El hombre de Villa Tevere. Los años romanos de Josemaría Escrivá
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CAPÍTULO II: A bordo del J.J. Sister. Las obras de Dios no pueden cruzarse de brazos. Ante el Portone di Bronzo. «Yo no respondo de su vida.» «¿Resultará que soy un trapacero?»
Acodados sobre las viejas barandas del J.J. Sister, en la borda de babor, el sacerdote Josemaría Escrivá de Balaguer y el jovencísimo catedrático de Historia del Derecho, José Orlandis, miembro del Opus Dei, respiran una bocanada de aire marino, a pleno pulmón. Se miran y sonríen. Cerca de ellos algún pasajero comenta: «después de la tempestad, viene la calma». El tópico, esta vez, resulta cabalmente descriptivo. Han vivido veinte horas de tremenda zozobra, sacudido el pequeño vapor-correo por una violenta tramontana que soplaba desde el golfo de Lyon. El J.J. Sister, con fama de saltarín y bailador, ha mantenido su pabellón contra el viento y la marea, aunque la vajilla y la cristalería del comedor se hicieran añicos, las olas barriesen la cubierta, los muebles de la cámara rodaran de un extremo a otro… Todo el pasaje y la tripulación, desde el capitán hasta el último marinero, han sufrido los estragos del mareo. En plena zarabanda del temporal, Josemaría Escrivá le comentó a José Orlandis, con buen humor:
-¿Sabes lo que te digo? Pues que, si nos vamos al fondo y nos comen los peces… ¡Perico Casciaro no vuelve a probar la pescadilla en toda su vida! (1)
Poco después el Padre alude al motivo, importante motivo, de este azaroso viaje:
-¡Hay que ver de qué manera el diablo ha metido el rabo en el golfo de Lyon! ¡Está visto que no le hace ninguna gracia que lleguemos a Roma! (2)
Son las cinco de la tarde de un cálido día de junio, sábado 22, de 1946. El sol cae a plomo, pero la brisa de altamar hace agradable estar sobre cubierta. El J.J. Sister viaja rumbo oeste-este, de Barcelona a Génova. De repente, las aguas se agitan de nuevo. Hay un momento de inquietud entre los pasajeros.
-¿Qué pasa ahora…? ¿Otra vez la galerna?
-No. Es una bandada de ballenatos…
Aún está el capitán mirando con los prismáticos, cuando divisa el bulto metálicamente amenazante de una enorme mina, flotando cerca de la proa. Hace poco menos de un año que terminó la guerra mundial y no es raro encontrarse con este tipo de «recuerdos». El barco vira a estribor y la esquiva.
Parece que al fin todo se sosiega. Escrivá y Orlandis escampan la mirada hacia la línea sigilosa del horizonte. Bellas, brumosas, lejanas, se divisan las costas francesas. Surge la evocación, ensimismada y silenciosa.
Hace ahora tres años, otro joven del Opus Dei, Álvaro del Portillo, recorría esta misma ruta, pero en avión y en pleno fragor de la guerra. Sus compañeros de viaje eran unos simpáticos comediantes italianos, algo estrafalarios. Durante el trayecto, varios cazas sobrevolaron el espacio aéreo que ellos estaban cruzando, y abrieron fuego bombardero para destruir un barco… justo en su misma vertical. Los de la farándula, asustadísimos, gritaban:
-Mamma mia, c’è molto pericolo! Affoghiamo tutti!
Pero Del Portillo no se inmutó: «Yo tenía la seguridad de que no pasaría nada: llevaba todos los papeles…» (3) Sí, cierto: él llevaba consigo todos los papeles, todos los documentos que debía presentar ante la Santa Sede para obtener el nihil obstat, la luz verde a la erección diocesana de la Obra. En aquellas fechas el Opus Dei sólo contaba con una aprobación, muy de circunstancias: una especie de salvoconducto otorgado por monseñor Eijo y Garay, obispo de Madrid-Alcalá, que le permitía desenvolverse dentro de los límites de una «pía unión». Algo a todas luces insuficiente para la dimensión universal que exigía la naturaleza de la Obra.
Álvaro del Portillo todavía no ha sido ordenado sacerdote, aquel día de junio de 1943, cuando el Papa Pío XII le recibe en audiencia. Del Portillo se presenta ante el Portone di Bronzo vistiendo el uniforme de ingeniero de Caminos, con tantos alamares y entorchados que los alabarderos de la Guardia Suiza se le cuadran y le presentan armas. Sin duda, le toman por un mariscal de campo o por un almirante… Eso sí, asombrosamente joven.
La Santa Sede acoge, no sólo bien sino «con entusiasmo», las tareas de apostolado y de santidad en el propio trabajo profesional que el Opus Dei proyecta, con afán de expandirse por la rosa de los vientos. Y pocos meses después, el 11 de octubre, la Iglesia pone sus manos sobre la Obra, declarando que nada hay en esa espiritualidad que no pueda ser bendecido y que no deba ser alentado por el pontífice. Es el nihil obstat. Un paso importante; pero sólo un paso de una larga y escarpada andadura, de una fatigosa caminata jurídica en la que se habrán de invertir tantas oraciones, tantos trabajos, tantas gestiones, tantos esfuerzos y tantos sufrimientos del fundador del Opus Dei y de toda la gente de la Obra.
