casi siempre prelados, obispos, cardenales, padres conciliares-, a quienes, con paciencia y sin fatiga, explica una y otra vez qué es y qué no es el Opus Dei… o con los que se interna por la umbría selva de las necesidades de la Iglesia. Más su predicación. Más el constante trabajo de redactar textos espirituales, a mayor ritmo del que la imprenta puede dar abasto. Más las tertulias -un continuo, en su magisterio oral- para formar a los suyos y a los amigos y parientes de los suyos. Más la atención personalizada a cada hija y a cada hijo que lo necesita, vivan cerca o lejos de él. Más una vida de piedad, de oración, de unión con Dios, que en Escrivá llega a ser, desde su juventud, una atmósfera permanente, un modo de estar en el mundo, pero que tiene también la armoniosa cadencia de unas normas, obligantes, regladas y sometidas a horario fijo. Más una vida en familia que entraña citas, encuentros, momentos de estar juntos… a la hora debida. Y por grandes y santos que sean los hombres, sus días tienen sólo veinticuatro horas.
Más -suma y sigue- la preocupación que Escrivá se ha echado encima, por tantas y tantas personas que viven de espaldas a Dios: toda una civilización que se descristianiza y se tambalea. Más los sufrimientos por la Iglesia, que atraviesa un largo túnel de malos trances: durante los diez últimos años de su vida, todo -hasta la respiración, hasta la sonrisa, hasta el gesto más trivial o hasta el quehacer más trabajoso-, absolutamente todo, lo ofrece para que en la Iglesia «cese el tiempo de la prueba». Más, de aquí o de allá, disparan a mansalva un fuego graneado de insidias, de calumnias, de tergiversaciones enredadoras que, si van contra su persona, no le quitan el sueño, pero si tratan de herir a la Obra, le quebrantan el ánimo.
Giboso, giboso…
Más, aunque a la vista de los ajenos parezca sano y fuerte, Escrivá de Balaguer está enfermo:
-Estuve ciego cuando tenía la diabetes. No lo sabía nadie: sólo don Álvaro. Se me había puesto el cuerpo lleno de llagas, y a veces no tenía más remedio que tomar un poco de azúcar, porque sentía una necesidad impelente. (2)
De modo habitual está cansado, sediento, con la lengua cuarteada como un cuero seco, y sometido a un estallante dolor de cabeza. Pero, salvo Álvaro y otros dos hijos suyos médicos, que se turnan en su atención -José Luis Pastor y Miguel Ángel Madurga-, nadie se da cuenta de ello. Jamás se le oye una queja. Cuando se cure de esa diabetes, dirá con extrañeza, ante un bienestar casi desconocido:
-Ya me había acostumbrado… ¡y ahora me parece que he salido de la cárcel! (3)
Más… a los dolores físicos y a las contradicciones morales, él agrega una generosa batida de mortificaciones voluntarias: desde las muy pequeñas, como no arrellanarse en un sillón, no cruzar las piernas, no mirar hacia donde le apetece, no beber agua cuando tiene sed, privarse de sal, de azúcar, de vinos, de dulces… hasta las más fuertes de usar cilicios, dormir en el suelo, flagelarse con disciplinas o con una fusta de cuero, para «domar al potro», como suele decir. Es un asceta, siempre con la guardia alta. Y, por eso, al atardecer del día… giboso, giboso.
Pero sobre todos esos sumandos hay algo que es mucho más que un rasgo, mucho más que un leit motiv en la existencia de Josemaría. Algo que es como una nervadura que lo vitaliza todo: Escrivá tiene corazón, mucho corazón. Un corazón que ama apasionadamente a Dios, a los hombres, al mundo, a la creación entera. Y un corazón que mucho ama, es un corazón que mucho sufre. Un corazón giboso, giboso, al ponerse el sol.
Cierta mañana, en un pasillo de la Villa Vecchia, el Padre se encuentra con José Luis Pastor. Le toma por el brazo, afectuoso, y le invita:
-Hijo, ¿me acompañas a rezar un «acordaos» ante la Madonna?
-¡Claro que sí, Padre!
José Luis le pregunta, con interés de médico:
-¿Cómo ha dormido esta noche, Padre? ¿Ha podido descansar?
Pero Escrivá no le responde como a un médico. Más bien, le hace una entrañable confidencia:
-Mira, como os quiero ¡tanto, tanto, tanto!, siempre tengo algún hijo mío en quien pensar. Os quiero con corazón de padre, de madre… ¡y de abuela! A veces me hago un lío por dentro, entre lo que debe exigir un padre, lo que tiene que comprender una madre y lo que puede consentir una abuela… Y en ocasiones echo de menos algunos detallicos, algunas cartas, algunas cosas de mis hijos…
Escrivá sigue caminando del brazo de José Luis, pero hace una pausa en lo que venía diciendo. Al cabo de un poco, continúa:
-Esto lo he llevado a mi oración. Y he visto que los padres son para los hijos y no los hijos para los padres. Es lo que tantas veces digo a otros y yo he de aplicármelo, el primero… Si, como el profeta Ezequiel, yo tuviese que pedir al Señor que me cambiase el corazón, no le pediría que me cambiase el corazón de piedra por uno de carne. Si acaso, al revés: que, en vez de este corazón de carne, me diese uno de piedra… Y entonces, hijo mío, entonces ¡dormiría a pierna suelta, todas las noches! (4)
Se mire por donde se mire, la vida de Josemaría Escrivá está sellada con el signo de la cruz. Sin brumas, con nitidez, entendió que debía ser así aquel 14 de febrero de 1943, en Madrid, cuando, celebrando misa en el oratorio de sus hijas, en el chalé de Jorge Manrique, vio que el emblema, el distintivo, el sello de la Obra -«sello, porque la Obra no tiene escudos» (5) - era «la Cruz metida en la entraña del mundo». (6)
La cruz, siempre como signo de contradicción. La cruz, como escándalo infame para unos y locura estúpida para otros. La cruz, como paradoja, en un mundo que ha llegado a identificar el bien con el placer y el mal con el dolor.
