El hombre de Villa Tevere. Los años romanos de Josemaría Escrivá
CAPÍTULO I / CAPÍTULO II / CAPÍTULO III / CAPÍTULO IV / CAPÍTULO V / CAPÍTULO VI / CAPÍTULO VII / CAPÍTULO VIII / CAPÍTULO IX / CAPÍTULO X/ CAPÍTULO XI / CAPÍTULO XII / CAPÍTULO XIII / CAPÍTULO XIV / CAPÍTULO XV / CAPÍTULO XVI / CAPÍTULO XVII / CAPÍTULO XVIII / CAPÍTULO XIX / CRONOLOGÍA / ÍNDICE / ONOMÁSTICO / FOTOS DEL LIBRO
CAPÍTULO VI: «¿Por qué brama esa gente?» Los martes, el salmo 2. No hay esvásticas en las espadas. Las tres batallas del Opus Dei. La fe de las hijas del carbonero. Un torero que sabe latín. Cómo se llega a «director». En el tejado del Vaticano. «In silentio et in spe.»«¡Caben…!» Escrivá, en un tris de dimitir. La estatua mutilada. Un Te Deum jadeante. Nota reservada de Escrivá al Papa. La visita del padre Arrupe. La solución, en un epitafio. Una extraña profetisa. El día que Escrivá se hizo del Opus Dei. Un varón fuerte, con el cuerpo destrozado.
Todos los martes del año, los miembros del Opus Dei rezan el salmo 2. Es una costumbre antigua. Comenzó en 1932. Costumbre de familia y costumbre de milicia. Tiene resonancias guerreras ese salmo. Un salmo fuerte, que habla de rebeldía, de coyundas rotas, de yugos sacudidos, de motines y conjuras entre príncipes para hostigar a su Señor y a su Ungido… Un salmo duro, en el que Dios se ríe y se burla de sus enemigos, los doblega, los quiebra como a vaso de alfarero y los rige con vara de hierro… Y un salmo tierno, en el que ese mismo Dios declara su amor al Hijo, al Hijo que hoy, cada nuevo hoy, engendra… Arranca el salmo con un interrogante lanzado sobre la tierra. Un interrogante redoblado, insistente, que siempre está abierto porque siempre es actual: ¿Por qué braman y se amotinan las gentes? ¿Por qué los pueblos meditan estupideces?
En la Edad Media, los caballeros templarios rezaban también este salmo 2, en pie, antes de entrar en combate. Llevaban en su escudo la imagen de dos guerreros a lomos de un solo caballo. Posiblemente, uno de los caballeros había recogido y dado asiento al otro. Dos, pues, en una misma y única cabalgadura, como símbolo de recia fraternidad.
El fundador del Opus Dei siempre se ha referido a la Obra como a una realidad plural de doble perfil: «familia y milicia». Y lo cierto es que, en cuanto en el Opus Dei hubo dos personas -el fundador y otro-, la Obra fue familia y fue milicia. Familia: acogida, confianza, compañía… Y milicia: exigencia, disciplina, lucha… En cierto sentido, y sin pretender ir más allá en las semejanzas, una acertada iconografía de ese doble perfil podría ser el escudo de los templarios.
Casi toda la predicación, oral y escrita, de Escrivá de Balaguer habla de lucha: lucha esforzada y constante, lucha individuada y concreta; pero lucha contra uno mismo, no contra los demás, no contra nadie. Desde los comienzos, concibió el Opus Dei como una especie egregia de milicia: unos ejércitos de cristianos que, lejos de hacer la guerra, harían la paz… Sembrarían en el mundo la alegría y la paz. O, más afinadamente: la alegría con paz. No una alegría de bullanga o de sana zoología. Y no una paz dormida o de dolce far niente. No. El nervio que anima esa alegría con paz, ese gaudium cum pace, es la lucha, el esfuerzo, la ascesis, la guerra: «Milicia es la vida del hombre sobre la tierra», decía Escrivá, haciéndose eco de Job, cuya fortaleza, por cierto, merecería ser admirada antes y más que su paciencia.
Pax in bello , paz en la guerra. Así se podría resumir una jornada, o una vida, en el Opus Dei.
Pax! , es el saludo que usa, en familia, esta milicia.
Y el buque insignia de este ejército, la iglesia prelaticia del Opus Dei, en Roma, excavada a varios metros de profundidad en el subsuelo en Villa Tevere, está dedicada precisamente a Santa María de la Paz. No es una casualidad, ni un capricho deco-
rativo, que en el contrafrente de esa iglesia hayan colocado una vitrina con espadas. Por cierto, que en ninguna de ellas hay insignias de vileza o de tiranía. Aunque alguien -con más inventiva que memoria- lo ha afirmado así, en esa vitrina no hay esvásticas, ni emblemas que hayan podido representar alguna vez el odio de unos hombres contra otros. Esas espadas son, por lo demás, aceros sin bautismo de sangre: sables de desfile, espadines de gala… armas blancas de paz. La fuerza plástica de esa panoplia es su simbolismo: Pax in bello, paz… en guerra. Una paz que no es la de los pueblos felices que no tienen historia, sino la fruta madura que se gana guerreando, siempre en orden de batalla, y siempre con la guardia alta.
La gente de la Obra no es belicosa, sino pacífica. Sin embargo, desde su hora cero más uno, el Opus Dei ha tenido que «hacerse violencia» para alcanzar su mendrugo de dicha, su ración de paz. Durante más de cincuenta años han tenido abiertos tres frentes de lucha. Tres batallas simultáneas: la jurídica, la ascética y la de la formación.
La «batalla ascética», la de la personal santidad de cada quién, es el apasionante combate de toda mujer y de todo hombre entre el barro que tira hacia abajo y la gracia que invita hacia arriba. En el Opus Dei, ésta es una lucha esclarecida que no suele librarse en los callejones oscuros de la concupiscencia, sino en las plazas diáfanas de la virtud. No es que se consideren impecables: es que andan afanados en el Amor.
La «batalla de la formación» ocupó mucho tiempo y absorbió mucho trabajo de Escrivá de Balaguer. Fue un auténtico boca a boca, formando a quienes iban a ser formadores de los demás («vosotros sois el puente… vosotros sois la continuidad», decía a los del Colegio Romano, en los años cincuenta). Había que lograr, y se logró, que a todos en la Obra se les facilitaran unos serios estudios de filosofía y teología, adecuados a la capacidad intelectual y al nivel cultural de quienes debían recibirlos. No se trata de fabricar sabihondos y sabihondas, sino de que toda persona del Opus Dei -viva donde viva y tenga el oficio que tenga- pueda adquirir una piedad teologal y unos criterios morales de suficiente fuste como para moverse con soltura en su propio ambiente.