Se inicia entonces una apuesta de esperanza que durará cuarenta años. Será la travesía del desierto. Pero una travesía alegre y sobre un desierto feraz, en el que año tras año la leva de vocaciones se cuente por millares.
Cada siglo tiene sus audacias. Y cada audacia, un hombre intrépido que va por delante. Josemaría Escrivá fue uno de los más grandes audaces del siglo xx. Con la seguridad de estar secundando una real gana de Dios, osó la revolucionaria novedad de la Obra. Un hallazgo, un encuentro no buscado, que estaba ya ahí. ¿Viejo? ¿Nuevo? Palpitante, como el Evangelio. Pero habrá que ponerlo en pie y echarlo a andar y a vivir por las calles del mundo, sin más fronteras que las de la libertad.
El Opus Dei, como toda genuina revolución, retorna a los orígenes: empalma a los hombres y mujeres de hoy con aquellos ciudadanos de la primera hora cristiana que lograron la santidad en su trabajo y en su estado secular, desde el mismísimo cogollo del mundo. El Opus Dei no inventa nada: redescubre, de un modo tan sencillo como radical, que el cristianismo es fermento que ha de preñar y transformar la sociedad civil desde dentro, orientando proa a Dios todas las actividades limpias y honradas de los hombres.
Así de sencillo. Así de sublime. Aunque no así de fácil.
El Opus Dei existe para servir a la Iglesia «como la Iglesia quiere ser servida». Por ello es preciso que esta singular espiritualidad tenga la entidad jurídica cabal, que sólo la Iglesia puede darle. Pero sin que esa sanción canónica desfigure su naturaleza secular o alicorte sus vuelos por el mundo universo. Y ése es el difícil equilibrio de fidelidades en que habrá de moverse Josemaría Escrivá, hasta el último día de su vida, como fiel hijo de la Iglesia y como fiel instrumento, fundador de la Obra.
Alcanzar esa fórmula jurídica adecuada es lo que lleva nuevamente a Álvaro del Portillo a Roma, en febrero de 1946. Ahora viste ya la sotana de sacerdote. Vuelve al Vaticano llevando varias decenas de cartas comendaticias de obispos que respaldan la solicitud delDecretum laudis para la Obra. Pero las ortopedias canónicas ofrecen resistencia a la hora de inventar un traje adecuado, una figura que cuadre al nuevo fenómeno eclesial del Opus Dei. En la Santa Sede dicen a Del Portillo que la Obra ha nacido demasiado pronto. Como si la hora de Dios hubiera de adaptarse a los relojes de los hombres.
«La Obra -escribiría después Escrivá de Balaguer- aparecía, al mundo y a la Iglesia, como una novedad. La solución jurídica que buscaba, como imposible. Pero, hijas e hijos míos, no podía esperar a que las cosas fueran posibles. “Ustedes han llegado -dijo un alto cargo de la Curia Romana- con un siglo de anticipación.” Y no obstante, había que tentar lo imposible. Me urgían millares de almas que se entregaban a Dios en su Obra, con esa plenitud de nuestra dedicación, para hacer apostolado en medio del mundo.» (4)
El Portone di Bronzo se ha cerrado, no porque el que llama llegue tarde, sino porque llega demasiado pronto. Pero las obras de Dios no pueden cruzarse de brazos. Álvaro del Portillo, en Roma, no pierde un minuto. A los trámites ante el Vaticano une las visitas y gestiones para obtener más cartas comendaticias de cardenales que, en breves fechas, se marcharán a sus destinos de Palermo, de Argentina, de Mozambique, de Colonia… Y en efecto, Del Portillo consigue nuevos respaldos para el Decretum laudis, de Ruffini, de Caggiano, de Gouveia, de Frings… ¡Eso es fe!
Mientras, y aunque ya ha enviado una carta al Padre, no fiándose demasiado del pésimo correo de la posguerra, entrega otra en mano a un diplomático español que regresa a Madrid. En ambas cartas comunica a Josemaría Escrivá el «siéntense ustedes y esperen» que le han dado en la Santa Sede. Agrega su opinión personal: «Yo ya no puedo hacer más… ahora le toca a usted.» (5) Y aunque sabe que el Padre está seriamente afectado por una diabetes mellitus, le expresa la conveniencia de que se desplace a Roma.
Nada más recibir esas dos misivas, el Padre reúne en un centro del Opus Dei, en la calle de Villanueva, de Madrid, a los que entonces forman parte del Consejo general de la Obra. Les lee las cartas de Álvaro y les expone sin paliativos el dictamen desfavorable de los médicos a que emprenda ese viaje. El doctor Rof Carballo le ha dicho: «Yo no respondo de su vida.»