Allí mismo, en el chalé de Jorge Manrique, aquella mañana, pidió pluma y papel. Sobre la cuartilla que le dieron dibujó una circunferencia. Y dentro de ella, abarcándola, invadiéndola, trazó una cruz con el travesaño horizontal muy alto.
Después, al llegar a su casa de Diego de León, apoyado en un viejo buró, que llamaban «la pianola», volvió a dibujarlo en una hojilla de su agenda. Pasado el tiempo, y ya fuera de uso, esa agenda se extravió.
Un día de 1963, en Roma, Escrivá llama a dos de los directores del Consejo general, Juan Cox y Fernando Valenciano. Acuden a la sala de Comisiones. Está también Álvaro del Portillo. Visiblemente contento, el Padre les muestra «lo que acaban de enviar de España… la han encontrado al mover la pianola: ¡estaba allí, perdida!». Abre la agenda por la página correspondiente al 14 de febrero de 1943: el sello de la Obra aparece allí, con trazos de su propio puño. Al verlo, después de más de veinte años, a Escrivá le ha dado un vuelco el corazón. Tiene delante el «testigo» de algo que jamás consideró «una ocurrencia» suya, sino un dibujo hecho… al dictado. (7)
La cruz signa su vida. Parafraseando el «ningún día sin escrito» (nulla dies sine littera) de Cicerón, construye su lema cotidiano:nulla dies sine cruce. Un slogan que no es un deseo -Escrivá no es un masoquista que busque sufrir- sino un test verificado, tan infalible como que donde hay fuego hay calor. Pero un slogan alegrado -no rebajado, ni abaratado- anteponiéndole dos palabras -in laetitia-, que denotan un talante, un garbo, una amable música de fondo en el vivir. Así, su standing vital será «con alegría, ningún día sin cruz». Esa síntesis no la mejoraría Cicerón, porque es la trama del vivir en cristiano.
Y como es un test contrastado a golpes de cruz, cuando transcurre una jornada sin crestas de adversidades, Josemaría se extraña, va junto al sagrario y pregunta:
-¿Qué te pasa conmigo, Señor? ¿Es que ya no me quieres?
No es que le guste el dolor. Pero está bien persuadido de que la cruz es el sello regio de las obras de Dios. «Para mí, un día sin cruz es como un día sin Dios.»(8) Y no quiere que ni una sola de sus jornadas deje de tener ese «punzón», ese contraste de garantía.
Giboso, giboso…, sin embargo, no es un hombre sufridor, apenado y doliente. Es por naturaleza disfrutador, exultante y alegre. Tiene una formidable capacidad para andar maravillado por el mundo. No hay que extrañarse: la gracia hace al hombre agradecido, por agraciado. Cuando se vive a sorbos de gracia, todo en la vida es dádiva inesperada. Todo es regalo sorprendente. Todo es don. Todo es gracia.
Suele decir Escrivá que «si a Teresa de Jesús se la ganaban con una sardina, a mí me compran ¡con la raspa de una sardina!». Y un simple borriquillo de papel de plata, hecho por un hijo suyo, es un precioso regalo que merece enmarcarse -y así lo hace- en una vitrina.
Disfruta con todo lo bueno, por nimio que sea: una canción, una puesta de sol, una abubilla en el campo, un poema, una broma simpática, la carta de un viejo amigo, un rato de conversación, la concentración del atleta antes de dar el salto con pértiga, o la belleza limpia de una Venus capitolina.
Cuando arrecian los ataques a la Obra, aún llama más la atención su alegría, verdadera y no fingida. En un arranque de buen humor, por si alguno de los suyos se siente amedrentado, comenta con sus hijas:
-¿Y si nos rompen la cabeza? Pues… la llevaremos rota en la mano. Bastante tiempo la hemos llevado sobre los hombros… ¡Y no pasa nada, nada, nada! (9)
Escrivá sólo habla de sí mismo para comunicar a sus hijos nuevos hallazgos en la vida interior que puedan ayudarles en su trato con Dios. Pero no es amigo de introspecciones psicológicas. Tal vez por ello, a Begoña Álvarez le sorprende oír hablar al Padre de un registro personal de su intimidad. Y toma buena nota el día que, al hilo de un suceso adverso, les comenta:
-No por mí, sino por luz de Dios, he tenido y tengo la psicología del que no se encuentra nunca solo. Nunca: ni humana ni sobrenaturalmente. ¡No me he encontrado nunca solo! Y esto me ha ayudado a callar, en muchas ocasiones. He preferido el silencio, pensando en los demás. Es una de las razones por las que, a pesar de haber sufrido mucho, he estado siempre contento. ¡Siempre contento! Aunque parezca una paradoja, tengo que deciros que no he tenido más que motivos para ser muy feliz. Jamás me han hecho sentirme desgraciado ¡y mucho menos, víctima! (10)
Sabe -lo ha aprendido en ese libro abierto de par en par, que es el crucifijo- quién es la única Víctima.
Y ante la contradicción, no es que se enroque bajo un caparazón impermeable: es que se rige por la lógica de Dios, que es una lógica fuerte. Eso le da una seguridad indesmontable. Un día, después de escuchar a Itziar y a Tere Zumalde, que le cuentan dificultades diversas de los lugares donde trabajan -una, en los Abruzos, en Italia; la otra, en Santiago de Chile-, las anima, con su propia experiencia, a pasar por encima:
-Os voy a contar una cosa. En los años primeros de la fundación de la Obra, cuando muchos me tenían por loco, yo no fui a buscar a un médico para que me diera un certificado de que estaba bien de la cabeza. No. Yo, ajeno a las habladurías, seguí haciendo lo que Dios quería, sin importarme ni poco ni mucho lo que dijeran de mí.