Si ningún cristiano debe andar por la calle del mundo con las blandas pantuflas de un pietismo sensiblero y fofo, mucho menos los cristianos que se han decidido a hacer que la sociedad civil vuelva a mirar a Dios y al hombre, desplegando desde dentro un influjo transformador. Esa gente, por muy normal y corriente que sea, necesita unas mochilas bien abastecidas de fe estudiosa, de fe instruida: «doctrina de teólogos», que no se manifiesta en una vida interior árida, sarmentosa, esteparia… sino en una jugosa, espontánea y desenfadada «piedad de niños». Ése es el tándem.
Cuando se dice que «el Opus Dei es una gran catequesis», se está diciendo -y no es menuda cosa- que cualquier persona de la Obra (el médico, el futbolista, la catedrática, el vinatero, la periodista, el cartero, el atleta, la cantante de ópera, el taxista, el ama de casa, el militar…) ha de poder dar a sus iguales una noticia cierta, atractiva y clara, muy clara, de Dios. O sea, ha de poder dar razón del qué de su fe, del quién de su amor y del porqué de su esperanza.
En el Opus Dei no se funciona con ese ir tirando mínimo de la «fe del carbonero». Hasta el carbonero tendrá que coger un libro. Y el mismo talento, poco o mucho, con que se maneja en su negocio de compra y venta de cisco, de leña y de carbón, lo aplicará también a conocer las verdades fundamentales del credo católico. ¿Por qué ha de haber «castas» en el conocimiento de la fe? ¿Por qué los diversísimos «carboneros» del mundo han de tener una piedad analfabeta, sin argumentos de razón, una religión a espasmos de emociones, una moral a ojos cerrados y sin asiento de recia doctrina?
A propósito del símil del carbonero, había -quizá siga allí- a las espaldas del gran Madrid, en el barrio de Ciudad Lineal, una vieja carbonería, la de Rufino Fraile. Apilados en un estante, cuatro o cinco libros: los Evangelios, Ascética meditada, el Catecismo de la doctrina cristiana para adultos, una biografía de Tomás Moro… Y todos ellos en estado de mucho uso, forrados con plástico para preservarlos del polvo negro de la carbonilla. Eran Pauli y Mary, las hijas de Rufino, quienes utilizaban esos libros… desde que se hicieron del Opus Dei.
Y ese mismo armazón de piedad adoctrinada, informada, se intuye detrás de esta escena, repetida docenas de veces: el torero Antonio Bienvenida da la vuelta al ruedo en la plaza, blandiendo las dos orejas del toro que acaba de lidiar. Los graderíos atronan con la ovación y las palmas. El diestro sonríe, mirando más allá y más arriba de los tendidos. Es la apoteosis. En voz baja, aunque audible por alguno de sus mozos de estoque, repite: «Deo omnis gloria!… Deo omnis gloria!» Es un brindis a Dios. Con un gracioso latín andaluceao, Bienvenida «devuelve» a Dios toda la gloria y el éxito de su brillante faena.
Pero se equivocaría de punta a cabo quien concluyese que los del Opus Dei se entienden con Dios a golpes de latines. Al contrario, para evitar la «oración de manual», el engolamiento enfático, el formulismo artificioso, está la «piedad de niños».
Escrivá enseña a sus hijos a tratar a Dios con naturalidad, sin escayolas encorsetantes. Y él mismo, latinista fino, gusta traducir por libre, sin que un adverbio o un gerundio asfixien lo que el corazón desea decir.
Por indicación suya, en el dintel de la puerta que accede al cuarto de estar de la Villa Vecchia grabaron sobre la piedra las palabras:«Respiciat nos tantum Dominus noster et laeti serviemus.» Alguna vez, al pasar por allí se detiene y, con la expresión trascendida de quien está hablando con Dios, dice en voz alta:
-¡Con una miradica que nos eche el Señor, trabajaremos con alegría! (1)
Traduce bien; pero no con el diccionario, sino con el corazón.
Por esa misma libertad de espíritu, y porque ama a Dios con toda su alma, le trata con la confianza de un hijo que se sabe querido, mimado, exigido… y consentido.
-Sed como niños, delante de Dios. Yo me paso el día diciéndole jaculatorias de niño… ¡niñerías! Si las escucharais… ¡os harían reír! O, a lo mejor… ¡os harían llorar! (2)
En ocasiones, recomienda a sus hijas y a sus hijos:
-Si, cuando estáis haciendo vuestra oración personal, veis que no sois capaces de entreteneros ni con las distracciones, entonces volved a meditar esas oraciones estupendas que tenemos los cristianos: el padrenuestro, el credo, el avemaría… ¡Son como un libro abierto! Una palabrica…, esperar un poco…, otra palabrica…, esperar otro poco…, ¡y así!
Y él mismo descubre filones de oro en cada avemaría del rosario. A veces clava el énfasis en una palabra, recitando el «ruega por nosotros pecadores, ahora…»; y otras veces, al decir «en la hora de nuestra muerte». O se fascina con el hallazgo del «endiosamiento» bueno de la Virgen, al recitar «¡el Señor es contigo!».
Viaja un día, con Álvaro del Portillo y otros dos hijos suyos, por carretera. Al llegar a la altura de Bolonia, divisa la silueta de un campanario. Volando con el corazón y con la mente hacia aquel sagrario lejano, se pone las dos manos junto a la boca, como para darle bocina a su voz, mientras dice con espontaneidad:
-¡Eh, Señor…! ¡Un saludo muy cariñoso, de parte de todos los que vamos en este coche!
Esa «piedad de niño» -tomando del niño la lozanía, no un infantilismo bobo, sino el candor, la ingenuidad: lo que Pascal llamaba la gracia genuina- inventa modos la mar de naturales, para tratar las realidades más sobrenaturales. Por ejemplo, Josemaría Escrivá llega a tener una «amistad» entrañable con su Ángel custodio. Es tan consciente de su compañía que, cada vez que atraviesa el umbral de una puerta, por muy ligero que vaya, hace algo imperceptible que sólo advierte quien ya lo sabe: se detiene un segundo, para ceder el paso a su custodio. (3)
Nada más lejos de la realidad que imaginarse a la gente de la Obra haciendo su oración con teorías intelectuales de laboratorio, o con teologías de secano, no regadas por la savia de sus propias vidas. La clave quintaesencial del Opus Dei es que se reza de lo que se vive… y se vive de lo que se reza.