-Los médicos afirman que puedo morirme en cualquier momento… Cuando me acuesto, no sé si me levantaré. Y cuando me levanto por la mañana, no sé si llegaré al final del día… (6)
Son chicos jóvenes los que integran el gobierno de la Obra, pero tienen la madurez de la vida interior. Estrujándose el corazón, ponen por delante las exigencias de una misión que les trasciende. Sin dudarlo un instante, se adhieren a lo que adivinan que el Padre desea hacer. Y le animan a zarpar cuanto antes.
-Os lo agradezco. Pero hubiese ido en todo caso: lo que hay que hacer, se hace. (7)
Esto es el lunes 17 de junio de 1946. En cuestión de horas se tramitan los visados y los pasajes. El miércoles 19, a las tres y media de la tarde, el Padre sale por carretera hacia Zaragoza. Desde allí sigue a Barcelona para embarcar en el J.J. Sister hasta Génova. Y finalmente, también por tierra, cubrirá la última etapa de ese larguísimo viaje que le lleva a Roma. Ahora se realizaría en un breve vuelo de Barajas a Fiumicino; pero entonces, recién terminada la guerra mundial, sin comunicaciones aéreas comerciales entre España e Italia, e interceptada la frontera con Francia, tenía que ser así.
En ruta, Josemaría quiere detenerse en tres santuarios dedicados a la Madre de Dios: en Zaragoza, el Pilar. Al paso por los Bruchs, una desviación hasta Montserrat. Al fin, en Barcelona, visita a la Virgen de la Merced. Es el hijo que busca en su Madre, «omnipotencia suplicante», todas las recomendaciones, todas las fuerzas y todas las luces que van a hacerle falta.
También en Barcelona, a primera hora de la mañana del viernes 21, Escrivá se reúne con un pequeño grupo de hijos suyos, en el oratorio de un piso de la calle de Muntaner. Hacen juntos un rato de oración. Mirando fijamente el sagrario, el Padre interpela al Señor con palabras que a Jesucristo le son bien conocidas: «Ecce nos reliquimus omnia, et secuti sumus te: quid ergo erit nobis?»Aquí estamos, lo hemos dejado todo y te hemos seguido: ¿qué será de nosotros? (8)
Es, al pie de la letra, la misma queja que dos mil años atrás le lanzó Pedro, erigiéndose en portavoz de la inquietud y la ansiedad de los Doce. El Padre hace una pausa. Se diría que el horizonte está cerrado, encapotado y presagiando un desenlace de desastre. Con la confianza de ese buen amor, capaz de encararse a Dios en un tuteo hondo, amistoso, que viene de muy atrás, Escrivá sigue hablando en una media voz íntima, recia, emocionada:
-¡Señor, ¿Tú has podido permitir que yo, de buena fe, engañe a tantas almas?! ¡Si todo lo he hecho por tu gloria y sabiendo que es tu voluntad! ¿Es posible que la Santa Sede diga que llegamos con un siglo de anticipación…? Ecce nos reliquimus omnia et secuti sumus te!… Nunca he tenido la voluntad de engañar a nadie. No he tenido más voluntad que la de servirte. ¿Resultará entonces que soy un trapacero? (9)
Todos los que están en ese pequeño oratorio de Muntaner saben ya muy bien lo que es «dejarlo todo» y pagar por ello con tiras de su propia honra: precisamente en Barcelona, ciertas «buenas personas» vienen maquinando desde hace tiempo una durísima campaña de insultos y calumnias contra el Opus Dei, encizañando a las familias y alertándoles por si sus hijos «caen en las redes de esa nueva herejía». Sin embargo, las palabras de Josemaría Escrivá no son ni un reproche, ni un pasar factura. Son la súplica, en última instancia, casi al borde del llanto, de quien no tiene en la tierra más agarradero que el cielo.
Muy entrada la noche del 22 de junio, el J.J. Sister atraca en el puerto de Génova. Paseando por los muelles, esperan Álvaro del Portillo y Salvador Canals. El Padre abraza fuerte, muy fuerte, a sus dos hijos. Después se dirige a Álvaro y, mirándole por encima del aro de sus gafas, le dice con humor castizo:
-¡Aquí me tienes, ladrón…! ¡Ya te has salido con la tuya! (10)
Es tan tarde, cuando llegan al hotel, que ya no sirven nada ni en el comedor ni en la habitación. El Padre sólo ha tomado un café con galletas desde que salió de Barcelona, treinta horas antes.
Álvaro había guardado un pequeño trozo de queso parmigiano de su cena, pensando que podría gustarle al Padre. Es lo único que Escrivá comerá esa noche.
NOTAS
1. Testimonio de don José Orlandis Rovira (AGP, RHF T-00184).
2. AGP, RHF 21164, pp. 1408-1409.
3. AGP, RHF 21165, p. 177.
4. Carta, 25-I-1961, n. o 19.
5-7. AGP, RHF 21165, pp. 985-986. El doctor Juan Rof Carballo, que atendía a don Josemaría Escrivá en Madrid, le desaconsejó hacer ese viaje.
8. Mateo 19, 27.
9. AGP, RHF 21164, pp. 1323-1324.
10. Ibídem, 1409