»Otros decían que era un hereje. Ante esas calumnias, tampoco me fui a buscar a unos teólogos -y los tenía, entre mis amigos- para que acreditasen que lo que yo enseñaba no era herético. Seguí trabajando por Dios, con la seguridad absoluta de que lo que estaba haciendo era la Obra que Dios me había pedido… Hijas mías, actuad con la lógica de Dios, porque luego ¡ya veréis los resultados! (11)
Conoce bien el paño de las murmuraciones babosas; de las miradas oblicuas de insana envidia; de las incomprensiones sordas de quienes no entienden porque quieren no entender; de las susurraciones cobardes que nunca dan la cara, que se abren paso de puntillas, pisando sobre terciopelo, sembrando confusión desde la penumbra…
Conoce también la estopa de las más abyectas calumnias. El foco emisor es España: ciertos dirigentes de movimientos laicos, confesionales, de «católicos oficiales»; determinados religiosos muy activos e influyentes, inmediatamente antes y después de la guerra civil; grupos y personas singulares de la Falange y del Movimiento Nacional, el partido único franquista. Éstos eran los que lanzaban la especie… y después animaban a que cundiera «el contagio» entre otras buenas gentes desinformadas. En Barcelona se llegó a hacer, con toda su liturgia de fuego anatematizador, un «auto de fe» público -reviviscencia de antiguas prácticas de la Inquisición-, condenando y quemando Camino.
Desde que el Opus Dei abrió su primer centro de estudiantes, en la calle de Luchana de Madrid, aunque no había oratorio, pusieron una «cruz de palo», sin Crucificado: una simple cruz de madera, negra y mate. A ella se alude en el punto 178 de Camino: «Cuando veas una pobre Cruz de palo, sola, despreciable y sin valor… y sin Crucifijo, no olvides que esa Cruz es tu Cruz: la de cada día, la escondida, sin brillo y sin consuelo…, que está esperando el Crucifijo que le falta: y ese Crucifijo has de ser tú.»
Es ya, en 1933-1934, con gran anticipación, la misma idea que en 1974 predica en sus catequesis multitudinarias por América: «a algunos les sobran cruces… ¡y a mí me faltan Cristos!» (12)
Recién acabada la guerra civil española, instalaron en la calle de Balmes de Barcelona un centro de universitarios, El Palau. Según es costumbre en la Obra, colocaron una «cruz de palo», pero de gran tamaño. Sin escrúpulos y sin pararse en barras, algunas personas propalaron que ahí se hacían «ritos sangrientos» y «sacrificios humanos». Creían, o hacían creer, que esa cruz era algo así como un potro de torturas, para que ahí se realizase «cruentamente» lo de «y ese Crucifijo has de ser tú». De puro inverosímil y aberrante, resulta costoso de aceptar que tal insidia corriera de boca en boca… Pero lo cierto es que tuvo eco, y eco inquietante. Sobremanera, entre las familias de algunos jóvenes del Opus Dei, como la de Rafael y Jaime Termes, o la de Rafael Escolá. Desde El Palau, José Orlandis pudo darle al Padre, con la ingrata noticia de esos bulos, la alegría de que sus hijos afrontaban esa contradicción «con gran paz y sin faltar a la caridad en nada ni con nadie». (13) Inmediatamente, Escrivá indicó que se cambiase aquella cruz por otra «tan pequeña que no quepa ni un niño recién nacido… así se darán cuenta de lo que mienten: ya no podrán decir que ahí nos crucificamos, porque ¡no cabemos!» (14)
Estas falsedades llegan hasta Roma. Por ello, Escrivá se alegra de forma especial cuando en 1946, tras su primera audiencia con Pío XII, el Papa concede, por el breve Cum Societatis, el privilegio de lucrar indulgencias cada vez que se bese o se diga una jaculatoria, ante la «cruz de palo» que está en todos los oratorios del Opus Dei. (15)
También por aquellos años de la posguerra española, ante un friso decorado con motivos litúrgicos y eucarísticos, situado en el oratorio de la residencia madrileña de Jenner, quisieron interpretar que se trataba de «signos cabalísticos» para rituales masónicos. El friso contenía, exactamente, los siguientes textos: Congregavit nos in unum Christi amor (El amor de Cristo nos ha reunido en unidad), tomado de un himno eucarístico muy conocido y de añeja tradición en la Iglesia; y, de los Hechos de los Apóstoles (Act 2, 42), el fragmento: Erant autem perseverantes in doctrina Apostolorum, in communicatione fractionis panis, et orationibus(Perseveraban en la doctrina de los apóstoles, en la comunión de la fracción del pan y en las oraciones). Las espigas, la vid, la luz de Cristo y la paloma de la paz -dibujos simbólicos de uso común en la Iglesia-, que iban separando algunos tramos de esos textos, eran… los peligrosos signos cabalísticos y los enigmáticos jeroglíficos.
La disyuntiva de explicación oscila sin remedio entre dos causas: o ignorancia muy audaz, o mala fe muy falaz.
Una carta amplia, autorizada y terminante de monseñor Eijo y Garay, obispo de Madrid, al abad-coadjutor de Montserrat, Aurelio M. Escarré, que pedía información fidedigna del Opus Dei, zanjó por el momento estas habladurías y devolvió la tranquilidad a las familias de los miembros de la Obra.
La confección de un bulo calumnioso procede casi siempre a partir de algo real, en sí mismo inocente, pero tergiversable: la cruz de palo, el punto de Camino, el friso con palabras y signos… Es fácil montar una historia escandalosa, una teoría sospechosa o, incluso, una conjetura culposa. Escrivá padeció lo uno y lo otro y lo otro.
Tal vez éste sea el momento oportuno para detenerse a ver cómo se hace, cómo se fabrica una mentira infamante.
En la historia del Opus Dei hay repertorio más que suficiente para ilustrar todos los supuestos.