Una de las preocupaciones de Escrivá será evitar entre los suyos errores doctrinales o enrarecimientos de la conciencia moral. Con «agresiva» fortaleza les insta a estar vigilantes, a no «tragarse» cualquier lectura, sin espabilar antes algunas precauciones. Son momentos en que a muchos católicos se les dislocan los criterios, o se les derrumban los cimientos, azogados por el complejo de una «progresía» galopante, que amenaza con dejarlos en la cuneta.
-Sed precavidos… Os lo dice un hombre que algo sabe, y no por los doctorados, sino por los años… Os lo dice un sacerdote viejo… Y os lo digo yo, que no soy «cauteloso».
Él mismo, antes de leer tratados de alta teología, pide consejo.
¿Y de quién solicita ese consejo? Pues, con humildad sin trastiendas, acude al hijo suyo que en aquel momento tenga a su cargo la Dirección Espiritual de la Obra.
Carlos Cardona, un metafísico de considerable estatura intelectual, recuerda con nitidez aquel día de septiembre de 1961 en que el Padre le comunica, de palabra, sin preámbulos y de sopetón, su nombramiento como director espiritual del Opus Dei, para el mundo entero. Es en Villa Tevere, en una sala de trabajo
llamada Comisiones. Al oír esta novedad, Cardona expresa en todo su rostro una indisimulable sensación de agobio, mezclada con el temor natural a «no saber estar a la altura de tal exigencia».
Escrivá -hombre excepcionalmente dotado para «discernir espíritus», que es un don sobrenatural, más que un pesquis o un psiquisrápido para «calar a la gente»- entiende que en el agobio y en el susto de ese hijo suyo puede haber el convencimiento erróneo de que la tarea que se le encarga debe sacarla a puro brazo, con su solo esfuerzo, a golpe de codos y talento… ¿Quizá se olvida de que, como cualquier otro director en la Obra, tan sólo va a ser «un instrumento», tanto más útil cuanto más disponible? Lo cierto es que Escrivá, clavando su mirada en los ojos grises de Cardona, le dice:
-No te he nombrado por motivos positivos…, que no los hay. Te he nombrado porque las razones negativas, que sí las hay, no son de calado suficiente para impedirlo.
Palabras crudas y nada lisonjeras. Pero Carlos Cardona, que lleva cinco años viviendo bajo el mismo techo del Padre, ha palpado, con evidencias entrañables, cuánto le quiere, qué bien le conoce y cómo no deja pasar ocasión de exigirle, de corregirle, de darle cariñosamente «en la cresta»…, en la cresta de cierta altivez intelectual, muy frecuente en los hombres-lumbrera.
Hay un instante de silencio. El Padre, con la seguridad del forjador que calibra el buen temple de un acero, cuando lo pasa del fuego en rojo vivo al agua fría, sin dejar de mirarle al fondo de las pupilas, continúa aún:
-Hay hermanos tuyos que lo harían mejor que tú… Pero me hacen falta donde ahora están. Y ahí, en cambio, tú no puedes sustituirlos.
E inmediatamente, el quiebro: el Padre sonríe. Sonríe con los labios, con los ojos, con las mejillas, con la frente… Extiende sus brazos. Toma a su hijo por los hombros, oprimiéndole con un cariñoso zarandeo. Le llama por su nombre. Y sale al quite de su preocupación:
-Pero tú, Carlos, tú, hijo mío, no te preocupes. ¡Ya te ayudaremos! Y, entre todos, esto saldrá adelante… con la gracia de Dios.
Después, como para estrenar la importante carga de responsabilidad que acaba de poner en sus manos, saliendo ya de la habitación le dice, entre bromas y veras:
-«Padre espiritual», ¡que recéis por mí a Dios nuestro Señor! Amén.
La reacción de Carlos Cardona es irse flechado a un oratorio, el de Santos Apóstoles. Allí, se clava de rodillas, y le habla al Señor, con confiada osadía:
-Te traslado el nombramiento. Sé Tú el director espiritual… Yo trabajaré para Ti, a tus órdenes: yo seré tu «oficial». (4)
Es, al pie de la letra, la «piedad de niños» que el Padre le ha enseñado. Es, hecho vida, aquel punto de Camino: «Me apoyo en ti: ¡tú verás qué hacemos…! ¡Qué íbamos a hacer, sino apoyarnos en el Otro!» (5)
Carlos Cardona no podrá evitar cierto estupor de asombro cuando, pasado muy poco tiempo, el Padre le consulte sobre sus lecturas doctrinales y, con toda sencillez, le pida una relación de tratados de teología sobre la Trinidad.
-¡Pero… a ver qué me das! Que sean libros de doctrina buena ¡de ley! y rectos a carta cabal… ¡Que ni por el forro querría yo poner mi fe en peligro! (6)
La tercera «batalla» que el Opus Dei ha de librar -ad extra, porque no depende de ellos-, y sin desenvainar otras armas que las del mucho rezar, el mucho estudiar, el mucho esperar y el mucho callar, es la batalla jurídica.
Se trata de abrir en la fronda del derecho general de la Iglesia un camino nuevo, una senda jurídica idónea, para que la Obra pueda existir, trabajar y expandirse, de acuerdo con su naturaleza secular.
No han llegado, como dijo aquel alto prelado de la curia, «con un siglo de anticipación»; pero, ciertamente, entre avances cortos, pausas largas, rodeos y vericuetos que no llevan a donde se quiere llegar, transcurre más de medio siglo -desde 1928 hasta 1982- hasta que el Opus Dei obtiene su adecuada formulación canónica, como prelatura personal de ámbito universal.
Esta batalla, también de paz, tendrá largos entretiempos de bloqueo, de impasse, de espera activa, en los que la decisión estará siempre en «el tejado» del Vaticano. Lo cual no quiere decir exactamente sobre la mesa de despacho del Papa. Hay muchos despachos y muchas mesas, bajo los tejados vaticanos.
Los dinteles de las puertas del salón del Consejo en Villa Tevere, resumen y expresan cómo se padece y cómo se gana esta tercera batalla: «In silentio et in spe erit fortitudo vestra.»
13 de enero de 1948. Viajan el Padre y don Álvaro, por carretera, de Roma a Milán. Es un día frío, oscuro y con densa niebla. No hace un año, en febrero de 1947, Pío XII ha concedido a la Obra el Decretum laudis. Se está a la espera de la aprobación definitiva. El coche avanza despacio y con las luces de los faros encendidas. Llegan a la altura de Pavía, cuando Escrivá, que iba absorto y callado, exclama de pronto: «¡caben!»
Acaba de encontrar el engarce canónico para que también las personas casadas puedan ser miembros del Opus Dei. (7) Ya hay bastante gente preparada, tratando de ser santos en el matrimonio, en su trabajo profesional y en su propio ambiente social. Incluso practican las normas y costumbres del Opus Dei. Sólo les falta injertarse en la Obra con un vínculo jurídico.
El fundador formula su petición a la Santa Sede, el 2 de febrero de 1948. 8 Y, sin más demora, se abren las puertas a los miembros casados. Víctor García Hoz, Tomás Alvira Alvira y Mariano Navarro Rubio son los tres primeros. Pocos meses después les siguen varios más.
A partir de ese momento, Escrivá siente cada vez con más apremio el «tirón» de los sacerdotes diocesanos. Le golpea el alma la atención espiritual, el enriquecimiento cultural y hasta la soledad humana de tantos y tantos sacerdotes que andan por ahí… a la buena de Dios.
Para atenderles bien, la solución sería que -quienes tuvieran esa vocación- se hicieran del Opus Dei. Pero ¿cómo compaginar la pertenencia a la Obra con la dependencia de sus propios obispos? Escrivá le da vueltas al problema de una posible «doble obediencia». Y en esa tesitura piensa honradamente que lo que Dios le está pidiendo es el sacrificio, costosísimo, de dejar la Obra para hacer una fundación dedicada a los sacerdotes diocesanos.
No sólo en España, en casi toda la vieja Europa, el clero de las grandes ciudades es entonces una clase «desclasada», puesta al margen, con ciertas crisis de ubicación social. Muchos de los sacerdotes rurales viven mal atendidos y espiritualmente solos, sin impulsos ni incentivos.
A Escrivá le hace sufrir tanto la inclemente soledad del cura de parroquia de gran ciudad como la del cura de aldea: ese otro Cristo, cuya vocación, sin recibir apenas cuidados de nadie, o se mustia, o se aburguesa, o ha de mantenerse en vigor a fuerza de duros heroísmos.
Ese mismo año 1948, en un viaje a España, desde Roma, Josemaría habla con sus hermanos Carmen y Santiago. Les pone en antecedentes de una seria determinación que ha adoptado, y que incluso ya ha hecho saber a la Santa Sede de modo oficioso: como la aprobación definitiva de la Obra está en marcha y debe producirse de un momento a otro, él va a dedicarse a organizar una asociación que se ocupe en exclusiva de los sacerdotes.
-Con todo lo que habéis colaborado y ayudado a la Obra, creo que tenéis derecho a conocer cuanto antes esta nueva etapa… (9)
Lo saben ya Del Portillo y los miembros del Consejo general. Pero necesita un plus de fortaleza, para decírselo a sus hijas. No quiere retrasarlo, y un buen día llama a Encarnita Ortega y Nisa G. Guzmán a la Villa Vecchia:
-Nuestra solución jurídica está a punto de salir. Pienso que la Obra puede seguir adelante sin mí. En cambio, el Señor me hace sentir la soledad en que se encuentran tantos hermanos míos, sacerdotes… Voy a dejar de ser el presidente general del Opus Dei, para dedicar todas mis fuerzas y todo mi tiempo a una nueva fundación, exclusivamente sacerdotal… Es un dolor el abandono espiritual, ascético, cultural ¡y hasta humano! en que viven los curas, diseminados por esos pueblos y por esos barrios de Dios. Tienen una misión muy grande que cumplir. Un sacerdote nunca se va solo al cielo… ni solo al infierno: para bien o para mal, siempre arrastran detrás un largo cortejo de almas. Y sin embargo, ¡qué solos y qué desatendidos están aquí abajo, en la tierra!
Encarnita y Nisa se quedan de piedra. El Padre advierte el seco impacto que les ha producido la noticia.
-Tenéis que estar muy tranquilas, muy serenas, muy seguras… ¡más que nunca! Rezad. No habléis mucho de este asunto. Pero quería que lo supierais… ¡Teníais que saberlo!
Ellas no entienden ni se imaginan cómo la Obra va a seguir adelante sin el estímulo y sin la dirección del fundador. Saben que es él -y sólo él- quien ha recibido de Dios la noticia total del Opus Dei. Se sienten abrumadas. Pero callan. Ni siquiera entre ellas cruzan un comentario. Alojan el disgusto entre pecho y espalda. Se tragan el nudo de pena y de incertidumbre… y siguen trabajando, como si nada. (10)
Por esas mismas fechas de 1948, el Padre hace un raro encargo a un hijo suyo aficionado a la fotografía. Quiere que saque una foto muy especial y muy «moderna» para la época. Se ve que lo tiene todo bien pensado. No aparecerá ningún rostro. Será una imagen cargada de simbolismo: un primer plano de las manos de Álvaro del Portillo, con las palmas extendidas, recibiendo de la mano del Padre unos borriquitos de madera… El borrico, dócil, humilde y trabajador, es desde siempre un animal querido con simpatía por todos en la Obra. El Padre se considera a sí mismo como un borrico, ut iumentum. Y muchas veces, para indicar a un hijo suyo que le va a encomendar una nueva tarea de formación o un cargo de gobierno, recurre a la metáfora: «hijo, te voy a hacer burro de carga…»
Esa fotografía aparecerá después en las publicaciones internas del Opus Dei sin más comentario que un escueto pie de foto en el que se lee: «Foto hecha en 1948. Nuestro Padre coloca unos burritos en las manos de don Álvaro.» A nadie le llama la atención. Nadie pide una explicación más profunda. Pero lo cierto es que esa foto iba a ser la de la transmisión de poderes. El Padre estaba a punto de dejar su puesto al frente de la Obra. Y el sucesor era, con toda claridad, Álvaro. No en vano, desde 1939, el fundador le llamaba saxum…, roca.
Pocos meses después, en agosto, en Molinoviejo, Escrivá vuelve a llamar a Encarnita y a Nisa. No hablan para nada del asunto. Es un sobreentendido en el que no hay que andarse con romances ni lamentos. Pero el Padre sabe bien que están sufriendo. Las lleva a ver la zona en obras. Pasan por una galería que tiene en las paredes unos mapas, pintados al temple, y un altorrelieve en madera representando la escena mitológica de Aquiles herido en el talón, su único punto vulnerable. Al llegar a una pequeña fuente de granito gris, excavada en el muro, el Padre se detiene. Señala y lee las letras rojas grabadas en derredor de la fuente -un pez de cuya boca mana agua-: inter medium montium pertransibunt aquae.
Y, como retomando el hilo de aquella otra conversación romana, les dice de nuevo:
-Tenéis que estar muy tranquilas, muy fuertes, muy serenas, muy seguras. Esto, «a través de los montes, las aguas pasarán», esto…¡el Señor me lo ha dicho a mí!