Un modo es el que cabría llamar «el agua sin vaso»: el texto sin contexto. Es muy simple; basta suprimir el recipiente y dejar que se desparrame el contenido, o aislar un elemento del entorno natural que le da sentido. Es el caso de esos símbolos litúrgicos, que pueden parecer criptogramas extraños, si no se muestran en su verdadero emplazamiento: como ornamento de unas piadosas frases sobre la Eucaristía.
Y así también, las tergiversaciones que resultan cuando se aplica el foco al punto 28 de Camino, donde se dice que «el matrimonio es para la clase de tropa y no para el estado mayor de Cristo», y se dejan sin alumbrar otros puntos que están en el mismo libro… ¡y en la misma página! No hay que ir muy lejos. El 26: «El matrimonio es un sacramento santo…» O el 27: «¿Te ríes porque te digo que tienes vocación matrimonial? Pues la tienes: así, vocación…»
O cuando se afirma que monseñor Escrivá decía a sus hijos, de modo jactancioso y altanero: «daréis cuenta a Dios por haberme conocido… porque Papas, cardenales y obispos ha habido y habrá muchos, pero fundador del Opus Dei no hay más que uno». La frase se mutila, se distorsiona y se saca de su genuino correlato, en el que Escrivá llamaba la atención a los suyos, justamente por la responsabilidad histórica de ser «cofundadores», y de estar obligados -más que en presente, en futuro- a transmitir con integridad, sin alteraciones, el espíritu del Opus Dei que habían bebido en la fuente manantial. Escrivá era bien consciente del valor único -irrepetible, inabdicable, imprescriptible- del carisma fundacional. Con todo, se mostraba siempre renuente a ser tratado como «el fundador». Argüía que él era un «fundador sin fundamento», o «yo no quería fundar nada… yo no he hecho más que estorbar». Incluso, bromeando, pero con un serio trasfondo de sinceridad, decía: «el único fundador bueno que conozco es el de las botellas…», en alusión a un coñac de esa marca. Pero como se sale de toda duda es yendo a lo que realmente dijo:
-Hijos míos, os tengo que hacer una consideración que, cuando era joven, no me atrevía ni a pensar ni a manifestar; y me parece que ahora debo decírosla. En mi vida, he conocido ya a varios Papas; cardenales, muchos; obispos, una multitud; ¡fundadores del Opus Dei, en cambio, no hay más que uno!, aunque sea un pobre pecador como soy yo: bien persuadido estoy de que el Señor escogió lo peor que encontró, para que así se vea más claramente que la Obra es suya.
»Pero Dios os pedirá cuenta de haber estado cerca de mí, porque me ha confiado el espíritu del Opus Dei, y yo os lo he transmitido. Os pedirá cuenta por haber conocido a aquel pobre sacerdote que estaba con vosotros, y que os quería tanto, tanto, ¡más que vuestras madres! Yo pasaré, y los que vengan después, os mirarán con envidia, como si fuerais una reliquia: no por mí, que soy -insisto- un pobre hombre, un pecador que ama a Jesucristo con locura; sino por haber aprendido el espíritu de la Obra de labios del fundador. (16)
En términos semejantes había hablado a sus hijas, en el cuarto de estar de La Montagnola, en septiembre de 1957, durante el desarrollo de una clase-charla bajo el epígrafe de «Cofundadoras». Basta una lectura rápida de este texto para apreciar que, por cinco veces, Escrivá se refiere a sí mismo en términos peyorativos: pobre hombre, pobre pecador, pobre sacerdote, lo peor que el Señor encontró…, pero depositario del espíritu del Opus Dei, en cuya transmisión él es la primera mano. Y éste y no otro es el nudo imbatible del argumento.
No hay que explorar con minuciosidad entre los dichos y los escritos de Escrivá de Balaguer, para hallar incontables referencias personales a su deleznable condición de barro, «barro frágil de botijo», o a su «mal metal», o a su calidad de «instrumento inepto y sordo». Pero siempre discernía entre el hombre y su misión, entre su naturaleza pobre y desvencijada y la grandeza divina de su mensaje. Así, en 1973, decía a los suyos:
-Yo no os he engañado nunca. Yo no soy oro, y nunca os he dicho que sea oro. Yo no soy plata, y nunca os he dicho que sea plata. Yo no soy cobre, y no os he dicho que sea cobre. Si acaso, cobre rajado, con lañas. Pero lo que yo os digo… ¡es oro! (17)
Otro método de falsificación de la verdad es el de «las verdades rotas». Se ofrece una parte de verdad y se esconde, justamente, aquel fragmento que explica y da sentido a la verdad entera.
Así, se habla de «captación de jóvenes», dando a entender que el apostolado proselitista que realizan los miembros del Opus Dei entre la juventud se aprovecha de la inmadurez y de la inexperiencia de los chicos y las chicas, proponiéndoles un ideal de entrega a Dios a edades demasiado tempranas para tomar decisiones libres… Y se ignora -o, si no se ignora, se oculta- el dato importantísimo de que, aunque un muchacho o una muchacha manifiesten su deseo de pertenecer a la Obra, cuando tienen tan sólo 14 o 15 años, incluso aunque vivan de hecho los usos y costumbres de cualquier persona en el Opus Dei, no pueden ser jurídicamente de la Obra hasta no tener 18 años cumplidos. Es preceptiva la mayoría de edad legal, porque han de tener la «capacidad civil» de poder vincularse libremente con la Prelatura mediante un contrato. Y es obvio que a los 18 años se tiene suficiente discernimiento para votar, para elegir carrera, para comprar y vender, para ir a la guerra, para contraer matrimonio, para ser elegido diputado, concejal, senador, alcalde… Incluso, para reinar.
Huelga decir que el contrato, por el que alguien se vincula con el Opus Dei, es libremente rescindible.