El tono del Padre es confidencial. Firme, pero conmovido. Ni ellas preguntan nada, ni él agrega más. En la Obra no se habla de hechos extraordinarios, ni de milagrerías. Pero, allí y en aquel momento, Nisa y Encarnita tienen la clara convicción de que no ocurrirá nada. El cielo ha empeñado su palabra: «a través de los montes, las aguas pasarán». (11)
Es curioso que Escrivá emplee ese tiempo de verbo, tan cercano, tan de ayer mismo -«me lo ha dicho a mí»-, para referirse a un suceso que ocurrió diecisiete años antes. En su libreta de Apuntes íntimos hay una anotación del 13 de diciembre de 1931: «Dominica III de Adviento, 1931: Gaudete in Domino semper (…) Ayer almorcé en casa de los Guevara. Estando allí, sin hacer oración, me encontré -como otras veces- diciendo: Inter medium montium pertransibunt aquae (Salmo 103, 11). Creo que, en estos días, he tenido otras veces en mi boca esas palabras, porque sí, pero no es de importancia. Ayer las dije con tanto relieve, que sentí la coacción de anotarlas: las entendí; son la promesa de que la O. de D. vencerá los obstáculos, pasando las aguas de su Apostolado a través de todos los inconvenientes que han de presentarse.» (12)
Habla como de algo muy reciente, ajeno al tiempo que ha pasado, porque la palabra de Dios no envejece, siempre está siendo pronunciada. Desde aquel día, Escrivá lleva dentro la seguridad berroqueña, inconmovible, de quien ha escuchado la promesa de Dios, el aval de Dios. Y eso es lo que Encarnita y Nisa perciben, allí, junto a la fontana de Molinoviejo.
Ah, pero… la lógica de Dios va a discurrir por otras praderas: no necesita aceptar el sacrificio imponente que Josemaría Escrivá está dispuesto a ofrecerle. Ese gesto, más que generoso, heroico, de desapego a una Obra que ha nacido en sus manos y en la que ha dejado ya jirones de su vida y de su honra, es otra «prueba del nueve» de que Escrivá no se considera ni fundador-propietario del Opus Dei, ni alma mater esencial, ni factor imprescindible para que la Obra de Dios continúe su andadura.
Tan firme está en su decisión que más de un año después sigue pensando lo mismo.
A finales de 1949, está el Padre en una habitación de Villa Tevere -en pleno trajín de albañilería- estudiando unos planos, sobre el pupitre, con uno de sus hijos, arquitecto. De improviso, como si no pudiese contener algo que le barbota dentro, le dice:
-Hijo mío, la Obra está en marcha… y yo no hago ninguna falta.
Después le explica que está esperando a que salga el decreto de la Santa Sede con la aprobación definitiva de la Obra, para ponerse a trabajar inmediatamente en una fundación sacerdotal. (13)
¡Y vuelta a empezar, con los dimes y diretes, y los comentarios, y las calumnias!
Pero Dios es el Señor de los tiempos. Esta vez, para hacer las cosas «más y mejor», no las hará «antes», sino después.
Contra todo pronóstico, y a pesar de los deseos de todos, la aprobación definitiva que Pío XII había de sancionar se retrasa. Incluso, cuando se tienen en la curia todos los pareceres favorables, surge -el 1 de abril de 1950- un inesperado aplazamiento, un dilataque, con todos sus incordios, a la postre va a resultar un favor providencial. Y es que, justo en ese intervalo, en esa primavera de obligada demora, Josemaría Escrivá «entenderá» con nitidez que también los sacerdotes diocesanos tienen sitio en la Obra. Quizá sea más correcto decir que lo que Escrivá «entiende» es cómo hacer «entender» en la Santa Sede lo que él ya había «entendido» el 2 de octubre de 1928, cuando vio la Obra, formada por laicos y sacerdotes.
Como en los casados el quicio de su santidad es, precisamente, su «vocación matrimonial» y todos los deberes de su estado y oficio, así también, en los clérigos, la plataforma de su vinculación a la Obra será el poder santificarse desde su «vocación sacerdotal» y con el desempeño de los trabajos de su propio ministerio. No hay nada que inventar, ni plana que enmendar a la Obra, tal como salió de la mente de Dios.
En cuanto al aparente problema de la «doble obediencia», también se diluye como un azucarillo. Esos sacerdotes diocesanos sólo tendrán un superior: su obispo. Toda su dependencia en el Opus Dei será respecto al director espiritual que, expresamente, no tiene funciones de gobierno: para ayudarles a ser santos, puede «aconsejar», pero no puede «mandar».
A medida que avanzan las obras de Villa Tevere, el equipo de arquitectura va desplazando su «campamento» a un lugar distinto, donde tengan luz y no estorben. Ya se han acostumbrado a esa migración. Una fría mañana de diciembre de 1952, el Padre está con dos de los arquitectos en la sala donde trabajan esa temporada. Se asoma un momento a la ventana y ve abajo -en lo que antes fue jardín y por entonces es un ingente depósito de ladrillos, viguetas y herramientas- algunas piedras decorativas antiguas: fragmentos de lápidas, unas ménsulas, un par de capiteles, varios trozos de columnas… Él mismo ha recomendado que este tipo de piezas se adquieran «de barato», y se guarden para buscarles un emplazamiento lucido. En éstas, señala una escultura blanca, tendida sobre el suelo. Es la figura togada de un noble romano. Le faltan la cabeza, los brazos y la mitad de un pie. La ha comprado él.
-Padre, ¿de dónde ha sacado ese «caballero mutilado»?
-Yo lo llamo «el descabezado». No es auténtica. Es de esas «antigüedades de imitación»… La hemos comprado en Jandolo, en via Margutta, por dos perras gordas.
-¡Ah, una «ruina nueva»…! Para colocarla ¿dónde?
-Eso es cosa vuestra… Quizá en algún cortile, o para completar el terrazzo del Fiume… Donde os parezca mejor.
Durante esos años romanos, Josemaría Escrivá pasa muchas noches en vela, hasta las tantas de la madrugada, en insomnio de oración, de estudio, de trabajo, de sufrimiento… sintiéndose humanamente impotente, porque el querer de Dios y el querer de los hombres, incluso de los «hombres de Dios», parecen ir por muy distintos caminos.
Una de esas noches en que no puede conciliar el sueño, se levanta y toma un libro de san Bernardo de Claraval. En cierta página llaman su atención estas palabras, que ya ha leído antes más de una vez: Non est vir fortis pro Deo laborans, cui non crescit animus in ipsa rerum difficultate, etiam si aliquando corpus dilanietur.
Saca un trocito de papel de la agenda de bolsillo y ahí la copia, con su vigorosa y ancha caligrafía.
Al día siguiente, cuando pasa por el estudio de arquitectos, le da el papel a uno de sus hijos:
-Mirad a ver… A lo mejor, podríais hacer grabar estas palabras en el pedestal sobre el que coloquéis al «descabezado», al romano mutilado…
No es un encargo, es una sugerencia. Y ahí queda la cosa.
La aprobación pontificia del Opus Dei se produce el 16 de junio de 1950, mediante el decreto Primum inter. Entre la llegada de Escrivá a Roma y esta sanción definitiva, a las dificultades económicas de la compra y el arranque de las obras de Villa Tevere se han juntado las durísimas calumnias que, «exportadas» de España siempre, y siempre por labios de «buena gente maledicente», ponen sus madrigueras en Roma, en Milán y en alguna otra ciudad italiana, llegando a circular con patente de corso por los pasillos de la curia. Pero el Opus Dei crece y se extiende. En 1946 había 268 miembros (239 varones y 29 mujeres). En los primeros meses de 1950 la cifra se ha más que decuplicado: 2.954 miembros (2.404 varones y 550 mujeres). Los sacerdotes -que en 1946 eran el fundador y tres más-, en 1950 son ya 23, y otros 46 laicos se preparan para ser ordenados. No se trata todavía de sacerdotes diocesanos, que procedan del seminario, sino de seglares que, siendo ya del Opus Dei y estando en el desempeño de su trabajo profesional, han aceptado libremente la invitación del Padre a ordenarse sacerdotes, después de cursar, al menos, un doctorado eclesiástico. Muchos de ellos tienen también un doctorado civil.
Cuando la Obra recibe el resello pontificio, está ya expandida por España, Portugal, Gran Bretaña, Irlanda, Francia, México, Estados Unidos, Chile y Argentina. Tiene, como quien dice, las maletas hechas y a punto para pasar a Colombia, Perú, Guatemala, Ecuador, Alemania, Suiza, Austria… Y, apenas transcurridos ocho años, se dará el salto a Asia, África y Oceanía. La vida, como suele ocurrir, ha ido por delante de la norma.
En el verano de ese mismo año 1950, la Santa Sede comunica a Escrivá que ya puede hacerse pública la aprobación definitiva. El Padre dispone que en todos los centros del Opus Dei -que entonces son ya un centenar- se celebre un acto eucarístico solemne y se cante o se rece el Te Deum, en acción de gracias.
Acompañado de Álvaro y de Salvador Canals, que ya es sacerdote, él mismo va a Villa delle Rose, un centro femenino en Castelgandolfo, para presidir esa ceremonia.
Una de las que están allí, escribirá después en su bloc de notas: «Hoy, como aquel 2 de febrero de 1947, cuando en el piso de Città Leonina, supimos la noticia de la Provida, al Padre se le veía muy alegre, pero muy cansado: como si cada paso que da la Obra, dentro de la Iglesia, deje en él una huella, un trallazo… Al tomar la custodia para darnos la bendición con el Santísimo, le temblaban las manos. No estaba nervioso. Todo en su rostro denotaba gran serenidad. Estaba, eso sí, muy emocionado. Incluso, al cantar el Te Deum, su voz era menos clara, menos fuerte, que otras veces. Parecía como si se le fuera a quebrar en la garganta…» (14)
Verdaderamente, era un tedeum que había costado muchos trabajos, muchas oraciones, muchas antesalas, muchos desvelos, muchas horas inciertas… Era un tedeum de júbilo, pero de júbilo jadeante.
Ahora iba a comenzar -mejor dicho: iba a arreciar- la liza, para que una norma confeccionada por los hombres no asfixiara una espiritualidad suscitada por Dios. Espiritualidad que, o era netamente secular, o no hacía ninguna falta… ni a Dios ni a los hombres.
Pronto se vio que el traje canónico de instituto secular no sólo era insuficiente e inapropiado para el Opus Dei: es que, por afectar a su naturaleza, más que «un traje estrecho», resultaba «un disfraz». El Opus Dei no era de hecho lo que se pretendía que fuese de derecho.
Pío XII ya había fabricado la Provida Mater Ecclesia. Ése era su tope. No cabía esperar otra innovación jurídico-pastoral en su pontificado. Juan XXIII tenía otra ímproba tarea entre manos: la convocatoria y puesta en marcha del Concilio Vaticano II. Además, se proponía renovar el Código de Derecho Canónico vigente. Había que darle sedal de paciencia a la espera. Iba a ser larga.
No obstante, una batería de equívocos, que pertinazmente tratan de asimilar y equiparar a los miembros del Opus Dei con los de otras instituciones «religiosas», fuerzan a monseñor Escrivá a plantear una revisión del status jurídico de la Obra. Entre marzo y junio de 1960 hay varias conversaciones y cruces de notas «oficiosas» entre Álvaro del Portillo y monseñor Scapinelli, y entre monseñor Escrivá y el secretario de Estado, cardenal Tardini. El 27 de junio de ese año, al término de una audiencia, con un gesto de brazos tan ampuloso como derrotista, Tardini dice a Escrivá:
-Siamo ancora molto lontani…!
A lo que Escrivá responde:
-Bien, estamos todavía muy lejos… Bien, pero la semilla se ha puesto… y no dejará de fructificar. (15)
El Opus Dei no pide que se cree para ellos «un nuevo estado», sino un marco jurídico en consonancia con lo que son y con lo que viven. No les interesa un «estado de perfección», sino la libertad de poder llegar a la perfección, permaneciendo cada uno en su «estado»: en su estado civil y en el ejercicio de su profesión u oficio.
Pero esa solicitud de revisión, por sugerencia de un personaje de la curia romana, dormirá el sueño de los justos. El cardenal Tardini se lo ha dicho lealmente a Del Portillo:
-Esto ni lo miro. Es inútil… (16)
Lo vuelven a intentar, porque el cardenal Ciriaci les alienta a hacerlo, en 1962. Esta vez, la petición va, de modo formal y oficial, hasta Juan XXIII. La respuesta es que «hay obstáculos prácticamente insuperables». (17)
Juan XXIII también recibe en audiencia a Escrivá de Balaguer. Y en cierta ocasión le comenta a su secretario, monseñor Loris Capovilla, que más tarde será prelado de Loreto: L’Opus Dei è destinato ad operare nella Chiesa su inattesi orizzonti di universale apostolato (El Opus Dei está destinado a abrir en la Iglesia desconocidos horizontes de apostolado universal). (18)
En junio de 1963 muere Juan XXIII. El cónclave elige Papa a Giovanni Battista Montini: Pablo VI.