Otra de las herramientas que manejan los fabricantes de mentiras, bulos y calumnias es el «dato trucado». Por ejemplo, se ha dicho y escrito que en Villa Tevere «existen micrófonos ocultos». Quienes lo afirman saben que no es cierto. Ellos y ellas conocen muy bien el escenario y pueden recordar que se trata de unos megáfonos -no micrófonos- nada ocultos, sino bien visibles, de aparatoso tamaño (como una baldosa de 20 por 25 centímetros) instalados, no en salitas o despachos, sino en amplios cuartos de estar -los soggiorni della Montagnola, de Villa Sacchetti y del Fumo-, en el planchero y en algún oratorio, a la vista de cualquiera; y cuya finalidad era que el Padre pudiese dirigirse, en una tertulia, o en una meditación, a grupos numerosos de hijas o hijos suyos. Sólo se utilizaron con este motivo y apenas dos o tres veces. Siempre, mediando una causa familiar y festiva: para felicitarles la Pascua, para interesarse por los regalos de Reyes -la befana romana-, o para hacerles escuchar algunas canciones. Ésa es la verdadera historia del supuesto «espionaje», en un Opus Dei donde sólo se funciona a base de confianza: «Creo más en la palabra de un hijo mío que en la de cien notarios juntos y unánimes», dirá en diferentes ocasiones Escrivá de Balaguer.
Caso asombroso de tergiversación o de trucaje de un dato es el del viaje a Grecia que Escrivá emprendió, en 1966, acompañado de los sacerdotes Álvaro del Portillo y Javier Echevarría. La finalidad de ese viaje -como tantos otros que había realizado por países del centro de Europa- era conocer previamente, sobre el terreno, las posibilidades de implantación de la Obra en ese lugar. Escrivá viajó con el conocimiento y el expreso consentimiento de la Santa Sede. Hizo sus consultas al Vaticano a través del sustituto de la Secretaría de Estado, monseñor Dell’Acqua. No fue en modo alguno un viaje secreto, y envió diversas tarjetas postales desde Atenas y desde Corinto. Todas ellas se conservan.
Ya antes de partir, le habían comentado en la curia romana que iniciar el Opus Dei en Grecia no sería fácil: «hay una unión estrechísima entre la Iglesia ortodoxa y el Gobierno de la nación, hasta el punto de que resulta muy dura la vida de los griegos que no profesan -al menos, nominalmente- la fe ortodoxa griega».
Muchos años después, Javier Echevarría tiene aún muy viva la impresión de vacío, de falta de acogida, incluso de enemistad, que palparon en ese país:
-Desde que llegamos al puerto del Pireo, comprobamos que existía un clima de desconfianza, se puede decir de rechazo material, a la Iglesia católica. La vestimenta sacerdotal que llevábamos fue motivo para que nos detuvieran con los trámites de entrada -revisión de visados y pasaportes- más de hora y media en el edificio de aduanas, haciéndonos un interrogatorio de tercer grado, completamente ilógico (…). Comprobamos que íbamos a movernos en un ambiente de recelo hacia el catolicismo (…). Al llegar a Atenas, el Padre quiso ir por la tarde a hacer la oración en la catedral. Estuvimos bastante tiempo en el templo, con cierta desolación, porque estaba vacío y ni una sola persona entró a saludar al Señor en su iglesia (…). Por las calles de Atenas, de Corinto y de Maratón, también nos encontramos en una situación de vacío: la gente miraba a los sacerdotes con desconfianza. En algunos lugares, se apartaban cuando pasábamos nosotros, manifestando ostensiblemente que éramos personas extrañas en aquel lugar (…). De regreso a Roma, el Padre transmitió a la Santa Sede su parecer, que fue plenamente compartido por la Secretaría de Estado, diciéndole que era preferible esperar a contar con miembros del Opus Dei de nacionalidad griega. (18)
Escrivá trajo de allí dos iconos pequeños, para sus hijas y para sus hijos: uno de la Virgen y otro de san Pablo abrazando a san Pedro, como símbolo de la unidad y unicidad de la Iglesia católica apostólica y romana. Regaló otros dos de mejor calidad a Pablo VI y a monseñor Dell’Acqua.
Al volver, comentó a los suyos que había detectado cierto clericalismo, cierto nacionalismo religioso, entre los ortodoxos griegos, y que, precisamente por esa identificación entre la fe religiosa y el patriotismo nacional, se dificultarían no poco las conversiones: «El paso de estos católicos a la obediencia del romano pontífice debería estimularse entre griegos que residieran fuera de Grecia.» Debido a esto, Escrivá regresó de Grecia persuadido de que sería más lento y costoso de lo que al principio pensaba establecer allí labores del Opus Dei. «Están tan imbricadas la conciencia nacionalista y la religión, que cambiar la ortodoxia griega por el catolicismo romano lo ven casi como una traición a la patria.» La doctora Marlies Kücking le escuchó este tipo de comentarios, al regreso de su periplo griego. (19)
¿De dónde sale, pues, la versión de que Escrivá quería «pasarse» a la Iglesia ortodoxa?
Sólo hay una posible explicación, tomada muy por los pelos: ese viaje se realizó entre el 26 de febrero y el 14 de marzo de 1966. Entre los veinticuatro miembros de la Obra que se ordenarían sacerdotes en el verano de ese mismo año, había uno, Jalil Badui, hijo de libaneses emigrados a México. También eran del Opus Dei otros profesionales, católicos de origen árabe (libaneses, palestinos, sirios…). En algún momento, se pensó que esas personas, en razón de su raza y de su cultura, podrían comenzar la labor de la Obra en Oriente Medio, toda vez que el único requisito que haría falta sería la autorización de la Santa Sede -muy fácil de obtener, con las debidas garantías- para cambiar, en la liturgia, el rito latino por el rito maronita. (20)
Confundir un trámite, de uso bastante normal, como es el del cambio de rito, con la ruptura de la obediencia a Roma… sólo puede entrañar o mucha ignorancia o mucha mala fe.