Álvaro del Portillo hace gestiones con diversas personalidades del Vaticano, poniéndoles al tanto de que la cuestión institucional del Opus Dei aún no está resuelta. Uno de esos contactos es con el cardenal Confalonieri que, tomando los papeles, dice en latín de burocracia eclesiástica: «Reponatur in archivio». Y la solicitud de un nuevo status, que no busca más que ser en el papel lo que en la calle se es, vuelve al rincón del olvido. (19)
Aún habrá dos audiencias privadas, y muy cordiales, de Pablo VI a Escrivá. Al término del primero de esos encuentros, Del Portillo pasa un momento a saludar al Papa. Pablo VI le recibe sonriente, tendiéndole los dos brazos, alegre por el reencuentro:
-¡Don Álvaro, don Álvaro…! ¡Nos conocemos desde hace tanto tiempo!
-Desde hace veinte años, Santo Padre.
-De entonces a ahora, me he hecho viejo…
-¡Ah, no, Santidad: se ha hecho… Pedro! (20)
Pablo VI entiende -porque conoce el Opus Dei desde hace veinte años- que lo que el fundador defiende es la condición secular y libérrima de su gente, «fieles y ciudadanos corrientes», para funcionar con autonomía en todas las actividades honestas de la sociedad civil: poder ejercer la docencia en escuelas o en universidades no necesariamente confesionales; dedicarse al comercio o a la banca o a la crianza de vinos, o a cualquier otro negocio lícito y honrado; practicar la medicina o las artes teatrales o el periodismo en medios de comunicación no católicos; sindicarse, asociarse, hacer carrera en la política o en el ejército o en el olimpismo… «Quiero que -para las cosas sociales, políticas, económicas- mis hijos tengan la misma libertad que los demás católicos: ni más, ni menos libertad», (21) dirá Josemaría Escrivá, precisamente porque todas esas actuaciones ciudadanas, y otras más, se les entorpecían, al llevar encima la carátula de instituto secular.
El 14 de febrero de 1964 el fundador escribe al Papa una «nota de conciencia», un Appunto riservato all’Augusta Persona del Santo Padre. Ahí, entre otros asuntos, le propone alguna modificación del texto de las constituciones, que rigen para la Obra desde 1950.
Ya tiempo atrás, y basándose en la facultad que la Santa Sede le había concedido de poder introducir cambios en esas constituciones, Escrivá propuso a Pío XII algunas modificaciones -trece en total- referentes todas ellas al régimen de las mujeres dentro de la Obra, para reforzar su autogobierno, vigorizando a la vez la unidad. La Santa Sede dio su conformidad inmediatamente. La propuesta se hizo el 16 de julio de 1953 y la «luz verde» pontificia no tardó ni un mes: llegó el 12 de agosto.
Este apunte no es superfluo: sale al paso de una información errónea, publicada recientemente, según la cual Escrivá y Del Portillo, en ese año 1953, utilizaban la pequeña imprenta de Villa Tevere «para alterar los textos de las Constituciones… a espaldas del Papa».
No es cierto. Aun cuando hubiera podido acogerse al «fuero» de fundador, Escrivá, siempre que realizó algún cambio en los estatutos, lo hizo previa petición al pontífice. Como se acaba de decir, en 1953 solicitó la venia de Pío XII, y en 1963, la de Pablo VI. (22)
Tras la «nota reservada» al Papa hay una primera respuesta oficial, que es un dilata. Al fin, cuanto menos, ese breve vocablo elegantemente vago, en la diplomacia vaticana no significa un cierre de puertas, sino que la posibilidad queda en pie… para más adelante. No es un «no». Es un «todavía no».
No obstante, Pablo VI le hace ver a Escrivá que en el desarrollo del Vaticano II pueden abrirse nuevas vías que hagan posible la deseada solución institucional del Opus Dei.
Y así será. En el documento conciliar Presbyterorum Ordinis (1965) y en los textos que interpretan sus resoluciones -Ecclesiae Sanctae (1966) y Regimini Ecclesiae universae (1967)- irán apareciendo las normas generales, el bastidor firme sobre el que se podrá tejer, al fin, el lienzo del nuevo traje: la figura jurídica de las prelaturas personales. En plural, porque no se trata de una creación exclusiva y excluyente para el Opus Dei.
Tras la publicación del motu proprio Ecclesiae Sanctae, Josemaría Escrivá, muy contento, comenta a sus hijos:
-Apenas salió el documento, el secretario del Concilio se lo mandó a don Álvaro, con una felicitación. Cualquiera que tenga ojos en la cara, ve que eso es un traje hecho a la medida del Opus Dei. (23)
El 12 de septiembre de 1965, Escrivá recibe en Villa Tevere una visita tan esperada como deseada: el padre Arrupe, General de la Compañía de Jesús.
A esta visita corresponderá el fundador del Opus Dei yendo a almorzar a Borgo Santo Spirito, la casa generalicia de los jesuitas, el 10 de octubre de ese mismo año. Por cierto que, en aquella ocasión, Arrupe quiso que se hicieran unas fotografías juntos en la azotea, dominando una panorámica de Roma.
Han abundado los episodios de insidias, actitudes hostiles, comentarios despectivos, murmuraciones retorcidas… de algunos jesuitas -casos aislados y siempre «a título personal»- contra el Opus Dei. Escrivá ha querido aclarar las cosas desde el primer momento. Es absurdo que entre tales o cuales religiosos el crecimiento en vocaciones de la Obra suscite celotipias. ¿Por qué? La Obra nunca puede «comerle terreno» a ninguna institución religiosa, porque la llamada al Opus Dei sólo se produce entre quienes ni sienten, ni han sentido nunca la más leve inclinación hacia el estado religioso. No caben rivalidades. En numerosas ocasiones, es el propio Escrivá de Balaguer quien orienta y encamina a chicas y chicos, que se acercan a la Obra, hacia su verdadera vocación: la diametralmente distinta, en el noviciado o en el convento. Al hacerlo así, no piensa que pierda una «pieza». Sencillamente, para ésa, o para ése, el Opus Dei no es su sitio. Y una persona fuera de su sitio no puede ser eficaz, ni fecunda, ni fiel, ni feliz: «cada cual en su casa, y Dios en la de todos».
El padre Arrupe acude de nuevo a Villa Tevere, el 8 de diciembre de 1965, invitado a almorzar. Le acompañan otros dos jesuitas: el padre Blajot y el padre Iparraguirre. El almuerzo se ha cuidado con esmero y con cariño. El día anterior Escrivá pasó, adrede, a Villa Sacchetti, y habló con las encargadas de cocina, Begoña Múgica y Maribé Urrutia:
-Mañana viene a comer a casa el padre Arrupe. No necesito deciros que os esmeréis en el menú, porque lo hacéis siempre. Pero, si cabe, esta vez me gustaría que os volcarais, no sólo con ingenio, sino con corazón de mujer. Yo querría que este hombre sintiera, de verdad, todo lo que le queremos… ¡A ver qué hacéis! (24)
Ahora, estando en el pequeño comedor de invitados de Bruno Buozzi, Escrivá le cuenta a Arrupe:
-Hace unos años, vinieron a verme los de la BAC, de la Editorial Católica, de España. Me dijeron que habían editado las constituciones de la Compañía de Jesús, y querían mi consentimiento para publicar el derecho peculiar, el ius peculiare, de la Obra.
»Yo les contesté que comprendía que se editaran las constituciones de ustedes, porque tenían ya el poso, el sedimento firme, de haber sido escritas hace cuatrocientos años. Pero, en cambio, nuestro derecho peculiar es aún muy reciente. Les aseguré que, a su tiempo, también se publicarían. Y añadí: “¡Sé que no me equivoco, si afirmo que no les haremos esperar tantos años como los jesuitas…!”
En ese momento el padre Iparraguirre tercia en la conversación, para corroborar lo que ha dicho Escrivá:
-En efecto, nosotros hicimos la primera edición hace cien años. O sea, que tardamos ¡tres siglos! en sacarlas a la luz pública. (25)
Josemaría Escrivá, un hombre fogoso y lleno de ímpetu, ha aprendido, a golpes de vida, a elaborar una larga aptitud para la paciencia. Se ha curtido en la espera. No tiene prisa. Tiene urgencia. Pero sabe que lo urgente puede esperar. Y que, si lo urgente es además importante, debe esperar. Así se lo declara a sus hijos, un día de octubre de 1966:
-Os tengo que decir que lo del camino jurídico ya está resuelto. Pero por ahora no nos interesa ponernos el traje… Cuando sea el momento oportuno, ya nos pondremos el traje: los pantalones y la chaqueta. (26)
No quiere stravincere, que dicen los italianos. No quiere que parezca que «se sale con la suya». Es prudente.
En conversación con pocos, o en tertulia con muchos, les hace ver que la autostrada está abierta, pero a él le corresponde «determinar el momento en que se abra al tráfico». (27) «Lo podemos hacer con rapidez o más despacio, según nos convenga (…). Queremos llevar vida de cristianos y comprometernos con un compromiso de amor, basado en nuestra honradez… Así hemos vivido muchos años.» (28)
Y en otra ocasión, remachando sobre la misma idea, que ha estado siempre clara en su mente:
-¡Qué ganas tengo de que nos mordamos la cola, como las pescadillas! Volveremos a ser lo que al principio. Nada de votos: haremos un contrato, que es lo que yo quise toda la vida. (29)
Sí, no se ha inventado nada distinto de «lo que era en un principio». Ya en los años treinta, viviendo en Madrid, Escrivá se fijó en unas lápidas sepulcrales que había en el suelo de la iglesia del Patronato Santa Isabel, del que era rector. Un día de 1936, antes de estallar la guerra civil, señalándolas, le comentó a su hijo Pedro Casciaro:
-Ahí está la futura solución jurídica de la Obra.
Casciaro no entendió ni poco ni mucho del asunto. No acertaba a saber qué significaban los epitafios de aquellas dos lápidas, ni se planteaba que la Obra necesitase una «solución», ni comprendía por qué debía ser «jurídica». (30)
Esas tumbas eran las de dos prelados españoles, ambos capellanes mayores del rey y vicarios generales castrenses: gozaban -por esta última condición- de una vasta y peculiar jurisdicción eclesiástica personal. Así que ahí, en esos epitafios, estaba en germen la figura prelaticia, de ámbito universal, que Escrivá vio para el Opus Dei.
Lo interesante es el dato de que ya en aquellos años -incluso desde 1928- Escrivá, con mentalidad de hombre de leyes, intuía que la fórmula adecuada se encontraría buscando algo similar a los ordinariatos o a los vicariatos castrenses.
En distintos momentos, Fernando Valenciano y Rafael Caamaño oyen relatar al fundador este curioso suceso: Un día recibió una carta bastante extraña. Extraña, porque la escribía una monja salesa, de Francia, desconocida para Escrivá de Balaguer. Extraña, porque la salesa firmaba con el raro nombre de Sulamitis y se dedicaba a difundir la devoción al Amor Misericordioso, como Margarita María de Alacoque había propagado la devoción al Corazón de Jesús. Extraña, porque tal religiosa no podía conocer siquiera la existencia del Opus Dei… que entonces ¡en 1929! era sólo «eso que quiere Dios», «eso que Dios me pide», «eso… de Dios». La Obra -que Josemaría acababa de ver hacía muy pocos meses- no tenía ni estructura, ni sede, ni nombre, ni dirección postal. Y extraña, en fin, porque el mensaje de la carta venía a ser ni más ni menos que éste: la solución final para la Obra llegará, tal como Dios la quiere, pero después de muchas vueltas.
Cuando Escrivá cuenta esto a los suyos en algunas de esas «conversaciones de pocos», siempre más intimistas que una tertulia numerosa, no añade ninguna explicación que aclare el enigma de tan rara «profetisa». Sólo un dato fehaciente: «esa carta está en nuestro archivo.» (31)
Se suele dar por supuesto que Josemaría Escrivá era de la Obra, a título de fundador; o que, precisamente por ser el fundador, estuvo exento de «vincularse» a la Obra. Sin embargo, no fue así.
Escrivá de Balaguer, enemigo de exenciones, excepciones y privilegios, y muy amigo de la legalidad, también «se hizo» del Opus Dei… con todas las de la ley.
Lo cuenta él mismo, un día de septiembre de 1967, durante una estancia breve en el pueblo vizcaíno de Elorrio.
Está charlando con un pequeño grupo de hijos suyos, directores de la Obra en España. Es una conversación informal, de familia, salpicada de anécdotas y alguna que otra broma. En cierto momento, alguien pregunta cómo va «la intención especial». El Padre comenta las dificultades y los riesgos que suele haber «cuando se ha de dejar un camino lateral, para tomar el camino real…». Y, ya con el símil que tanto le gusta del iter, del itinerario, viene a decirles que el Opus Dei, pese a tantas esperas y tantos episodios jurídicos, «siempre ha seguido un camino rectilíneo»: (32)
-Precisamente en estos días, el Señor me ha hecho recordar algo que ya casi se me había olvidado. Cuando yo me incorporé a la Obra… ¿Qué creíais? ¿Que yo nunca me vinculé, así, de un modo expreso? ¡Pues sí!