Además de este sistema del «dato trucado», suele utilizarse con éxito fácil otro juego engañoso que consiste en montar sobre un escenario real una frase o un episodio falso. La descripción rigurosa de una estancia, de un mobiliario, incluso de unos protagonistas, da verosimilitud al suceso ficticio que se narra. Este procedimiento lo han utilizado mucho, contra Escrivá de Balaguer, algunas personas que dejaron de pertenecer al Opus Dei, después de tener vivencia interna de la Obra. Así, en un escenario auténtico -el Soggiorno della Villa Vecchia, por ejemplo-, sitúan a Escrivá «abroncando destempladamente a unas jóvenes de la Obra porque, al limpiar, levantaban una nube de polvo». Parten de unos hechos ciertos: en aquel lugar, unas cuantas mujeres de la Obra hicieron una limpieza extraordinaria, al terminarse las obras de la Villa Vecchia. Como cierto es también que, por no tener la precaución de echar un poco de agua en el suelo, antes de limpiar, aventaron gran cantidad de polvo de cal. El Padre, al pasar por allí, les llamó la atención con energía.
Hasta aquí todo es verdad. Pero ¿por qué, justo ahí, interrumpen el relato?
Queda falseada la verdad total, al omitir que Escrivá les hizo ver que se había ensuciado una grande y complicada lámpara, que estaba ya instalada, y para cuya limpieza hubieron de emplearse medios extraordinarios; además, el polvo se estaba incrustando en la bóveda de aquella sala, recién pintada al temple y todavía fresca. Pero toda la escena transcurrió en un clima tan natural que el Padre, allí mismo y en aquel momento, se entretuvo en hacer de cicerone, explicándoles el significado de las ocho escenas representadas en los medallones de la bóveda: unas, relativas a la historia de José, hijo de Jacob, y otras, del libro de Tobías. Incluso bromeó con ellas a causa del pez del joven Tobías, a quien con humor llamó «Tobías junior»… Y, en fin, esa misma noche, a la hora de la tertulia, sacaron unas copas y una botella de licor de malvasía, una uva dulce y fragante, con una nota de puño y letra del Padre: «Para esas hijas, que han tragado tanto polvo.» (21)
Todos cuantos trataron a Josemaría Escrivá coinciden en afirmar que tenía un carácter fuerte, un genio vivo y una enérgica fortaleza para corregir. Pero esos mismos, sin excepción, vuelven a coincidir cuando, junto a ello, subrayan su cordialidad, su afabilidad, su simpatía y su entrañable ternura para no dejar a nadie herido o desairado o simplemente preocupado tras una reprensión. Enviar un paquete de caramelos a sus hijas o dar un par de besos a un hijo suyo, después de haberles corregido, era el modo natural de zanjar tal suerte de episodios. Muchas veces bastaba algo tan sencillo y tan expresivo como una mirada, o una sonrisa, para disipar la menor bruma.
En cierta ocasión preguntaron a Julia Bustillo -empleada del hogar, de las más veteranas en la Obra-: «Julia, cuéntanos alguna anécdota de meteduras de pata vuestras: ésas en las que el Padre os reñía…» En este punto, Julia interrumpió para aclarar: «El Padre no nos reñía. El Padre nos corregía y nos enseñaba a hacer bien las cosas. Con mucha paciencia, porque al principio ¡no dábamos una a derechas!»
Una tarde el Padre invitó a dos o tres hijos suyos a dar un paseo por Roma, que finalizaría «tomando algo en una trattoria». Cuando iban de camino, Escrivá les preguntó:
-¿Sabéis por qué vamos?
Dirigiéndose a uno de los presentes, con un gesto muy suyo, que consistía en sacar un poco la lengua por la comisura de los labios, como mordiéndosela con picardía, dijo:
-Porque a ti te he reñido esta mañana… (22)
Éste es el auténtico contexto en que se puede hablar de «las broncas» de Escrivá. Lo que pase de ahí es hipérbole, deformidad y falsificación de la verdad.
Con ese mismo procedimiento del elemento espurio introducido en un contexto real, basta agregar unas pocas palabras, que jamás se pronunciaron, junto a otras que sí se dijeron, para que el relato sea una mentira atroz.
Verbigracia: Escrivá, para que en los centros de la Obra jamás hubiese ni aun la apariencia de promiscuidad entre las mujeres y los hombres, había dado sobre ello instrucciones muy rigurosas, por escrito y de viva voz. A fin de evitar que los sacerdotes -únicos miembros varones del Opus Dei que van a los centros femeninos, para desempeñar las tareas de su ministerio- permaneciesen más tiempo del imprescindible en las casas de las mujeres, dijo en varias ocasiones, tomando un supuesto indeseable en sus dos extremos: «Antes preferiría que una hija mía muriese sin recibir los últimos sacramentos, a que mis hijos sacerdotes estén sin necesidad en un centro de la sección femenina.» (23)
Esa frase se ha ofrecido a la opinión pública de esta manera: «Prefiero que una hija mía se muera sin confesar, a que se confiese con un jesuita.» La manipulación y el aditamento falso son evidentes; sí, pero… sólo si se dispone a la vez del auténtico texto original, para hacer el cotejo. Ésa es la ventaja con que juega el falsificador: sabe que durante tiempo y tiempo la verdad estará aherrojada, indefensa. La verdad, como la inocencia, suelen estar inermes: no se toman el cuidado de buscarse coartadas. Ésa es su miseria, y ésa es su grandeza.
Otro sistema tergiversador para conseguir una mentira apetecible es el de tomar la parte por el todo. A partir de la existencia de un banquero que sea miembro del Opus Dei, concluir que el Opus Dei «tiene» bancos. O, porque cuatro o cinco personas de la Obra han ocupado altos cargos políticos en un determinado país y con un régimen concreto, extrapolar ese hecho a varias decenas de miles de miembros, que viven y trabajan en ochenta países, y afirmar que el Opus Dei «es» una fuerza política.
Cuando a quienes razonan así se les hace ver que en la España de Franco había gente de la Obra en el gobierno y en la oposición, disfrutando de cargos públicos o padeciendo exilio, responden: «Ah, ése es el fino maquiavelismo del Opus; una ambivalencia estratégica que les permite jugar en ambos campos a la vez.»
Sagaz respuesta, con la que pueden salir del paso en un superficial debate televisivo, pero que no resiste un análisis riguroso, si la cuestión se les plantea pensando en Alemania, donde hay gente de la Obra que vota y/o milita en partidos liberales, democristianos, socialdemócratas y verdes; o en Estados Unidos, donde hay personas del Opus Dei entre los republicanos y entre los demócratas; o en México, donde unos miembros de la Obra están, de por vida, con el PRI y otros, también de por vida, en la trinchera política de enfrente. ¿No será más acertado, y más acorde con la verdad, admitir que en el Opus Dei -precisamente porque «no es» una fuerza política, ni una potencia económica, ni una concepción cultural, ni una trayectoria social- hay un libérrimo pluralismo que escapa a todos esos viejos clichés recalcitrantes, siempre afanados en explicar la historia a base de ocultas alianzas entre la cruz y la espada, el altar y el trono, el Vaticano y la Casa Blanca…?
Aún queda otro instrumento en el cajón de herramientas de los fabricantes de infundios. Es un artilugio rudo y descarado, pero funciona con patente de corso en una sociedad mediática, obnubilada por la radio, la televisión y el papel couché, que traga y devora acríticamente cuanto le echen. Este sistema manipulador consiste en afirmar por temporadas una cosa y, por temporadas, la contraria. No ya decir hoy «verde claro» y mañana «verde oscuro», sino decir hoy «blanco» y mañana «negro». Y una vez y otra, con la misma rotundidad y sin pagar peaje, sin aportar argumento de valor alguno, ni antes ni después.
Así, hubo quienes durante años tacharon a Escrivá de hereje, innovador y ultraprogresista, por predicar que los laicos estaban llamados a ser santos sin necesidad de dejar el mundo y actuando precisamente desde y sobre el mundo. Pasado un tiempo -y sin que nada en el mensaje de Escrivá hubiese cambiado-, esos mismos, esos mismos, le tildaban de integrista, reaccionario y ultraconservador.
También hubo quienes, ante la discreción de los miembros de la Obra, comentaban: «no se les oye, no se les nota… luego, secretean». Y esos mismos, cuando percibían la presencia activa y visible de los apostolados del Opus Dei, no dudaban en asegurar, como estremecidos: «Son los nuevos cruzados del Papa Wojtyla, que avanzan invadiendo y arrasando… ¡van al copo!»
O quizá, de un modo más taimado, los que en tiempos recientes acusaban a Escrivá de sospechosa comprensión hacia los nazis y de antisemitismo, se desmemoriaban de que años atrás ellos mismos, o quienes trajinaban en sus mismas sacristías, habían arrojado contra Escrivá el dicterio de judeomasón, acusando al Opus Dei de ser «la rama judaica» de no se sabe qué logia masónica.
«Blanco» una vez, y otra vez «negro». Y sin esforzarse, ni una vez ni otra, en demostrar lo que se afirma o lo que se niega. Y aunque así no se escribe la Historia, lo cierto es que, con demasiada impunidad, se ha escrito así.
Ya en este punto, ¿qué opinaba Escrivá de Hitler y del nazismo? Francesco Angelicchio, el primer italiano del Opus Dei, escribe: «Siempre le he oído expresar clarísimas y severas condenas contra los regímenes totalitarios, tiránicos y liberticidas, fuesen del color que fuesen.» (24)
Mario Lantini: «Per lui non era concepibile il partito unico (…) era quindi contro ogni totalitarismo, razzismo, nazionalismo, ecc.» (25)
Pedro Casciaro: «Respecto al fascismo y al nazismo, no hubo caso de enfrentamientos, ya que el Opus Dei comenzó su labor estable en Italia y Alemania cuando esos regímenes ya no gobernaban. En una ocasión le oí hablar [a Josemaría Escrivá] con admiración del cardenal Faulhaber, que había tenido la valentía de publicar unas conferencias de adviento en la catedral de Munich, durante el nazismo.» (26)
José Orlandis recuerda que el 15 de septiembre de 1939, al día siguiente de pedir la admisión en la Obra, durante un retiro espiritual en el Colegio Mayor de Burjasot (Valencia), «estando a solas con el Padre en su despacho, sin yo preguntarle nada, me confió: “Esta mañana he ofrecido la santa misa por Polonia, este país católico que está sufriendo una prueba tremenda con la invasión nazi.” Pude ver que esa intención -la suerte de la Polonia invadida- la llevaba muy dentro del corazón y le afectaba mucho en aquellos momentos en que la resistencia polaca se derrumbaba ya por todas partes, ante la superioridad del ejército agresor». (27)
Domingo Díaz-Ambrona ha dejado constancia escrita de un encuentro casual que tuvo con Escrivá en un tren, en la línea Madrid-Ávila, un día de agosto de 1941:
-Yo acababa de regresar de un viaje a Alemania y había podido captar allí el miedo de los católicos a manifestar sus convicciones religiosas. Esto me hacía recelar del nazismo, pero, como a muchos españoles, se me ocultaban los aspectos negativos del sistema y de la filosofía nazi, deslumbrados por la propaganda de una Alemania que se presentaba como la fuerza que iba a aniquilar al comunismo. Y quise saber su opinión.
»Me sorprendió profundamente, en aquellos momentos, la respuesta tajante de aquel sacerdote, que tenía una información muy certera de la situación de la Iglesia y de los católicos bajo el régimen de Hitler. Mons. Escrivá me habló con mucha fuerza en contra de ese régimen anticristiano, con un vigor que ponía de manifiesto su gran amor a la libertad. No era fácil encontrar en España, por aquel entonces -no se conocían aún todos los crímenes del nazismo-, a personas que condenasen con tanta contundencia el sistema nazi. (28)
Amadeo de Fuenmayor, después de afirmar que la actitud de Escrivá, «condenatoria del nazismo, fue terminante», aporta una extensa relación de «expresiones referidas a Hitler y a su sistema racista, que le hemos escuchado en múltiples ocasiones». Entre otras, las siguientes:
«Abomino de todos los totalitarismos.»
«El nazismo es una herejía, aparte de ser una aberración política.»
«Me dio alegría cuando la Iglesia lo condenó: es lo que todos los católicos llevábamos en el alma.»
«Todo lo que es racismo es algo opuesto a la ley de Dios, al derecho natural.»
«Sé que han sido muchas las víctimas del nazismo, y lo lamento. Me bastaba que hubiera sido una sola -por motivo de fe y, además, de pueblo- para condenar ese sistema.»
«Siempre me ha parecido Hitler un obseso, un desgraciado, un tirano.» (29)
¿Cómo reaccionaba Josemaría Escrivá? Desde cuando le tildaban de loco, desaprensivo, hereje o masón, hasta cuando telefoneaban de madrugada a Villa Tevere, preguntando «si era cierto que monseñor Escrivá había fallecido», él vivió y enseñó a vivir a sus hijos una reacción que sintetizaba en cinco verbos -pacientes, que no pasivos-: «rezar, callar, comprender, disculpar… y sonreír». No era la receta de un narcótico, sino el consejo de una actitud que requiere firmes redaños de fortaleza.
Mercedes Morado y Begoña Álvarez, entre tantas personas que durante años convivieron con Escrivá, han escrito que el espíritu de perdón, de olvido y de comprensión hacia quienes le calumniaban iba in crescendo, hasta el punto de manifestar con toda sencillez: «No les guardo ningún rencor. Y todos los días rezo por ellos, tanto como rezo por mis hijos… Y, a fuerza de rezar por ellos, he llegado a quererlos con el mismo corazón y con la misma intensidad con que quiero a mis hijos.» (30)
En ese mismo sentido, volcando sobre el papel una vivencia de su propia intimidad, escribió:
«Considera el bien que han hecho a tu alma los que, durante tu vida, te han fastidiado o han tratado de fastidiarte.
»Otros llaman enemigos a esas gentes. Tú (…), siendo muy poca cosa para tener o haber tenido enemigos, llámales “bienhechores”. Y resultará que, a fuerza de encomendarles a Dios, les tendrás simpatía.» (31)
En cierta ocasión, Encarnita Ortega presenció cómo le daban la noticia de que el padre Carrillo de Albornoz había abandonado la Compañía de Jesús, apostatando después de la fe católica. Escrivá se conmovió de modo visible, con una pena profunda. Sujetándose la cabeza entre las manos, quedó en silencio, metido en sí, rezando. Entonces, Salvador Canals le recordó que ese hombre era el mismo que, tiempo atrás, había organizado unas durísimas calumnias contra la Obra. Escrivá le cortó en seco:
-¡Pero es un alma, hijo mío, es un alma! (32)
Al tiempo que recomendaba ese talante de comprensión auténtica -«tenemos que comprender incluso que no nos comprendan» 33 -, estimulaba a sus hijos a «no callarse, cuando se trate de defender a la Obra… porque la Obra es de Dios y hay que salir a dar la cara por ella». Él mismo lo hacía así. Un día de enero de 1967, en Roma, charlando con César Ortiz-Echagüe, que acababa de llegar de Madrid, le comentó con pesadumbre que no era buena la falta de libertades políticas que se vivía en España. Y agregó:
-He escrito una carta fuerte al ministro Solís. No espero que me conteste, pero si lo hace… ¡aún tengo más cosas que decirle! Y vosotros no podéis permitir que desde periódicos estatales, que son órganos de expresión del Gobierno, y que pagáis entre todos, se insulte gratuitamente a la Obra. (34)
En cambio, cuando eran agravios y hostigaciones personales, no dudaba en aconsejar una actitud de sereno silencio y de perdón. En 1962, Rafael Calvo Serer fue a verle a Roma. Le abrió su alma y le contó las calumnias y las persecuciones de que era objeto por ciertos mandarines del franquismo. Escrivá, después de escucharle, le dijo:
-Hijo mío, cuesta, pero… tienes que aprender a perdonar.
Se quedó un momento callado y, como pensando en voz alta, añadió:
-Yo no he necesitado aprender a perdonar, porque Dios me ha enseñado a querer. (35)
No obstante, distinguía de modo meridiano entre los ataques a las personas y las insidias contra el Opus Dei. Estas «coces contra el aguijón» le dolían de un modo muy sobrenatural «por lo que conllevan de ofensa a Dios». En ocasiones decía: «Y si no consiguen comprender, llega un momento en el que mueren… y entonces deja de existir esa resistencia que oponían. ¡Ya juzgará Dios sus actuaciones! Nosotros no debemos juzgar nunca.» (36)
Cuando en 1972 se recibían extrañas llamadas telefónicas para cerciorarse de «si había fallecido» o para interesarse «por su grave estado de salud», Escrivá -que por entonces andaba desplegando una asombrosa actividad viajera y apostólica por Europa y América- comentaba con naturalidad: «Son los mismos que en 1951 querían echarme de la Obra… Si lo hubiesen conseguido, me habrían matado… Y ahora siguen queriendo matarme, divulgando enfermedades inexistentes. ¡No sé qué van a ganar con eso, porque cuando me muera de verdad espero que, con la ayuda de vuestras oraciones, el Señor me acogerá en su misericordia… Y, desde el cielo, ¡os podré ayudar muchísimo más!» (37)
Como continuaba esa perturbadora táctica de telefonear a altas horas de la madrugada, se lo contó a sus hijas de La Montagnola, por si alguna llamada se producía durante el día y cogían ellas el teléfono. Su comentario fue escueto pero bien elocuente: